TRES CRÍMENES Y UNA GRAN GUERRA | Jesús Palacios




Los desaparecidos de Saint-Agil. Pierre Very. Ediciones Altea. Madrid, 1987.
Almas grises. Philippe Claudel. Ediciones Salamandra. Barcelona, 2017.
La casa asesinada. Pierre Magnan. Caralt Editor. Barcelona, 1988.

I
Apéritif

Cuando no existía eso del rural noir a muchos ya nos fascinaban (y nos siguen fascinando) los enigmas criminales cuyo escenario no son las grandes capitales ni urbes, sino las comunidades rústicas, pastorales y pastoriles, perdidas en lo más profundo del país. Y si de país hablamos, el que más y mejor ha abundado en estos misterios rurales ha sido, sin duda alguna, nuestra vecina Francia. Es verdad que el Gótico Americano es tan fértil como fructífero en crímenes brutales (en la realidad y en la ficción), pero también eminentemente diferentes, en muchos aspectos, de los propios del subgénero más concreto al que me estoy refiriendo aquí, quizá por tratarse de un mundo rural que si bien comparte el aislamiento y la rusticidad universales, tiene muchos menos siglos de Historia y le faltan las raíces profundas que poseen las zonas campesinas del Viejo Continente, viéndose así a veces condenado a recurrir para sus argumentos al acervo nativo americano o a tradiciones importadas, precisamente, de la propia Europa. En España somos muy torpes y, excepción hecha de crónicas negras a lo Cela o Martínez Barbeito y de cierto policía de Tomelloso con ilustre nombre romano, no abundan tantos ejemplos como debieran. Pero ya sabemos que los géneros populares en nuestro país no han estado precisamente muy bien vistos hasta hace relativamente poco, aparte de que la novela negra española ha tirado casi siempre más por engreídas capitales como Madrid o Barcelona, demostrando que hasta nuestros novelistas “negros” pecan a menudo del clasismo burgués propio de los nuevos ricos, prefiriendo a la hora de resolver asesinatos con ínfulas de crítica sociopolítica, más o menos transversal, la cosmopolita corrupción urbana y urbanística a los crímenes del terruño, con regusto a gachas y olor a cagarro de oveja. Con las excepciones de rigor, como el reciente txapela noir vasco o las novelas de Dolores Redondo, a nuestro género policial le falta, también, esa famosa Reforma Agraria que nunca acaba de llegar. Parecido es el caso de Italia, donde si bien se ha cultivado con más frecuencia el género, abundan antes los gialli urbanos, con ciudades como Roma, Milán o Turín por escenario, que aquellos de ambiente pueblerino, tirando estos últimos demasiado a menudo por la historia mafiosa más que otra cosa. Inglaterra casi no cuenta, porque su tendencia al enigma sofisticado y las mansiones aristocráticas ha mantenido apartada su élite literaria criminal de las clases bajas y populares las más de las veces. Cuando aparecen el pueblo o la ciudad de provincias, como ciertamente ocurre a menudo, son casi villas de juguete, casas de muñecas victorianas, idílicas comunidades (salvo por los asesinatos, claro) llenas de jardines, presbiterios, quioscos de música y bibliotecas, por donde Mrs. Marple o algún párroco curioso deambulan solucionando crucigramas mortales, en una atmósfera propia de las comedias de la Ealing. Si en Italia hasta los ángeles comen judías, en Inglaterra hasta los paletos toman té con pastas. Pero nos quedan los franceses.




Numerosas obras de autores clásicos del policial galo y franco-belga como Pierre Véry, Boileau y Narcejac, Charles Exbrayat, Dominique Roulet, Sébastien Japrisot, Georges Godefroy, Alphonse Boudard, Pierre Apestéguy, Jean Laborde, Pierre Magnan o, por supuesto, Georges Simenon, con la colaboración puntual de escritores no explícitamente adscritos al género, pero que lo cultivan o se aproximan al mismo de cuando en cuando con plumas tan elegantes y personales, literalmente sui generis, como las de Félicien Marceau, Jean Giono, René Jouglet, Solange Fasquelle o Philippe Claudel, y sin olvidar tampoco autores más afines al fantastique como Jean Ray o Claude Seignolle –es un género nunca demasiado alejado del Folk Horror, aunque generalmente sin elemento fantástico-, así como aquellos de “última hornada” (Fred Vargas, Pierre Lemaitre, Colin Niel, Jean-Christophe Grangé...), tanto como los clásicos del XIX (Erckmann-Chatrian, Maupassant, Dumas, Balzac, Mérimée...), han sembrado de cadáveres hasta los más oscuros rincones y pequeñas aldeas de la Galia. Desde los Pirineos y el País Vasco-francés hasta los Alpes o la Alsacia, desde Bretaña hasta el Languedoc, desde la Costa Azul hasta la Normandía... Pocos, si alguno, de los departamentos franceses, con sus grandes o pequeñas capitales de provincia, han dejado de ofrecernos sangrientos crímenes literarios, repletos de oscuros dramas ancestrales, tragedias familiares, sacamantecas errabundos y, en fin, de todos los elementos de esa crónica negra rural, a medio camino entre la leyenda popular y la dureza de la mezquina realidad, que fructifica en una tan feraz como feroz cosecha de lecturas sangrientas, a degustar a la manera de un buen estofado campesino, acompañado por algún rico burdeos bien tinto, rematado con un chupito de cassis o de pastís, tanto da. Después, con la barriga bien llena y el café noisette con un chispazo de Armagnac en la mano, podremos elegir una de dos: repantigarnos en el viejo sillón de mimbre forrado de cojines, bien cerquita de la chimenea o de la estufa de hierro, con un libro de crímenes campestres... O encender el televisor, a ser posible en blanco y negro y con antena portátil, para ver alguna añeja película de Jacques Becker, Henri-George Clouzot o, como máximo, de Claude Chabrol. Aquí, propongo sobre todo lo primero, con una pincelada de lo segundo, y ello a raíz de tres misteriosos asesinatos rurales y una Gran Guerra que, casualmente, han caído entre mis manos estos días, como traídos por la catabática corriente fría y seca de un mistral adelantado, que hubiera barrido con esta primavera tan particular, de encierro virulento y cuaresmal, que nos está tocando pasar.

II
Avant la guerre



Después de muchos años de andar rondando por casa de mis padres, terminó encerrada conmigo una de las novelitas más famosas del que muchos consideran padre fundador de la moderna (insisto: de la moderna) novela policial francesa, Pierre Very: Los desaparecidos de Saint-Agil, que a menudo me recomendara también una buena amiga cuyo criterio raramente falla. Publicada en 1935, se trata básicamente de una novela para jóvenes de todas las edades, especialmente de la mía, que narra los misteriosos acontecimientos que tienen lugar en un internado de provincias, Saint-Agil, en la ciudad de Meaux, antigua capital de la untuosa región de Brie, que hoy forma parte del departamento de Sena y Marne, escenario de la Primera batalla del Marne en 1914. En esta escuela, trasunto del internado de Saint-Marie donde estudiara el propio autor, a punto ya de finalizar el curso, se suceden dos tan misteriosas como repentinas desapariciones: los estudiantes Mathieu Sorgues, con el número 95 en la lista del alumnado, y Philippe Macroy, el número 22, abandonan la escuela sin motivo aparente, para no volver a ser vistos por sus familiares o compañeros, después de haber pasado ambos por el despacho del director a recibir sendas reprimendas. Al principio, nadie parece preocuparse demasiado por lo que tiene todas las trazas de tratarse de una simple escapada juvenil... Salvo su compañero y amigo, André Baume, el número 7, que tiene buenos motivos para sospechar algo peor. Los tres habían formado la banda de los Nun-K-K-Pón, una sociedad secreta destinada a recabar fondos a fin de marchar, antes que después, a los soñados Estados Unidos en busca de fortuna, tras un empacho de lecturas de Nick Carter, Búfalo Bill y otros clásicos. Para André, es prácticamente impensable e imposible que sus amigos se hayan escapado dejándole atrás y, de hecho, en la nota supuestamente escrita por el primero encuentra varios detalles que le hacen sospechar juego sucio de por medio. Detective improvisado, sus pesquisas se enredan con las de un policía de incógnito infiltrado entre el pintoresco y excéntrico profesorado, y todo se lía más aún cuando uno de los maestros muere en un sospechoso “accidente”, dentro del pensionado, al que no tardará en seguir también la desaparición del número 7. El enigma está servido.

De hecho, eso es lo que pretendía y consiguió a menudo Pierre Very: aclimatar la novela enigma a los aires franceses de provincia, con un sentido del humor costumbrista y peculiar, apuntes que a menudo rozan lo sobrenatural y fantastique –siempre explicado después conforme a las más estrictas reglas del género-, y a veces, especialmente en este caso, utilizando también elementos netamente autobiográficos, pues la sociedad secreta juvenil y su sueño americano fueron realidades de los años mozos del autor en Meaux, si bien, claro, nunca hubo desaparición ni asesinato alguno que vinieran a alegrar sus exámenes finales. 


Pierre Very


La lectura de Los desaparecidos de Sain-Agil es tan gratificante como entretenida, posee no sólo las características ya apuntadas propias del estilo de Very (y que destacarán en obras maestras como Goupi, Manos Rojas (1937) y su secuela, entre otras), sino también dos esenciales en buena parte del policíaco rural francés o franco-belga: la presencia de la Primera Guerra Mundial como telón de fondo, espectro amenazador y terrible que sobrevuela la intriga, y una melancolía neblinosa y otoñal asociada a la memoria, los recuerdos y la busca de un tiempo perdido que no siempre fue mejor, pero a menudo lo parece. En efecto, Los desaparecidos de Saint-Agil, junto a su variante propia del problema de la habitación cerrada, sus sospechosos poco habituales, sus guiños a la novela de aventuras y su humor blanco, posee un clima nostálgico que todo lo penetra, a través de una narración que se desarrolla en forma retrospectiva, evocando afablemente los sueños, travesuras y amistades de juventud. Nostalgia por una edad perdida que culmina con el reencuentro final de los protagonistas de la historia, reunidos muchos años más tarde, pasada ya la guerra, y cuyos destinos en la vida han sido bien distintos entre sí, aunque al menos uno de ellos se ha convertido, por obra y gracia del autor, en el detective Prosper Lepiq, protagonista de varias de sus novelas posteriores.

Por otro lado, la acción principal del libro tiene lugar en 1914, pocos meses antes de que se desencadene la Primera Guerra Mundial, cumpliéndose así los peores temores de uno de los profesores del internado, Benassis, obsesionado por la idea de la próxima contienda. Los desaparecidos de Saint-Agil se publicó poco más de un año después del ascenso de Hitler al poder, y la insistencia del profesor Benassis ante la inminencia de la catástrofe se nos antoja clarividencia del propio Very, ante la posibilidad de una nueva conflagración europea o mundial. El exabrupto de otro de los maestros, el señor Cazenave, durante una discusión, pareciera dejar claro este punto: “¡Nosotros tenemos sobre nuestras cabezas, por fin, su misticismo agresivo, sus desfiles belicosos! ¿Y qué decir de ese farsante megalómano que tiene entre sus manos el destino de Alemania?”. Se diría que palabras tales se refieren antes a Hitler que a Guillermo II, por más que pudieran aplicarse a cualquiera de los dos, viniendo de boca de un francés de su tiempo.

Aunque Los desaparecidos de Saint-Agil no es tanto un genuino crimen rural como una novela de misterio juvenil, que se inclina más por la aventura detectivesca que por el crudo realismo o el naturalismo -lo que subraya su carácter nostálgico, evocando fantasías adolescentes propias de lecturas imberbes (al menos de los imberbes de antaño)-, sí posee en común con este género, al que sin duda pertenece tangencialmente, su atmósfera provinciana, bien alejada del bullicio y el estruendo de la gran ciudad, con sus tramas delictivas de altos vuelos o bajos fondos, así como el tono más intimista y sosegado, la descripción costumbrista y la melancolía que le son característicos. Todo ello sin olvidar el ruido de fondo de esa Primera Guerra Mundial que envuelve los tres rústicos enigmas aquí tratados, ni el hecho de que su autor, Pierre Very, cultivaría a menudo los paisajes y atmósferas campestres o provincianos, con tanto ingenio como fortuna.


III
Pendant la guerre



Justo antes de ser condenados (¿injustamente?) al arresto domiciliario, otro buen amigo puso en mis manos una nueva -para mí- novela francesa, que había quedado relegada al siempre creciente montón de lecturas pendientes, a la espera de mejor momento...  ¿Y qué mejor momento para ponerse al día que una cuarentena interminable? A pesar de dar un salto en el tiempo de casi setenta años en su publicación, Philippe Claudel sorprende al situarnos en un escenario e incluso un estilo literario que nos trasladan, de inmediato, a las mejores páginas de la literatura francesa de ayer y de siempre con Almas grises, una novela no estrictamente policíaca, pero sí voluntariamente próxima al género, aun cuando sea para romper sus reglas tradicionales, como tantas veces hacen autores de gran calibre que al tiempo quieren rendir así homenaje a un género demasiadas veces denostado o relegado a un papel meramente sociológico, en ámbitos académicos y cenáculos literarios.

En Almas grises, publicada originalmente en 2003, volvemos a 1917, tan sólo tres años después de los sucesos narrados por Pierre Very en Los desaparecidos de Saint-Agil. ¡Pero qué tres años! Los peores temores de los profesores Benassis y Cazenave ya se han cumplido y, de hecho, se han visto superados por una realidad apocalíptica, con las tierras de Europa convertidas ahora en campos de batalla que no de labranza, y sus surcos en trincheras regadas con la sangre de millares de soldados, donde todos los días se recoge una cosecha de muerte y destrucción que florece en interminables filas de cadáveres, heridos y mutilados, víctimas de estos desastres de la guerra moderna que nadie como el artista de cómic francés Jacques Tardí ha sabido reflejar en imágenes, como si de un nuevo Goya se tratara. Curiosamente, en el pequeño pueblo donde se desarrolla la acción de la novela, en el noreste de Francia, próximo a la ciudad de “V” (posiblemente Verdún), la guerra no ha hecho sentir sus peores efectos, pese a encontrarse a pocos kilómetros del frente. La fábrica situada en la humilde villa ha sido declarada de interés nacional, y la mayoría de sus habitantes, trabajadores en la misma, no se han visto movilizados, lo que les pone en la ambigua situación de sentirse tan aliviados como despreciados por los soldados que constantemente desfilan por sus calles, unos, alegres y decididos en su patriótica marcha al matadero... Otros, destrozados física y moralmente al retornar del frente. En este pequeño pueblo, sin embargo, a la tragedia de la guerra, que no se siente de igual modo que en el resto del país, se une la pequeña y siniestra tragedia del asesinato de una niña de diez años, cuyo cadáver estrangulado aparece en las proximidades de la gran mansión donde reside Pierre-Ange Destinat, fiscal de “V” y último vástago de una noble familia de la región. Destinat es un hombre de juicio implacable, aficionado a pedir la pena de muerte para los acusados que se ponen a su alcance, metódico, triste y serio, de honradez supuestamente a prueba de obuses. Pero también alguien quien ha sido visto por una testigo hablando con la niña asesinada pocas horas antes de su muerte, y cuyo nombre está asociado al suicidio tiempo atrás de una joven maestra, a quien se halló ahorcada en una dependencia de los terrenos del fiscal, donde vivía como huésped.


Philippe Claudel

Narrada en melancólica y reflexiva primera persona por el innominado jefe de policía del pueblo, Almas grises no es, en sentido estricto al menos, una novela policial, sino el retrato elegíaco de unas vidas marcadas por tragedias personales, que entretejen el devenir cotidiano de su existencia rural con el gran drama de la guerra, haciendo que los límites entre el bien y el mal se difuminen y confundan, para extender ante los ojos del lector un tapiz pesimista, donde el propio narrador a la vez que personaje se revela una vez más bien poco fiable, destruyendo nuestras certidumbres constantemente ante las múltiples variantes y matices de los hechos que se nos revelan lenta, fragmentaria pero inexorablemente. Claudel transmite en todo momento una ácida visión de la guerra, del militarismo y el vacuo patriotismo que sacrificaron inútilmente a una generación entera de jóvenes en una de las contiendas más crueles y sangrientas de la Historia, pero hasta sus personajes más repulsivos, como el sádico coronel Matziev, enviado para “ayudar” en la investigación del crimen, poseen sorprendentes rasgos que contradicen su naturaleza, pero que, ojo, no les redimen en absoluto de sus actos despreciables. El propio título, Almas grises, amén de evocar las “almas muertas” de otra maravillosa novela de funcionarios mediocres, define tanto la esencia de sus protagonistas como el entramado existencial en el que se mueven y en el que, en definitiva, nos movemos todos: un mundo gris, sin certezas morales, sin soluciones mágicas, donde todas las preguntas quedan sin respuesta o, al menos, sin una respuesta satisfactoria. Contra un paisaje rural a ratos idílico pero siempre ensombrecido por el rugir de los cañonazos, los disparos y las nubes de polvo y pólvora procedentes del campo de batalla, Claudel construye un puzle cuyas piezas nunca acaban de encajar, aportando un sesgo posmodernista y relativista, casi diríase basado en el principio de incertidumbre de Heissenberg, a una narración tan próxima al género como pueda estarlo, por ejemplo, Un rey sin diversión de Jean Giono, y que es también y sobre todo un tapiz de personajes trenzados por la tragedia, la mentira y el dolor. Teñida de tristeza y humanidad, entre compasiva y desesperanzada, Almas grises combina la penetración psicológica de Simenon con el romanticismo naturalista, esteticista y taciturno de Giono, enmarcados por un sordo rugir constante e indignado contra la barbarie de la guerra, el abuso de poder y la banalización burocrática del mal, inscrito todo, una vez más, en las trampas nostálgicas de una memoria que trata, inútilmente, de reconstruir un pasado frágil e impreciso, traidor e inexistente, cuyos fantasmas siguen pesando sin embargo sobre el presente y el futuro de sus personajes.

IV
Après la guerre



Sin duda, los fantasmas del pasado saben cuándo aparecer. Así es como, poco después de dar por concluida la lectura de Almas grises, vine a dar con otro de esos libros que llevaba persiguiéndome sin alcanzarme desde hace muchos, muchos años, cuando lo comprara con mi padre, si mal no recuerdo, ya saldado y retractilado todavía por veinte duros de los de antes, en la madrileña Cuesta de Moyano: La casa asesinada, de Pierre Magnan, publicado originalmente en Francia en 1984. El título mismo siempre me había fascinado, pero como si temiera romper el encanto que suscitaba en mí, nunca me había atrevido a penetrar entre sus páginas... Hasta ahora, cuando reapareció oportunamente en una de las cajas de libros que ando desembalando y, justamente, tras terminar la novela de Claudel, con la que algo me decía había de tener bastantes cosas en común.

Y así es. La casa asesinada comienza prácticamente donde Almas grises concluye. Recién finalizada la Primera Guerra Mundial, en 1919, el joven huérfano Séraphin Monge retorna del campo de batalla a su pueblo en la región de Haute-Provence, sólo para descubrir que su pasado encierra un horror casi tan monstruoso como aquel al que ha conseguido sobrevivir: toda su familia fue asesinada una noche de 1896, pasada a cuchillo por tres desconocidos que sólo dejaron con vida, milagrosamente, a un tierno bebé de apenas unos meses, el propio Séraphin. Poco después, tres jornaleros herzegovinos encontrados en la zona son detenidos, condenados y guillotinados por el crimen, aunque no todo el mundo queda convencido de su verdadera culpabilidad ni de que se haya hecho justicia. Perseguido por los espectros de aquella terrible velada, Séraphin decide demoler hasta la última piedra del viejo caserón donde ocurriera la tragedia, descubriendo así accidentalmente un documento que parece señalar directamente a tres prominentes miembros de la comunidad como autores del crimen. El joven, mientras trabaja como peón, decide vengarse pero, para su sorpresa, alguien más está detrás de sus presas y les da muerte incluso antes de que pueda hacerlo él mismo. Al tiempo, el reservado y hercúleo Séraphin se convierte en centro de las atenciones amorosas de las hijas de dos de sus objetivos mortales, así como en el único amigo de Patrice Gaspard, vástago también de otro de los sospechosos, un excombatiente cuyo rostro ha quedado terriblemente desfigurado por la guerra. Por supuesto, tampoco aquí nada es lo que parece, un misterio encierra otro, y las brumas del pasado son tan espesas como las nieblas y las lluvias torrenciales que cubren los bosques y valles de la región.




Pese a que La casa asesinada y Almas grises comparten muchos elementos estructurales y hasta argumentales, por no hablar de sus obvios escenarios y época, Magnan opta –en apariencia- por la tercera persona para introducirnos en una atmósfera donde el temperamento indómitoy las emociones primitivas de su protagonista se corresponden con el turbulento clima y la agreste naturaleza del paisaje. Sin carecer tampoco de una atmósfera melancólica y nostálgica La casa asesinada está imbuida sin embargo, tanto en la forma como en el fondo, de un oscuro vitalismo, con sus descripciones de la exuberante flora local y del propio carácter del protagonista, que en su trágica determinación y físico hercúleo adquiere cualidades casi míticas. De hecho, lo mágico está también muy presente, llegando a materializarse finalmente a través de alguna sutil pincelada de fantastique, al borde del Folk Horror, que para nada interfiere con el proceso lógico de la intriga y la explicación del crimen. Porque, a diferencia también del más reflexivo libro de Claudel, la novela de Magnan sí es un auténtico thriller rural, con todos los elementos de misterio, suspense y hasta violencia propios del género, sin que ello rebaje en nada su lirismo y estatura literaria, que recuerdan el naturalismo romántico de Mérimée y Maupassant o las mejores páginas de Zola. Una vez más, la sombra alargada de Jean Giono se hace presente, ahora de forma inequívoca: Pierra Magnan fue admirador y amigo de Giono, al que consideraba su maestro y quien era, como él, oriundo de la región de Manosque, en los Altos Alpes provenzales. Todas estas características se aúnan para hacer de La casa asesinada mi favorita de estas tres novelas criminales, lo que no es poco decir.

Pierre Magnan

Magnan, después de años de publicar varias obras reconocidas por la crítica pero sin éxito alguno de ventas, escribiendo imparablemente en el tiempo libre que le dejaba su trabajo en una empresa de transporte refrigerado, se convirtió a los cincuenta y ocho años, a mediados de los 70, en un prolífico y popular autor de novela policíaca –de quien apenas se han publicado en España esta obra y, más recientemente, Trufas para el comisario (Siruela), perteneciente a su serie del Comisario Violette-, uno de esos auténticos adelantados a redescubrir del ahora tan de moda rural noir, y con La casa asesinada, quizá con justicia su obra más famosa, consiguió llevar el género a la perfección. En ella combina sin prejuicios y con genuino saber narrativo la literatura policial, con toda su intriga y suspense, con la poética del naturalismo y la magia del bucólico paisaje campesino de la Francia profunda, escarbando al tiempo en las oscuras sombras de mezquindad, crimen y brutalidad que se ocultan tras las fortunas familiares, con sus esqueletos escondidos no precisamente en el armario, sino en pozos de granja y molinos de agua. No faltan aquí ni la atmósfera melancólica del tiempo perdido y el pasado evanescente, ni un erotismo a flor de piel hecho de celos y deseos asilvestrados, a lo que se suma un toque de siniestra hechicería rural, todo ello dominado siempre por la figura más grande que la vida de su trágico antihéroe: Séraphin Monge, silencioso, implacable y decidido como una fuerza de la Naturaleza desatada, que alcanza dimensiones legendarias y casi mitológicas, un titán demoliendo piedra a piedra la casa de sus antepasados, para poner al descubierto las miserias y horrores escondidos bajo la fértil tierra de esos campos y montes olvidados de la mano de dios y de los hombres. La casa asesinada es una obra maestra de la literatura francesa moderna y, por suerte para nosotros, también del policíaco rural avant la lettre.

V
Digestif

Tres novelas, tres, que casualmente han ido pasando por mis manos estos días, con sus pequeños crímenes provincianos bailando su danza macabra bajo el estruendo de la Primera Gran Guerra, antes, durante y después de su monstruosa irrupción en el siglo XX, la misma que trajo con ella la modernidad y, por supuesto, la mal llamada gripe española, de la que ahora tanto nos acordamos. Tres novelas separadas por muchas décadas (1935, 1984, 2003) y, sin embargo, unidas por una misma melancólica y trágica mirada hacia un tiempo y un escenario ya desaparecidos; escritas, sin duda, con sensibilidades muy distintas pero también afines, en lo que quizá tenga algo que ver el hecho de que sus autores sean también “hombres de provincias” (Pierre Very de la Charente, Magnan de la Manosque y Claudel de la Lorena), aunque no precisamente provincianos, pues en lo particular supieron ver lo profundamente universal. En definitiva, tres libros sobre la Naturaleza, humana y telúrica, que constituyen también nostálgico recordatorio de una realidad que día tras día desaparece a pasos agigantados: la de un mundo rural, mágico y trágico, con todo su encanto y belleza, pero también con todo su horror y crueldad.


FILMOGRAFÍA



En Francia, su cine sabe tratar a sus escritores como es debido, y las tres novelas comentadas han tenido sus correspondientes adaptaciones cinematográficas, todas más que correctas y de agradable visionado, lo que, por supuesto, no supone excusa alguna para prescindir de su lectura. Como detalle final, añadir que Philippe Claudel ha destacado también él mismo como prestigioso realizador cinematográfico aunque se abstuviera, precisamente, de dirigir la adaptación de su propia novela. Se incluyen a continuación las fichas técnicas básicas de los tres filmes por orden cronológico de su realización. Por supuesto, ninguno de ellos ha sido estrenado comercialmente en España.

Les disparus de St. Agil. Francia, 1938. 98 m. B. y N. D.: Christian-Jaque. G.: Jean-Henri Blanchon, según novela de Pierre Very. I.: Erich von Stroheim, Michel Simon, Armand Bernard, Aimé Clariond, Serge Grave, Marcel Mouloudji, Jean Claudio.

La maison assassinée. Francia, 1988. 110 m. C. D.: Georges Lautner. G.: George Lautner, Jacky Cukier y Didier Van Cauwelaert, según novela de Pierre Magnan. I.: Patrick Bruel, Anne Brochet, Agnès Blanchot, Ingrid Held, Yann Collette, Roger Jendly.

Les âmes grises. Francia, 2005. 111 m. C. D.: Yves Angelo. G.: Yves Angelo y Phillipe Claudel, según novela de Philippe Claudel. I.: Jean-Pierre Marielle, Jacques Villeret, Denis Podalydès, Marina Hands, Frank Manzoni, Joséphine Japy, Michel Vuillermoz.




👉 Cuatro lecturas recomendadas:


🍇 Goupi Manos rojas. Pierre Very. Plaza y Janés. Barcelona, 1982.
🍇 La ciudad del miedo indecible. Jean Ray. Caralt. Barcelona, 1991.
🍇 Los fantasmas del sombrerero. Georges Simenon. Tusquets. Barcelona, 1998.
🍇 Un rey sin diversión. Jean Giono. Impedimenta. Madrid, 2011.





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