TRES CRÍMENES Y UNA GRAN GUERRA | Jesús Palacios
Los desaparecidos de Saint-Agil.
Pierre Very. Ediciones Altea. Madrid, 1987.
Almas grises. Philippe Claudel.
Ediciones Salamandra. Barcelona, 2017.
La casa asesinada. Pierre Magnan.
Caralt Editor. Barcelona, 1988.
I
Apéritif
Cuando
no existía eso del rural noir a
muchos ya nos fascinaban (y nos siguen fascinando) los enigmas criminales cuyo
escenario no son las grandes capitales ni urbes, sino las comunidades rústicas,
pastorales y pastoriles, perdidas en lo más profundo del país. Y si de país
hablamos, el que más y mejor ha abundado en estos misterios rurales ha sido,
sin duda alguna, nuestra vecina Francia. Es verdad que el Gótico Americano es
tan fértil como fructífero en crímenes brutales (en la realidad y en la
ficción), pero también eminentemente diferentes, en muchos aspectos, de los
propios del subgénero más concreto al que me estoy refiriendo aquí, quizá por
tratarse de un mundo rural que si bien comparte el aislamiento y la rusticidad
universales, tiene muchos menos siglos de Historia y le faltan las raíces
profundas que poseen las zonas campesinas del Viejo Continente, viéndose así a
veces condenado a recurrir para sus argumentos al acervo nativo americano o a
tradiciones importadas, precisamente, de la propia Europa. En España somos muy
torpes y, excepción hecha de crónicas negras a lo Cela o Martínez Barbeito y de
cierto policía de Tomelloso con ilustre nombre romano, no abundan tantos
ejemplos como debieran. Pero ya sabemos que los géneros populares en nuestro
país no han estado precisamente muy bien vistos hasta hace relativamente poco,
aparte de que la novela negra española ha
tirado casi siempre más por engreídas capitales como Madrid o Barcelona,
demostrando que hasta nuestros novelistas “negros” pecan a menudo del clasismo
burgués propio de los nuevos ricos, prefiriendo a la hora de resolver
asesinatos con ínfulas de crítica sociopolítica, más o menos transversal, la cosmopolita
corrupción urbana y urbanística a los crímenes del terruño, con regusto a gachas
y olor a cagarro de oveja. Con las excepciones de rigor, como el reciente txapela noir vasco o las novelas de
Dolores Redondo, a nuestro género policial le falta, también, esa famosa Reforma
Agraria que nunca acaba de llegar. Parecido es el caso de Italia, donde si bien
se ha cultivado con más frecuencia el género, abundan antes los gialli urbanos, con ciudades como Roma,
Milán o Turín por escenario, que aquellos de ambiente pueblerino, tirando estos
últimos demasiado a menudo por la historia mafiosa más que otra cosa.
Inglaterra casi no cuenta, porque su tendencia al enigma sofisticado y las
mansiones aristocráticas ha mantenido apartada su élite literaria criminal de
las clases bajas y populares las más de las veces. Cuando aparecen el pueblo o la
ciudad de provincias, como ciertamente ocurre a menudo, son casi villas de
juguete, casas de muñecas victorianas, idílicas comunidades (salvo por los
asesinatos, claro) llenas de jardines, presbiterios, quioscos de música y
bibliotecas, por donde Mrs. Marple o algún párroco curioso deambulan
solucionando crucigramas mortales, en una atmósfera propia de las comedias de
la Ealing. Si en Italia hasta los ángeles comen judías, en Inglaterra hasta los
paletos toman té con pastas. Pero nos quedan los franceses.
Numerosas
obras de autores clásicos del policial galo y franco-belga como Pierre Véry,
Boileau y Narcejac, Charles Exbrayat, Dominique Roulet, Sébastien Japrisot,
Georges Godefroy, Alphonse Boudard, Pierre Apestéguy, Jean Laborde, Pierre
Magnan o, por supuesto, Georges Simenon, con la colaboración puntual de
escritores no explícitamente adscritos al género, pero que lo cultivan o se
aproximan al mismo de cuando en cuando con plumas tan elegantes y personales,
literalmente sui generis, como las de
Félicien Marceau, Jean Giono, René Jouglet, Solange Fasquelle o Philippe Claudel,
y sin olvidar tampoco autores más afines al fantastique
como Jean Ray o Claude Seignolle –es un género nunca demasiado alejado del Folk Horror,
aunque generalmente sin elemento fantástico-, así como aquellos de “última hornada”
(Fred Vargas, Pierre Lemaitre, Colin Niel, Jean-Christophe Grangé...), tanto
como los clásicos del XIX (Erckmann-Chatrian, Maupassant, Dumas, Balzac, Mérimée...),
han sembrado de cadáveres hasta los más oscuros rincones y pequeñas aldeas de la
Galia. Desde los Pirineos y el País Vasco-francés hasta los Alpes o la Alsacia,
desde Bretaña hasta el Languedoc, desde la Costa Azul hasta la Normandía... Pocos, si alguno, de los departamentos
franceses, con sus grandes o pequeñas capitales de provincia, han dejado de
ofrecernos sangrientos crímenes literarios, repletos de oscuros dramas
ancestrales, tragedias familiares, sacamantecas errabundos y, en fin, de todos
los elementos de esa crónica negra rural, a medio camino entre la leyenda
popular y la dureza de la mezquina realidad, que fructifica en una tan feraz
como feroz cosecha de lecturas sangrientas, a degustar a la manera de un buen
estofado campesino, acompañado por algún rico burdeos bien tinto, rematado con un
chupito de cassis o de pastís, tanto da. Después, con la
barriga bien llena y el café noisette
con un chispazo de Armagnac en la mano, podremos elegir una de dos:
repantigarnos en el viejo sillón de mimbre forrado de cojines, bien cerquita de
la chimenea o de la estufa de hierro, con un libro de crímenes campestres... O
encender el televisor, a ser posible en blanco y negro y con antena portátil,
para ver alguna añeja película de Jacques Becker, Henri-George Clouzot o, como
máximo, de Claude Chabrol. Aquí, propongo sobre todo lo primero, con una
pincelada de lo segundo, y ello a raíz de tres misteriosos asesinatos rurales y
una Gran Guerra que, casualmente, han caído entre mis manos estos días, como
traídos por la catabática corriente fría y seca de un mistral adelantado, que hubiera
barrido con esta primavera tan particular, de encierro virulento y cuaresmal,
que nos está tocando pasar.
II
Avant la guerre
Después
de muchos años de andar rondando por casa de mis padres, terminó encerrada
conmigo una de las novelitas más famosas del que muchos consideran padre
fundador de la moderna (insisto: de la moderna) novela policial francesa,
Pierre Very: Los desaparecidos de
Saint-Agil, que a menudo me recomendara también una buena amiga cuyo
criterio raramente falla. Publicada en 1935, se trata básicamente de una novela para jóvenes de todas las edades,
especialmente de la mía, que narra los misteriosos acontecimientos que tienen
lugar en un internado de provincias, Saint-Agil, en la ciudad de Meaux, antigua
capital de la untuosa región de Brie, que hoy forma parte del departamento de
Sena y Marne, escenario de la Primera batalla del Marne en 1914. En esta
escuela, trasunto del internado de Saint-Marie donde estudiara el propio autor,
a punto ya de finalizar el curso, se suceden dos tan misteriosas como
repentinas desapariciones: los estudiantes Mathieu Sorgues, con el número 95 en
la lista del alumnado, y Philippe Macroy, el número 22, abandonan la escuela sin
motivo aparente, para no volver a ser vistos por sus familiares o compañeros,
después de haber pasado ambos por el despacho del director a recibir sendas
reprimendas. Al principio, nadie parece preocuparse demasiado por lo que tiene
todas las trazas de tratarse de una simple escapada juvenil... Salvo su
compañero y amigo, André Baume, el número 7, que tiene buenos motivos para
sospechar algo peor. Los tres habían formado la banda de los Nun-K-K-Pón, una
sociedad secreta destinada a recabar fondos a fin de marchar, antes que
después, a los soñados Estados Unidos en busca de fortuna, tras un empacho de
lecturas de Nick Carter, Búfalo Bill y otros clásicos. Para André, es
prácticamente impensable e imposible que sus amigos se hayan escapado dejándole
atrás y, de hecho, en la nota supuestamente escrita por
el primero encuentra varios detalles que le hacen sospechar juego sucio de por
medio. Detective improvisado, sus pesquisas se enredan con las de un policía de
incógnito infiltrado entre el pintoresco y excéntrico profesorado, y todo se lía
más aún cuando uno de los maestros muere en un sospechoso “accidente”, dentro
del pensionado, al que no tardará en seguir también la desaparición del número
7. El enigma está servido.
De
hecho, eso es lo que pretendía y
consiguió a menudo Pierre Very: aclimatar la novela enigma a los aires
franceses de provincia, con un sentido del humor costumbrista y peculiar,
apuntes que a menudo rozan lo sobrenatural y fantastique –siempre explicado después conforme a las más estrictas reglas
del género-, y a veces, especialmente en este caso, utilizando también
elementos netamente autobiográficos, pues la sociedad secreta juvenil y su
sueño americano fueron realidades de los años mozos del autor en Meaux, si
bien, claro, nunca hubo desaparición ni asesinato alguno que vinieran a alegrar
sus exámenes finales.
Pierre Very |
La lectura de Los desaparecidos de Sain-Agil es tan gratificante como entretenida, posee no sólo las características ya apuntadas propias del estilo de Very (y que destacarán en obras maestras como Goupi, Manos Rojas (1937) y su secuela, entre otras), sino también dos esenciales en buena parte del policíaco rural francés o franco-belga: la presencia de la Primera Guerra Mundial como telón de fondo, espectro amenazador y terrible que sobrevuela la intriga, y una melancolía neblinosa y otoñal asociada a la memoria, los recuerdos y la busca de un tiempo perdido que no siempre fue mejor, pero a menudo lo parece. En efecto, Los desaparecidos de Saint-Agil, junto a su variante propia del problema de la habitación cerrada, sus sospechosos poco habituales, sus guiños a la novela de aventuras y su humor blanco, posee un clima nostálgico que todo lo penetra, a través de una narración que se desarrolla en forma retrospectiva, evocando afablemente los sueños, travesuras y amistades de juventud. Nostalgia por una edad perdida que culmina con el reencuentro final de los protagonistas de la historia, reunidos muchos años más tarde, pasada ya la guerra, y cuyos destinos en la vida han sido bien distintos entre sí, aunque al menos uno de ellos se ha convertido, por obra y gracia del autor, en el detective Prosper Lepiq, protagonista de varias de sus novelas posteriores.
Por
otro lado, la acción principal del libro tiene lugar en 1914, pocos meses antes
de que se desencadene la Primera Guerra Mundial, cumpliéndose así los peores
temores de uno de los profesores del internado, Benassis, obsesionado por la
idea de la próxima contienda. Los desaparecidos de Saint-Agil se
publicó poco más de un año después del ascenso de Hitler al poder, y la
insistencia del profesor Benassis ante la inminencia de la catástrofe se nos
antoja clarividencia del propio Very, ante la posibilidad de una nueva
conflagración europea o mundial. El exabrupto de otro de los maestros, el
señor Cazenave, durante una discusión, pareciera dejar claro este punto:
“¡Nosotros tenemos sobre nuestras cabezas, por fin, su misticismo agresivo, sus
desfiles belicosos! ¿Y qué decir de ese farsante megalómano que tiene entre sus
manos el destino de Alemania?”. Se diría que palabras tales se refieren antes a
Hitler que a Guillermo II, por más que pudieran aplicarse a cualquiera de los
dos, viniendo de boca de un francés de su tiempo.
Aunque
Los desaparecidos de Saint-Agil no es
tanto un genuino crimen rural como una novela de misterio juvenil, que se
inclina más por la aventura detectivesca que por el crudo realismo o el
naturalismo -lo que subraya su carácter nostálgico, evocando fantasías
adolescentes propias de lecturas imberbes (al menos de los imberbes de antaño)-, sí posee en común con este género, al que sin duda pertenece
tangencialmente, su atmósfera provinciana, bien alejada del bullicio y el estruendo
de la gran ciudad, con sus tramas delictivas de altos vuelos o bajos fondos, así
como el tono más intimista y sosegado, la descripción costumbrista y la
melancolía que le son característicos. Todo ello sin olvidar el ruido de fondo
de esa Primera Guerra Mundial que envuelve los tres rústicos enigmas aquí
tratados, ni el hecho de que su autor, Pierre Very,
cultivaría a menudo los paisajes y atmósferas campestres o provincianos, con
tanto ingenio como fortuna.
III
Pendant la guerre
Justo
antes de ser condenados (¿injustamente?) al arresto domiciliario, otro buen
amigo puso en mis manos una nueva -para mí- novela francesa, que había quedado
relegada al siempre creciente montón de lecturas pendientes, a la espera de
mejor momento... ¿Y qué mejor momento para
ponerse al día que una cuarentena interminable? A pesar de dar un salto en el
tiempo de casi setenta años en su publicación, Philippe Claudel sorprende al situarnos en un escenario e incluso un
estilo literario que nos trasladan, de inmediato, a las mejores páginas de la
literatura francesa de ayer y de siempre con
Almas grises, una novela no estrictamente policíaca, pero sí
voluntariamente próxima al género, aun cuando sea para romper sus reglas
tradicionales, como tantas veces hacen autores de gran calibre que al tiempo quieren rendir así homenaje a un género demasiadas veces denostado o relegado a un
papel meramente sociológico, en ámbitos académicos y cenáculos literarios.
En Almas grises, publicada originalmente en
2003, volvemos a 1917, tan sólo tres años después de los sucesos narrados por
Pierre Very en Los desaparecidos de
Saint-Agil. ¡Pero qué tres años! Los peores temores de los profesores Benassis
y Cazenave ya se han cumplido y, de hecho, se han visto superados por una
realidad apocalíptica, con las tierras de Europa convertidas ahora en campos de
batalla que no de labranza, y sus surcos en trincheras regadas con la sangre de
millares de soldados, donde todos los días se recoge una cosecha de muerte y
destrucción que florece en interminables filas de cadáveres, heridos y
mutilados, víctimas de estos desastres de la guerra moderna que nadie como el
artista de cómic francés Jacques Tardí ha sabido reflejar en imágenes, como si
de un nuevo Goya se tratara. Curiosamente, en el pequeño pueblo donde se
desarrolla la acción de la novela, en el noreste de Francia, próximo a la
ciudad de “V” (posiblemente Verdún), la guerra no ha hecho sentir sus peores
efectos, pese a encontrarse a pocos kilómetros del frente. La fábrica situada
en la humilde villa ha sido declarada de interés nacional, y la mayoría de sus
habitantes, trabajadores en la misma, no se han visto movilizados, lo que les
pone en la ambigua situación de sentirse tan aliviados como despreciados por
los soldados que constantemente desfilan por sus calles, unos, alegres y
decididos en su patriótica marcha al matadero... Otros, destrozados física y
moralmente al retornar del frente. En
este pequeño pueblo, sin embargo, a la tragedia de la guerra, que no se siente
de igual modo que en el resto del país, se une la pequeña y siniestra tragedia
del asesinato de una niña de diez años, cuyo cadáver estrangulado aparece
en las proximidades de la gran mansión donde reside Pierre-Ange Destinat, fiscal
de “V” y último vástago de una noble familia de la región. Destinat es un hombre
de juicio implacable, aficionado a pedir la pena de muerte para los acusados que
se ponen a su alcance, metódico, triste y serio, de honradez supuestamente a
prueba de obuses. Pero también alguien quien ha sido visto por una testigo
hablando con la niña asesinada pocas horas antes de su muerte, y cuyo nombre
está asociado al suicidio tiempo atrás de una joven maestra, a quien se halló ahorcada
en una dependencia de los terrenos del fiscal, donde vivía como huésped.
Philippe Claudel |
Narrada
en melancólica y reflexiva primera persona por el innominado jefe de policía
del pueblo, Almas grises no es, en
sentido estricto al menos, una novela policial, sino el retrato elegíaco de unas vidas marcadas por tragedias personales, que entretejen el devenir cotidiano de su
existencia rural con el gran drama de la guerra, haciendo que los límites entre
el bien y el mal se difuminen y confundan, para extender ante los ojos del
lector un tapiz pesimista, donde el propio narrador a la vez que personaje se
revela una vez más bien poco fiable, destruyendo nuestras certidumbres
constantemente ante las múltiples variantes y matices de los hechos que se nos
revelan lenta, fragmentaria pero inexorablemente. Claudel transmite en todo
momento una ácida visión de la guerra, del militarismo y el vacuo patriotismo
que sacrificaron inútilmente a una generación entera de jóvenes en una de las
contiendas más crueles y sangrientas de la Historia, pero hasta sus personajes
más repulsivos, como el sádico coronel Matziev, enviado para “ayudar” en la
investigación del crimen, poseen sorprendentes rasgos que contradicen su
naturaleza, pero que, ojo, no les redimen en absoluto de sus actos
despreciables. El propio título, Almas grises, amén de evocar las “almas
muertas” de otra maravillosa novela de funcionarios mediocres, define tanto la
esencia de sus protagonistas como el entramado existencial en el que se mueven
y en el que, en definitiva, nos movemos todos: un mundo gris, sin certezas
morales, sin soluciones mágicas, donde todas las preguntas quedan sin
respuesta o, al menos, sin una respuesta satisfactoria. Contra un paisaje rural
a ratos idílico pero siempre ensombrecido por el rugir de los cañonazos, los
disparos y las nubes de polvo y pólvora procedentes del campo de batalla,
Claudel construye un puzle cuyas piezas nunca acaban de encajar, aportando un
sesgo posmodernista y relativista, casi diríase basado en el principio de
incertidumbre de Heissenberg, a una narración tan próxima al género como pueda
estarlo, por ejemplo, Un rey sin
diversión de Jean Giono, y que es también y sobre todo un tapiz de
personajes trenzados por la tragedia, la mentira y el dolor. Teñida de tristeza
y humanidad, entre compasiva y desesperanzada, Almas grises combina la
penetración psicológica de Simenon con el romanticismo naturalista, esteticista
y taciturno de Giono, enmarcados por un sordo rugir constante e indignado contra
la barbarie de la guerra, el abuso de poder y la banalización burocrática del
mal, inscrito todo, una vez más, en las trampas nostálgicas de una memoria
que trata, inútilmente, de reconstruir un pasado frágil e impreciso, traidor e
inexistente, cuyos fantasmas siguen pesando sin embargo sobre el presente y el
futuro de sus personajes.
IV
Après la guerre
Sin
duda, los fantasmas del pasado saben cuándo aparecer. Así es como, poco después
de dar por concluida la lectura de Almas
grises, vine a dar con otro de esos libros que llevaba persiguiéndome sin
alcanzarme desde hace muchos, muchos años, cuando lo comprara con mi padre, si
mal no recuerdo, ya saldado y retractilado todavía por veinte duros de los de
antes, en la madrileña Cuesta de Moyano: La
casa asesinada, de Pierre Magnan, publicado originalmente en Francia en
1984. El título mismo siempre me había fascinado, pero como si temiera romper
el encanto que suscitaba en mí, nunca me había atrevido a penetrar entre sus
páginas... Hasta ahora, cuando reapareció oportunamente en una de las cajas de
libros que ando desembalando y, justamente, tras terminar la novela de Claudel,
con la que algo me decía había de tener bastantes cosas en común.
Y
así es. La casa asesinada comienza prácticamente donde Almas grises concluye. Recién finalizada la Primera Guerra Mundial,
en 1919, el joven huérfano Séraphin Monge retorna del campo de batalla a su
pueblo en la región de Haute-Provence, sólo para descubrir que su pasado
encierra un horror casi tan monstruoso como aquel al que ha conseguido
sobrevivir: toda su familia fue asesinada una noche de 1896, pasada a
cuchillo por tres desconocidos que sólo dejaron con vida, milagrosamente, a un
tierno bebé de apenas unos meses, el propio Séraphin. Poco después, tres
jornaleros herzegovinos encontrados en la zona son detenidos, condenados y
guillotinados por el crimen, aunque no todo el mundo queda convencido de su
verdadera culpabilidad ni de que se haya hecho justicia. Perseguido por los
espectros de aquella terrible velada, Séraphin decide demoler hasta la última
piedra del viejo caserón donde ocurriera la tragedia, descubriendo así
accidentalmente un documento que parece señalar directamente a tres prominentes
miembros de la comunidad como autores del crimen. El joven, mientras trabaja
como peón, decide vengarse pero, para su sorpresa, alguien más está detrás de
sus presas y les da muerte incluso antes de que pueda hacerlo él mismo. Al
tiempo, el reservado y hercúleo Séraphin se convierte en centro de las
atenciones amorosas de las hijas de dos de sus objetivos mortales, así como en
el único amigo de Patrice Gaspard, vástago también de otro de los sospechosos, un
excombatiente cuyo rostro ha quedado terriblemente desfigurado por la guerra.
Por supuesto, tampoco aquí nada es lo que parece, un misterio encierra otro, y
las brumas del pasado son tan espesas como las nieblas y las lluvias torrenciales
que cubren los bosques y valles de la región.
Pese
a que La casa asesinada y Almas grises comparten muchos elementos
estructurales y hasta argumentales, por no hablar de sus obvios escenarios y
época, Magnan opta –en apariencia- por la tercera persona para introducirnos en
una atmósfera donde el temperamento indómitoy las emociones primitivas de su
protagonista se corresponden con el turbulento clima y la agreste naturaleza
del paisaje. Sin carecer tampoco de una atmósfera melancólica y nostálgica La casa asesinada está imbuida sin
embargo, tanto en la forma como en el fondo, de un oscuro vitalismo, con sus
descripciones de la exuberante flora local y del propio carácter del
protagonista, que en su trágica determinación y físico hercúleo adquiere
cualidades casi míticas. De hecho, lo mágico está también muy presente,
llegando a materializarse finalmente a través de alguna sutil pincelada de fantastique, al borde del Folk Horror,
que para nada interfiere con el proceso lógico de la intriga y la explicación
del crimen. Porque, a diferencia también del más reflexivo libro de Claudel, la novela de Magnan sí es un auténtico thriller rural, con todos los elementos
de misterio, suspense y hasta violencia propios del género, sin que ello rebaje
en nada su lirismo y estatura literaria, que recuerdan el naturalismo
romántico de Mérimée y Maupassant o las mejores páginas de Zola. Una vez
más, la sombra alargada de Jean Giono se hace presente, ahora de forma inequívoca:
Pierra Magnan fue admirador y amigo de Giono, al que consideraba su maestro y
quien era, como él, oriundo de la región de Manosque, en los Altos Alpes
provenzales. Todas estas características se aúnan para hacer de La casa asesinada mi favorita de estas
tres novelas criminales, lo que no es poco decir.
Pierre Magnan |
Magnan,
después de años de publicar varias obras reconocidas por la crítica pero sin
éxito alguno de ventas, escribiendo imparablemente en el tiempo libre que le
dejaba su trabajo en una empresa de transporte refrigerado, se convirtió a los
cincuenta y ocho años, a mediados de los 70, en un prolífico y popular autor de
novela policíaca –de quien apenas se han publicado en España esta obra y, más
recientemente, Trufas para el comisario
(Siruela), perteneciente a su serie del Comisario Violette-, uno de esos
auténticos adelantados a redescubrir del ahora tan de moda rural noir, y con La casa asesinada, quizá con justicia su
obra más famosa, consiguió llevar el género a la perfección. En ella
combina sin prejuicios y con genuino saber narrativo la literatura policial,
con toda su intriga y suspense, con la poética del naturalismo y la magia del
bucólico paisaje campesino de la Francia profunda, escarbando al tiempo en las oscuras sombras de mezquindad, crimen y brutalidad que se ocultan tras
las fortunas familiares, con sus esqueletos escondidos no precisamente en el
armario, sino en pozos de granja y molinos de agua. No faltan aquí ni
la atmósfera melancólica del tiempo perdido y el pasado evanescente, ni un
erotismo a flor de piel hecho de celos y deseos asilvestrados, a lo que se suma
un toque de siniestra hechicería rural, todo ello dominado siempre por la
figura más grande que la vida de su trágico antihéroe: Séraphin Monge,
silencioso, implacable y decidido como una fuerza de la Naturaleza desatada,
que alcanza dimensiones legendarias y casi mitológicas, un titán demoliendo
piedra a piedra la casa de sus antepasados, para poner al descubierto las
miserias y horrores escondidos bajo la fértil tierra de esos campos y montes
olvidados de la mano de dios y de los hombres. La casa asesinada es una obra maestra de la literatura francesa
moderna y, por suerte para nosotros, también del policíaco rural avant la lettre.
V
Digestif
Tres
novelas, tres, que casualmente han ido pasando por mis manos estos días, con sus pequeños crímenes
provincianos bailando su danza macabra bajo el estruendo de la Primera Gran
Guerra, antes, durante y después de su monstruosa irrupción en el siglo XX, la
misma que trajo con ella la modernidad y, por supuesto, la mal llamada gripe
española, de la que ahora tanto nos acordamos. Tres novelas separadas por
muchas décadas (1935, 1984, 2003) y, sin embargo, unidas por una misma
melancólica y trágica mirada hacia un tiempo y un escenario ya desaparecidos; escritas, sin duda, con sensibilidades muy distintas pero también afines, en lo
que quizá tenga algo que ver el hecho de
que sus autores sean también “hombres de provincias” (Pierre Very de la
Charente, Magnan de la Manosque y Claudel de la Lorena), aunque no precisamente
provincianos, pues en lo particular supieron ver lo profundamente universal.
En definitiva, tres libros sobre la Naturaleza, humana y telúrica, que
constituyen también nostálgico recordatorio de una realidad que día tras día
desaparece a pasos agigantados: la de un mundo rural, mágico y trágico, con
todo su encanto y belleza, pero también con todo su horror y crueldad.
FILMOGRAFÍA
En
Francia, su cine sabe tratar a sus escritores como es debido, y las tres
novelas comentadas han tenido sus correspondientes adaptaciones
cinematográficas, todas más que correctas y de agradable visionado, lo que, por
supuesto, no supone excusa alguna para prescindir de su lectura. Como detalle
final, añadir que Philippe Claudel ha destacado también él mismo como
prestigioso realizador cinematográfico aunque se abstuviera, precisamente, de
dirigir la adaptación de su propia novela. Se incluyen a continuación las
fichas técnicas básicas de los tres filmes por orden cronológico de su
realización. Por supuesto, ninguno de ellos ha sido estrenado comercialmente en
España.
Les disparus de St. Agil.
Francia, 1938. 98 m. B. y N. D.: Christian-Jaque. G.: Jean-Henri Blanchon,
según novela de Pierre Very. I.: Erich von Stroheim, Michel Simon, Armand
Bernard, Aimé Clariond, Serge Grave, Marcel Mouloudji, Jean Claudio.
La maison assassinée.
Francia, 1988. 110 m. C. D.: Georges Lautner. G.: George Lautner, Jacky Cukier y
Didier Van Cauwelaert, según novela de Pierre Magnan. I.: Patrick Bruel, Anne Brochet, Agnès Blanchot, Ingrid
Held, Yann Collette, Roger Jendly.
Les âmes grises. Francia, 2005. 111 m. C. D.: Yves Angelo. G.: Yves Angelo y Phillipe Claudel, según novela de Philippe Claudel. I.: Jean-Pierre Marielle, Jacques Villeret, Denis Podalydès, Marina Hands, Frank Manzoni, Joséphine Japy, Michel Vuillermoz.
👉 Cuatro lecturas recomendadas:
🍇 Goupi Manos rojas.
Pierre Very. Plaza y Janés. Barcelona, 1982.
🍇 La ciudad del miedo indecible.
Jean Ray. Caralt. Barcelona, 1991.
🍇 Los fantasmas del sombrerero.
Georges Simenon. Tusquets. Barcelona, 1998.
🍇 Un rey sin diversión.
Jean Giono. Impedimenta. Madrid, 2011.
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