LAS PALMERAS SALVAJES DEL APOCALIPSIS - Sobre "Las palmeras" de Jimina Sabadú | Jesús Palacios




The wind is old and still at play
While I must hurry upon my way,
For I am running to Paradise.
W. B. Yeats, “Running to Paradise”.

No, España no es Estados Unidos. Ni la Costa Brava es California. No, esto no es Hollywood. Nuestros Goya no son los Oscar, ni la Iglesia de la Cienciología el Palmar de Troya. Pero es lo que hay. Cada país, podríamos decir, tiene el glamour que se merece, así que, por lógica, también cada país tiene el apocalipsis que se merece. Las palmeras, la nueva y esperada novela de Jimina Sabadú, es, precisamente, una crónica de ese apocalipsis y de ese glamour, que, por lo tanto, no llegan a ser del todo ni lo uno ni lo otro. Y es que nunca acabamos de hacer bien las cosas... Ha querido el destino o más bien el desatino que Las palmeras llegue atinadamente en tiempos extraños, que inevitablemente remiten algunas de sus páginas a la más contagiosa actualidad y viceversa. Nada de particular salvo por cierto desagradable virus con el que no contábamos, ya que al fin y al cabo se trata de un roman à clef, como suelen serlo a menudo los de su autora, una novela que mantiene una intensa y a veces tensa relación de toma y daca con la realidad en general, y con la de ciertos sectores de la española en particular. Esos sectores son, grosso modo, los del petardeo artístico y cultureta, los del famoseo televisivo y mediático (¿existe otro?), los del pijerío con ínfulas aristocráticas y a menudo pasado sicalíptico y presente delictivo. Un universo de locos que, pareciendo tan alejado del común de los mortales que conforman las clases bajas y bajísimas cada vez más y más abajo de este país, se toca y hasta se soba en sus extremos con la más profunda vulgaridad, el mal gusto, el cachondeo, putiferio, torticería y fiestón interminable, característicos de nuestra amada patria. Dicho lo cual, llega el momento de añadir que Las palmeras es una novela de zombis, horror apocalíptico y milenarismo nacional, antes de que se me olvide.


Y es que, leyendo casi del tirón este libro entretenido y ágil como pocos, a mí casi como que se me olvidaba que sus páginas están llenas de infectados caníbales, sectas fanáticas, asesinatos satánicos, fantasmas reales o soñados y presagios sibilinos. Y no porque Jimina Sabadú se corte: hay momentos desopilantes, dignos de los esperpentos fantaterroríficos salvajes de Álex de la Iglesia o del Paco Plaza más juguetón de la saga REC, con litros de festivo gore y splattstick desatado. Pero donde realmente reside el golpe de gracia de Las palmeras es en la soberana indiferencia de la catástrofe. En la anodina vulgaridad de un apocalipsis que tan rápido como llega se desintegra, pasando, con aplastante lógica mundana, a integrarse en la escopeta nacional. Con estilo sobrio, sintético y casi telegráfico, que mima sin embargo lo epigramático y lapidario, con más de una frase casual para enmarcar, que de casualidad tiene lo justo le mot juste, vamos, Jimina nos conduce de la mano de la pareja de protagonistas más sosa, antipática e indiferente (de hecho, indi-ferente) que puedo recordar, en una road movie castiza hacia la zona más satánica y pija de la piel de toro, a lo largo de un viaje sin sentido ni sensibilidad, entretejido de encuentros y desencuentros con lo más desgranado del Celtiberia Show de las últimas décadas. Por Las palmeras, huyendo más de sí mismos que de los “apestados” zombis, deambulan los juguetes rotos de varias generaciones televisivas, los famosos de una hora y los de toda la vida, atrapados por los fantasmas de una existencia vaciada de sentido por sus propios personajes, despojados de los cuales son poca cosa o nada. Jimina hace desfilar una Danza de la Muerte que es más bien un paseo por el desamor y la no-muerte, donde hasta el romanticismo fatalista nos es negado por nuestro propio pecado original: ser españoles y esperpénticos por naturaleza. No hay lugar al que huir. Como dice Verónica, la autista emocional: “...todos somos como un tebeo de Bruguera. Ambiciosos, un poco muertos de hambre, y supongo que entrañables”, a lo que muy justamente contesta Alejandro, el tarado emocional: “Eso unos más que otros”.


Jimina Sabadú, como bien saben los que la conocen, es un hombre del Renacimiento, y con Las palmeras ha escrito su moral play particular sobre las mezquindades y ruindades de la España de entre siglos. Una feria de las vanidades repleta de momentos de memorable humor, horror y hasta poesía, pero sobre todo, un memento mori literario para mileniales que se creen inmortales, que confían en los reality shows y las redes sociales para salir ricos y famosos de una futura e hipotética Operación Triunfo nacional, que un virus cualquiera puede reducir a mero esperpento darwinista. No, ni las Sacerdotisas de Baal son la Iglesia de la Cienciología. Ni los satanistas de Calpe son los de Anton LaVey. Ni Benidorm es California. Ni Las palmeras de Jimina son Wild Palms: son vigías silenciosas de una España llena de zombis que tampoco resultan ser, precisamente, los “apestosos” contagiados de la novela, sino quizás el resto de humanos personajes que por ella pendonean errabundos, absortos en sí y para sí, aparentemente indiferentes, inmunizados al horror, sabiendo sin embargo en lo más profundo de su ser que el horror, precisamente el horror, son ellos mismos. Somos todos y ninguno. Novela, pues, con poso de amargura, el mejor poso para adivinar los tiempos que corren y que se nos vienen encima. Literatura más allá de la Generación X, para una Generación Z, con “z” de zombi, que nada cree y nada espera, salvo, quizás, un fin del mundo que, coño, pues tampoco acaba de llegar...




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