A LOS QUE LEEN... LIBROS | Jesús Palacios
Jesús
Palacios
—No —dijo la sobrina—, no hay para
qué perdonar a ninguno, porque todos han sido los dañadores: mejor será
arrojallos por las ventanas al patio y hacer un rimero dellos y pegarles fuego;
y, si no, llevarlos al corral, y allí se hará la hoguera, y no ofenderá el
humo.
Miguel
de Cervantes, Don Quijote de la Mancha.
Pese
a lo que dice el mito, leer, lo que se dice leer, no siempre es un placer. Sí
lo es, sin embargo, leer a Jonathan Allen, uno de los autores secretos mejor
guardados y que mejor escriben en nuestro país y quien, desde su aislamiento
isleño en Las Palmas de Gran Canaria, nos regala de cuando en cuando alguna
preciosa miniatura narrativa que, en efecto, nos devuelve el puro placer de la
lectura en perfecto castellano. Ahora lo ha vuelto a hacer, y además con una
novela corta, casi una nouvelle, que
dedica sin rubor y con plena alevosía A
los que leen (Ediciones Idea). Pero ojo: a los que leen libros, que leer,
lo que se dice leer, se pueden leer muchas cosas (instrucciones de
electrodomésticos, hojas parroquiales, programas electorales o prospectos de
medicamentos, por ejemplo).
Al
hilo de la peripecia personal de Gustavo, un joven de familia burguesa y bien,
en Las Palmas de los años 50, con la represión de la posguerra más latente que
manifiesta pero no por ello menos peligrosa y sobre todo molesta, Jonathan
Allen desarrolla un elegante bildungsroman
iniciático que es también y sobre todo una suerte de ensayo meta-literario,
posmoderno en el fondo y neoclásico en la forma, que se construye en torno a la
pasión lectora y libresca del protagonista. De un lado, tenemos una historia de
amor inter-clases e inter-naciones, descrita con delicado y voluntariamente
ingenuo romanticismo, que deja entrever sin embargo sombras de emociones
profundamente turbadoras y perturbadoras: Gustavo, niño mimado y bien,
destinado a estudiar en los Madriles,
se enamora casual y locamente de una aristocrática damisela argentina —en el
doble sentido de la palabra, pues parece relucir argéntea al tiempo que procede
de la Argentina ciudad de Mendoza— quien, para más inri, ha sufrido un trágico
accidente automovilístico, quedando huérfana de padre y madre e impedida, con
la columna y las piernas afectadas de parálisis quizá sólo temporal, pero en
cualquier caso sometida a dolores insufribles, amén de decorada con una o
varias ocultas cicatrices que son objeto de fascinación y miedo para su casi
imberbe amante, que empuja solícito su silla de ruedas o la sube en volandas a
su habitación, mientras sufre húmedas pesadillas eróticas en torno a sus
fracturadas y suturadas piernas míticas. Su desmedido romance tiene el tiempo
medido, pues la joven Sofía debe retornar en algún momento a su patria, para
hacerse cargo de la hacienda y los negocios familiares, y Gustavo, antes o
después, habrá de tomar la decisión de seguirla hasta las Américas, para
disgusto y zozobra de su familia canaria. Esta es, a grandes rasgos, la trama.
Pero dentro de este libro, tan pequeño en apariencia, hay otros muchos, que se
abren paso por entre la anécdota romántica para construir el verdadero núcleo
de la obra.
Porque
A los que leen es un libro de libros,
un palimpsesto o, mejor dicho, un palimtexto, donde lo que realmente importa
es cómo el amor entre los protagonistas se construye en torno y a partir de su
mutuo amor por lectura y libros. Por la literatura, sí, pero también,
sobre todo en el caso del mitómano y fetichista Gustavo, por su físico
envoltorio. Demasiado se ha cantado, filmado y escrito para “los que aman” y
muy poco para “los que leen”, que son quienes más verdadera y profundamente
aman. Para ellos es la novelita de Allen, trufada de
interpolaciones que no sólo enriquecen la historia y nuestro seguimiento de la
misma, sino que en verdad constituyen su secreta esencia y esotérico tesoro. No
en balde, la amada de Gustavo ostenta por nombre Sofía, siendo su loco amor por
ella, postrada en una silla de ruedas, ocultas sus cicatrices y doblemente
deseable por ello, encarnación material de su impuro amor por el Conocimiento
mismo, que se encierra tanto entre las piernas laceradas de su amada cómo entre
las sufridas tapas de los libros que adora.
A los que leen
está escrito tan exquisitamente como es habitual en Jonathan Allen e incluso,
diría yo, con algo más de mimo y contenida elegancia, con más precisión y
esmero, pero además su autor se da el lujo de escribirlo en “colaboración” con
Kafka, Borges, Bécquer o Ramón Gómez de la Serna, entre otros fantasmas,
quienes se han prestado gustosos —al menos no se quejan— a participar en el
experimento. Así, sus versos, frases y párrafos se engastan como filigranas de
pan de oro o diamantes finamente incrustados en la narración de las aventuras,
tanto íntimas e interiores como exteriores y mundanas, de su protagonista,
propiciando la digresión y la reflexión, rompiendo sutilmente las distancias
entre ficción y ensayo, entre narración y meditación, para provocar e invitar
al lector a que participe también en esa máxima experiencia interactiva –más,
mucho más interactiva que los videojuegos- que resulta la lectura de un buen
libro.
Los
verdaderos protagonistas son aquí bibliotecas y librerías, estanterías,
armarios y cajas, repletas, llenas, abarrotadas de volúmenes de bolsillo o
encuadernados, en cuarto o en octavo, de anticuario o de rastrillo,
enciclopedias y mamotretos técnicos, primeras ediciones firmadas y deseadas,
fascículos y folletines, algunos firmados por plumas inmortales y maestras,
como las de Galdós o Rubén Darío, otros por nombres olvidados y menores, pero
quizá por ello más queridos y mimados como los del sicalíptico y libertario
Vargas Vila... Todos amados, acumulados,
sobados, leídos o no, conformando una vida hecha de infinitas vidas, un enorme
e insaciable vampiro de nuestras noches y nuestros días, una catedral de Sofía
bajo la que no nos importaría, ni a Jonathan Allen, ni a su personaje ni a
nosotros, aplastados bajo sus ruinas de papel morir un día.
En
un tiempo aciago y ciego como el que nos está tocando vivir, cuando el encierro
propicia la lectura pero ésta abandona los libros, emigrando infiel e inculta a
nubes virtuales que cualquier soplo de mal viento ha de llevarse un día, A los que leen, con sus fantasmas
metafóricos y literales, su estilo cuidado, ameno y erudito, sus emociones y
símbolos eternos, su amable discurrir que esconde sin embargo sutiles
corrientes de misterio y erotismo no demasiado ocultas —espejos,
maniquíes y espectros cotidianos llenan de unheimlich
unas páginas de otro modo transparentes pero en verdad sutilmente oscuras—, es
una delicia para quienes, espectros vestigiales de otro siglo, todavía leemos y leemos además esa cosa molesta y a menudo polvorienta,
que ocupa mucho más lugar que el saber, con la que se tropieza uno a todas
horas, que se cae de las estanterías cuando no debe y nunca se encuentra en
ellas cuando se busca, pero sin la que no podemos ni sabemos vivir: el
libro.
De Ediciones Idea:
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