GUSANOS DE LA FRONTERA - Rellenando agujeros en el Weird Western - Robert E. Howard, Bone Tomahawk, The Burrowers y el Mito de la Frontera (1ª Parte) | Jesús Palacios
Aviso: Este ensayo contiene spoilers.
-PRIMERA PARTE-
♦Geografía e Historia♦
I
Perdidos en la Frontera
La
Frontera americana era un mundo tan extenso como inmenso y desolado. Pocas
veces el cine del Oeste ha reflejado verazmente el hecho de que, a lo largo de
casi toda su historia, la mayoría de sus territorios estaban prácticamente
deshabitados, constituidos por páramos desérticos, montañas casi inaccesibles,
bosques impenetrables, pantanos traicioneros y llanuras desarboladas, cubiertos
de hielo y nieve en los duros inviernos y con infernales temperaturas de más de
cincuenta grados centígrados en los atorrantes veranos del desierto, donde ni
siquiera los nativos americanos se atrevían a establecerse, salvo lógicas
excepciones. Hasta la llegada del
ferrocarril, que conectaría el país de Costa a Costa, viajar de un punto a otro
de los Estados Unidos era una aventura tan arriesgada como lenta, imprevisible
y casi interminable. Los grandes movimientos migratorios hacia el Oeste,
las fiebres del oro de las décadas de 1840 y 1870, las expediciones de descubrimiento
como la de Lewis y Clark o los viajes de traficantes de pieles y Mountain Man a lo largo del Missouri,
son hazañas comparables en buena medida, por muy interesadas económica o
militarmente que fueran, a los primeros intentos por conquistar los Polos, la
búsqueda de las fuentes del Nilo, las embajadas comerciales de la Ruta de la
Seda o los viajes de los primeros descubridores y conquistadores españoles,
empresas todas, por supuesto, a las que no les faltaban motivos políticos y
económicos, precisamente.
Lewis & Clark por N. C. Wyeth |
Estamos
acostumbrados, sin embargo, a no medir en nuestra mente con las mismas
distancias cartográficas el universo del wéstern que el del cine y la
literatura de aventuras africanas, orientales, marítimas o polares. Despistados
por la rapidez con la que, por reglas generales, vemos llegar en las películas
las infinitas carretas de colonos a su destino soñado, los vaqueros y sus
manadas de ganado ―proverbial estampida incluida― a la gran ciudad o el rancho,
los buscadores de oro a sus minas y vetas o los soldados de caballería al campo
de batalla, nos parece que la Frontera
de los ahora conocidos como Estados Unidos de América es, por así decir, un
“simple” país, en lugar de, prácticamente, un continente con casi diez millones de kilómetros cuadrados, de extensión algo mayor que la de China,
mucho más grande aún si le sumamos, siquiera por motivos cinematográficos, la
de sus vecinos Méjico y Canadá. Obnubilados por la facilidad con que oímos
en los wésterns frases como “acabo de llegar de Kansas” a un cowboy que está en
Texas tomando un whisky o “mañana parto para New Orleans” a un tahúr jugando al
póker en un salón de San Diego, somos incapaces de apreciar que entre Kansas y
Texas o entre San Diego y New Orleans existían miles de kilómetros de desierto,
montes y llanuras sin fin deshabitadas, inhóspitas y agrestes, punteadas por
grupos de bandidos, poblados de indios hostiles, animales salvajes,
establecimientos mineros sin ley y ranchos solitarios, extendidos a lo largo de
millas y millas de absolutamente NADA. Mucho
peor que los nativos salvajes, que los desperados
y desertores, que los pumas, osos o coyotes, el gran enemigo del viajero en la
Frontera era la Soledad. El vacío, la noche completamente oscura y, por
supuesto, la posibilidad de quedarse sin agua y sin provisiones, de extraviar
las monturas, enfermar en mitad de la nada o encontrarse desamparado frente a
una tormenta, una nevada o un tornado, preocupaciones mucho más corrientes y
cotidianas que la de perder la cabellera o morir en un tiroteo. La enfermedad,
el hambre y la locura acechaban al hombre de la Frontera (y a la mujer, por
supuesto: recordemos la excelente Deuda
de honor / The Homesman (Tommy Lee
Jones, 2014), basada en una novela de Glendon Swarthout) en sus solitarias
odiseas por conquistar el Territorio.
Se
entienden mucho mejor así episodios trágicos como aquel del Paso de Donner, que
tanto disfrutaba Jack Torrance contando a su familia, o el hecho de que la
ética del Oeste impusiera la soga al ladrón de caballos, ya que la vida de un
hombre de las llanuras valía lo que valía su montura, verdadero centauro del
desierto. No es raro que muchos Mountain Man, Outlaws, desperados y
aventureros de la Frontera en general cedieran a las delicias del canibalismo
ocasional, como Levi Boone Helm, el Caníbal de Kentucky, o como John Jeremiah
“Come Hígados” Johnson (que inspirara al mucho más romántico Jeremiah Johnson
de Sydney Pollack), la pesadilla de los crow,
sin olvidar al no menos infame Alfred Packer, el Caníbal de Colorado. Los
tramperos y guías de montaña, los soldados destinados en lejanos puestos
fronterizos, los rancheros aislados y los buscadores de oro solitarios eran
fácil presa de la violencia, la brutalidad y el delirio, privados de más
contacto, en el mejor de los casos, que el de sus compañeros, familiares o
superiores en el mando, aislados de la civilización, a menudo sin ver otro ser
humano durante meses e incluso años, acosados y a veces asimilados por los
nativos, con los que tanto podían luchar implacablemente a muerte como
comerciar y convivir en relativa armonía, adquiriendo algunas de sus costumbres
(y no siempre las mejores).
Alfred Packer, el Caníbal de Colorado (Museo de cera de Denver, cerrado en 1981) |
Este
universo de distancias enormes, de más territorios vacíos que habitados, de
llanuras desoladas, bosques y montañas inhóspitos, con kilómetros y kilómetros
de las por algo así llamadas malas tierras (Badlands),
pocas veces aparece fielmente reflejado en el wéstern cinematográfico, más allá
de algunas tópicas y puntuales escenas de personajes perdidos en el desierto,
delirando bajo los aplastantes rayos de un sol de injusticia, abandonados a su
suerte. Pero esta es la verdadera
Frontera americana del siglo XIX, tan misteriosa, extraña e inhumana como las
junglas africanas que enloquecen al Coronel Kurtz, como las arenas del Sáhara
que se tragan a los personajes de Pierre Benoit o como las inmensidades árticas
donde encallan El Erebus y El Terror. Miles y miles de kilómetros con
paisajes que van de las gélidas orillas del Yukón, las selvas del Canadá y la
Columbia Británica, con sus glaciares y sus Grandes Lagos, hasta el Desierto
del Mojave y su Valle de la Muerte, que en verano alcanza los casi sesenta
grados centígrados de temperatura. De las soledades inmensas del Gran Cañón del
Colorado, con sus ciclópeas formaciones rocosas antediluvianas a la cadena
volcánica de Yellowstone, con su Caldera, el súper volcán más grande del
continente americano, todavía en activo, con sus géiseres, sus osos grizzli y
sus bisontes. De las Grandes Llanuras que atraviesan todo el país, de la
frontera con Méjico a la de Canadá, con sus áridas Badlands y sus majestuosos pero inhóspitos valles (escenario
natural en Dakota del Sur donde se rodaron las mejores escenas de Bailando con lobos / Dances with Wolves (Kevin Costner, 1990), según la novela de Michael
Blake, una de las pocas películas que refleja fielmente esta realidad
geográfica, sobre todo en su primera mitad), hasta los selváticos pantanos de
Luisiana y los manglares de los Everglades, antaño conocidos como el Cañaveral
de La Florida por los conquistadores españoles... ¿Quién sabe cuántas criaturas ignoradas por el hombre habitaban y
habitan todavía en la inmensidad de la Frontera americana? ¿Cuántas
civilizaciones y pueblos olvidados yacen bajo sus entrañas? ¿Qué peligros
acechaban al pionero y el cowboy, al trampero, el buscador de oro y el
ranchero, mucho, pero que mucho peores que el más salvaje de los salvajes
pieles rojas? ¿Qué seres podrían ser aquellos tan terribles como para que
los propios nativos les temieran, conjurándoles con nombres caídos ya en el
olvido, susurrados inaudibles en la noche de los tiempos?
II
La Frontera Hueca
La
idea de que gran parte del territorio de América del Norte está trufado por una
red de cavernas subterráneas conectadas (o no) entre sí, que forman parte (o
no) de la totalidad de esa Tierra Hueca imaginada por tantos y tan injustamente
(o no) desprestigiados científicos y teóricos de la paraciencia, relacionadas
(o no) con culturas ancestrales, nativas o foráneas e incluso de origen quizá
extraterrestre (o no), suena menos fantástica de lo que parece a la luz de la
realidad geográfica y geológica expuesta brevemente más arriba. Pese a lo
absurdas y descabelladas que hayan llegado a ser algunas de las hipótesis y
teorías al respecto, encabezando la lista las fantasías paranoides de Richard
S. Shaver, cuyo exotismo y delirio igualan cuando no superan la Weird Fiction más desatada, no faltan
hechos ni datos históricos y arqueológicos bien contrastados para nutrirlas.
Dos ejemplos del arte rupestre antediluviano supuestamente “descubierto” por Richard S. Shaver en las cuevas de Marion County (Arkansas). |
Tomemos,
por ejemplo, la Cultura de los Constructores de Montículos, que se extendió por
casi toda América del Norte, en un periodo de tiempo de unos cinco mil años,
aproximadamente entre el 3.500 antes de Cristo y el siglo XVI de nuestra era.
Una cultura o culturas caracterizadas por la construcción de altos montículos
de forma piramidal y cúspide truncada, similares hasta cierto punto a las
pirámides de América Central y del Sur, destinados tanto a usos religiosos y
funerarios como incluso residenciales. Desde las más antiguas en Luisiana hasta
las últimas a lo largo del río Ohio, la mayoría fundamentalmente alrededor de
los territorios del Mississippi, las
Culturas de los Montículos dejaron restos arqueológicos, petroglifos y
construcciones mucho más complejos de lo que colonos, exploradores y
científicos del siglo XIX estaban dispuestos a esperar de los primitivos
pobladores de la Frontera, incluyendo algunos tan espectaculares como los
Montículos de Cahokia en el actual St. Clair County (Illinois), por lo que se
les dieron explicaciones de un rango que abarca desde los orígenes bíblicos ―esas Tribus Perdidas de Israel que tanto gustan a los mormones― a los
teosóficos ―la Atlántida y Mu, sin ir más lejos, idea acariciada por el siempre
fantástico Lafcadio Hearn―, pasando por migraciones europeas prehistóricas
(vikingos), razas de gigantes o avanzadas civilizaciones africanas y negras, al
gusto de los delirios afrocéntricos de organizaciones religiosas como el Moorish Science Temple of America,
próximo a la Nation of Islam de
Wallace Fard Muhammad.
El Monks Mound o Montículo de los Monjes, en el Cahokia Mounds State Historic Site (Illinois) |
La
mayoría de historiadores y arqueólogos actuales están de acuerdo en reconocer
que estos montículos fueron obra de los primitivos pobladores de América,
grupos étnicos, a veces antepasados directos de posteriores naciones indias,
desaparecidos en su mayoría para cuando llegaron los blancos, si bien los
primeros conquistadores españoles, como Hernando de Soto, durante sus viajes por
el Sureste de los Estados Unidos, entre 1540 y 1542, encontró en su búsqueda de
El Dorado y las Siete Ciudades de Cíbola algunos pueblos de los
montículos todavía en activo, como el de la ciudad de Cofitachequi, en las
cercanías del actual Condado de Greene, en Georgia, gobernada por una mujer a
la que llamaron la Señora de Cofitachequi (y a la que tomaron como rehén). Por lo que permiten suponer las Crónicas de
Indias españolas y algunas narraciones de viajeros franceses, además de los
hallazgos arqueológicos, existió una notable y desarrollada civilización
indígena a lo largo del Sur del Mississippi y las zonas del Sureste de Estados
Unidos, como la actual Carolina del Sur que, al igual que las próximas al Golfo de
México, gracias a su clima tropical y más benigno, estaban mucho más densamente
pobladas que el resto del continente. La mayoría de estos reinos aborígenes
desaparecerían a causa de las enfermedades introducidas por los viajeros
europeos, además de por la absorción de otros grupos étnicos posteriores, aunque
para ser honestos, como ocurre en el caso de la civilización maya, no se sabe a
ciencia cierta la causa exacta de la caída de Cofitachequi en particular, ni de
la desaparición de la Cultura de los Constructores de Montículos en general.
Descubrimiento del Mississippi por el conquistador Hernando de Soto, pintura de William Henry Powell (Capitolio de Estados Unidos). |
A
los montículos del Mississippi, cuyos ejemplos más antiguos preceden a la
construcción de las pirámides de Egipto, hay que añadir el no menos enigmático
misterio de los anasazi, los indios pueblo de los españoles (cuyo nombre, en
realidad, es preferido por la mayoría de sus herederos actuales, pues anasazi es una palabra navajo que significa “antiguos
enemigos”) de quienes descienden los actuales hopi entre otros. Concentrados en el Suroeste de los Estados
Unidos, entre Utah, Arizona, Nuevo México y Colorado, los pueblo conocieron su
apogeo unos mil años antes de la llegada de los conquistadores, con una cultura
neolítica altamente desarrollada que se distinguió en la creación de complejos
urbanísticos excavados en la roca volcánica, encostrados bajo inmensos
salientes rocosos, concebidos como auténticas ciudades con centros
ceremoniales, palacios reales y muros defensivos, entre los que destaca el
de Mesa Verde, en Montezuma County (Colorado). Una civilización sofisticada,
con rasgos de cultos solares, conocimientos astronómicos, como demuestran
algunas construcciones de sus ciudades en Chaco Canyon (Nuevo México), que
posiblemente mantenía relaciones comerciales tanto con la Cultura de los
Montículos del Mississippi como con las de Méjico y Mesoamérica, y cuya
decadencia y desaparición ha dado también lugar a toda suerte de
especulaciones, racionales e irracionales. Repentinamente, entre los años 1275
y 1300 de nuestra era, poco antes de la llegada de los primeros blancos, los
Constructores de Pueblos abandonaron sus ciudades de piedra, dejando atrás
numerosos restos y enseres. Cuando los conquistadores se establecieron en buena
parte de estos territorios, se encontraron allí con sus descendientes, tribus
modernas del grupo lingüístico uto-azteca (que comparten desde los comanches y utes hasta los yaqui o
los tarahumara, por citar algunos a
uno y otro lado de la Frontera Sur estadounidense), como los hopi, zuñi, acoma o tewa, en guerra constante con los
belicosos navajos, a veces tan
difíciles de evangelizar y esclavizar como demostraría la famosa Revuelta
Pueblo de 1680, que expulsó a los españoles durante casi dos décadas de Río
Grande. Pero ¿por qué abandonaron los anasazi sus ciudades de piedra? ¿Por qué
dejaron que su cultura desapareciera prácticamente, disgregándose en tribus
aparentemente más salvajes y degradadas? Otro misterio, convertido en nuevo
terreno bien abonado para Expedientes X de todo tipo, ya que no para la
agricultura: según la mayoría de arqueólogos e historiadores, la
superpoblación, unida a varias sequías continuadas, obligó a los pueblo a dejar precipitadamente sus
centros urbanos, para convertirse en tribus del desierto o emigrar a otras
latitudes más benignas. Explicación que, por supuesto, no satisface a los
amantes del misterio.
Resulta
fascinante, en todo caso, que los pueblo
sean una de las varias naciones indias cuya mitología sitúa su origen en el
interior de la Tierra. Según sus tradiciones, existe en el Gran Cañón del
Colorado un sipapu o agujero sagrado,
similar al que excavan también en sus kiwa
(las habitaciones subterráneas dedicadas al culto en las casas de los pueblo), que conduce al mundo
subterráneo del que surgieron sus ancestros en tiempos prehistóricos quienes,
para delicia de Robert E. Howard, evolucionaron hacia el aspecto humano desde
su primigenia naturaleza reptil (reptiliana
dirían algunos). Quizá de ahí su querencia por las ciudades esculpidas en la
roca y por los habitáculos y templos en el subsuelo de sus viviendas. Otros pueblos nativos americanos que sitúan
sus orígenes míticos en las entrañas del planeta son los mandan de las Grandes Praderas y los iroqueses del Noreste, pero abundan todo tipo de leyendas al
respecto entre naciones que van de los apaches
a los inuit.
Cámara subterránea de origen desconocido en Upton (New England), construcciones que llamaron la atención del propio Lovecraft. |
Cada
cierto tiempo, surgen sabrosas noticias de dudosa naturaleza que confirman
estos mitos, bajo el disfraz del descubrimiento científico. El 5 de abril de
1909, The Phoenix Gazette publicaba
un artículo con el título de “Exploraciones en el Gran Cañón” en el que un
supuesto arqueólogo llamado G. E. Kincaid, afirmaba haber encontrado allí,
junto al resto de miembros de su expedición financiada por el
Smithsonian Institute, una inmensa cámara subterránea a más de 1480 pies de
profundidad (es decir, más de 450 metros), de la que partían docenas de túneles
como los radios de una rueda, repletos a su vez de incontables cámaras. En ellas,
siguiendo su narración, se hallaron instrumentos y armas de bronce, momias de
guerreros envueltas en telas confeccionadas con corteza vegetal, un altar
conteniendo una escultura parecida a un ídolo de Buda, tabletas de barro
grabadas con misteriosos jeroglíficos similares a los egipcios... Nada de lo
cual llegó a ser fotografiado o mostrado nunca en público. De la misma forma
que nadie ha sabido nunca quién era el
misterioso Kincaid, teniendo en cuenta que el Smithsonian Institute ha negado
rotundamente la existencia de tal expedición.
A
lo largo de 1933 y parte de 1934, el periódico Los Angeles Times siguió paso a paso las aventuras más o menos
subterráneas del ingeniero de minas G. Warren Shufelt, quien afirmaba haber
localizado bajo el suelo de Los Angeles, valiéndose de un artefacto de Rayos X
diseñado por él mismo, los restos de una ciudad perdida que, de acuerdo con las
revelaciones que le había hecho el Jefe Green Leaf (Hoja Verde) de los hopi en su “casa medicina” de Arizona,
habría estado habitada por la raza de los Hombres Lagarto, una civilización
extremadamente avanzada que adoraba al Lagarto como símbolo de la longevidad,
aunque no por ello fueran, necesariamente, reptilianos
ni reptiloides en su aspecto físico
(a diferencia de lo que ocurre en las leyendas originales de los pueblo, de las que evidentemente había
tomado prestados algunos motivos). Según
Shufelt, que llegó a trazar un mapa detallado de la laberíntica ciudad de los
lagartos, en su Cámara Principal se encontraban treinta y siete tabletas de oro
donde estaba registrada la historia entera de los antiguos mayas y el origen mismo de la raza humana. Eran los peores años
de la Gran Depresión, y Shufelt se las había apañado antes para convencer al
concejo municipal de que le permitiera llevar a cabo una excavación en la
ciudad, a fin de encontrar el legendario oro de los españoles, supuestamente
enterrado bajo la Colina de Fort Moore. Cuando esta búsqueda resultó
infructuosa, y viendo que el contrato municipal expiraba, el ingeniero salió al
paso con su fantástica historia de la Ciudad Perdida de los Hombres Lagarto,
que ocupó los titulares del Los Angeles
Times, el lunes 29 de enero de 1934, con una crónica firmada por Jean
Bosquet: “...la radiación de Rayos X ha revelado la localización de una de las
tres ciudades perdidas de la Costa del Pacífico, habiendo sido excavada esta
por el Pueblo Reptil después de la “gran catástrofe” que ocurrió hace 5000
años. Esta legendaria catástrofe adoptó la forma de una inmensa lengua de fuego
que `llegó desde el Suroeste, destruyendo toda vida a su paso´”. La historia
proseguía en la página cinco del diario, con los detalles ya apuntados y
acompañada por fotos de la prospección, el mapa de la laberíntica ciudad y una
ilustración reconstruyendo el supuesto aspecto de los hombres lagarto. ¡Qué tiempos de maravilla cuando las páginas
de un periódico de gran tirada podían parecer las de un número de Weird Tales o Amazing Stories! Por supuesto, la excavación terminó
bruscamente, las noticias sobre la ciudad perdida bajo Los Ángeles
desaparecieron de las primeras planas y Shufelt falleció en 1957 en el más
completo olvido, siendo enterrado en el Valhalla Memorial Park de Burbank. Del
Jefe Green Leaf, de nombre cristiano L. Macklin, nunca más se supo... si es que
alguna vez existió.
Página 5, Los Angeles Times del 5 de enero de 1934, con la noticia del hallazgo de la Ciudad Perdida de los Hombres Lagarto bajo el subsuelo de L. A. |
Excelente como siempre. Un apunte acerca de los grandes movimientos migratorios hacia el Oeste y la fiebre del oro de 1849. Tan es cierto lo que dices, acerca de la casi imposibilidad de llegar a California desde el Este, en esos tiempos, que el 90% de los buscadores de oro cruzaban en barco por ¡Panamá!, salvando el Itsmo por la vieja ruta de Chagres que iba de Portobelo a Panamá capital, la del oro, también, pero el del Perú. Ese tráfico motivo el primer interés de los USA en Panamá, y fruto de ello se construyo el ferrocarril transístsmico https://es.wikipedia.org/wiki/Ferrocarril_de_Panam%C3%A1 finalizdo en 1850 y pagado por dos compañías que cotizaban en Wall St.
ResponderEliminarMuchas gracias por tu comentario, muy interesante e iluminador.
EliminarGran aportación, Mr Palacios. No puede ser mas interesante ni se pudo contar con mejor lenguaje. Esas palabras que van surgiendo y encadenándose de manera sensual y sin pedantería a las que nos tienes acostumbrados.
ResponderEliminarAmérica tiene Historia, ancestral y misteriosa. Mejor trabajo sería para los americanos desenterrar y valorar su enorme pasado que fomentar la "incultura de la novedad y el prejuicio".
Gracias, Jesús Palacios
Muchas gracias por tus espero que merecidos elogios y ciertamente, es todo un campo por investigar y documentar por encima de prejuicios y tópicos.
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