Películas de culto y cultos de película: Recuperando un clásico olvidado del Folk Horror | Jesús Palacios
El ojo del diablo
(Eye of the Devil, 1966). G. B. 92 m.
B. y N. D.: J. Lee Thompson. G.: Robin Estridge, Dennis Murphy, Terry Southern
(sin acreditar), basado en la novela de Robin Estridge (con el pseudónimo de
Philip Loraine). I.: David
Niven, Deborah Kerr, Donald Pleasence, Sharon Tate, David Hemmings, Edward
Mulhare, Flora Robson.
I
Director
de culto… o no
La
historia del cine fantástico y de horror ―como la historia del cine en general― está llena de películas que se debaten entre el olvido casi absoluto y su
reificación en objetos de culto. Entre la injusta recepción de crítica y
público que sufrieran muchas en su momento y una recuperación póstuma que, con el paso del tiempo, las pone
en mejor y merecido lugar, gracias en buena parte a los aficionados al género.
Pero quizá pocas lo merezcan tanto como El
ojo del diablo de J. Lee Thompson. Sobre todo porque, pese a las apariencias,
todavía sigue siendo un título considerado “menor”, raramente recordado y
claramente incomprendido a menudo, cuando se
trata, sin duda, de una de las mejores muestras de thriller ocultista y Folk Horror de los años 60, a la altura de El hombre de mimbre (The Wicker Man. Robin Hardy, 1973), a
la que preludia oscuramente, y superior a muchos otros simpáticos pero más
intrascendentes ejemplos de terror satánico y esotérico de la misma era.
J. Lee Thompson |
Quizá el prejuicio crítico hacia esta exquisita pieza de culto (en el doble sentido del término), provenga en parte del ya existente hacia su director, el casi siempre brillante y siempre interesante J. Lee Thompson. Durante la primera parte de su carrera en Inglaterra, generalmente ignorada por muchos de quienes denigran su figura, contribuyó al establecimiento de un noir netamente británico con títulos como Crimen sin criminal (Murder Without Crime, 1950), Amenaza siniestra (The Yellow Balloon, 1953), Yield to the Night (1956), No Trees in the Street (1959) o La bahía del tigre (Tiger Bay, 1959), aparte de dirigir un puñado de comedias y melodramas varios. Tras establecerse en Hollywood, como muchos de sus compatriotas y contemporáneos, Lee Thompson se especializó por un tiempo en espectaculares superproducciones de aventuras nada desdeñables, como el clásico bélico Los cañones de Navarone (The Guns of Navarone, 1961) o el exótico epic maya Los reyes del sol (Kings of the Sun, 1963). Pero convertido en los últimos años de su larga carrera en asalariado de la Cannon, asociándose así a estrellas de los 80 odiadas por el cinéfilo tradicional como Charles Bronson o Chuck Norris, resulta fácil olvidar que su filmografía está trufada de joyas como El cabo del terror (Cape Fear, 1962), el thriller paranormal La reencarnación de Peter Proud (The Reincarnation of Peter Proud, 1975) o Cumpleaños mortal (Happy Birthday to Me, 1981), un slasher nada desdeñable. Que frecuentó géneros tan peculiares como el Weird Western, con títulos como El oro de Mackenna (Mackenna´s Gold, 1969) y El desafío del búfalo blanco (The White Buffalo, 1977), o que supo dar un muy digno final a la saga del Planeta de los Simios con sus dos últimas entregas: La rebelión de los simios (Conquest of the Planet of the Apes, 1972) y Batalla por el planeta de los simios (Battle for the Planet of the Apes, 1973). Si a ello sumamos que, precisamente, algunas de las mejores películas del Bronson superstar de la Cannon se deben a su mano ―Al filo de la medianoche (10 to Midnight, 1983), Justicia salvaje (The Evil That Men Do, 1984), La ley de Murphy (Murphy´s Law, 1986), Mensajero de la muerte (Messenger of Death, 1988)― o que supo elevar su exploit de Indiana Jones Las minas del rey Salomón (King Solomon´s Mines, 1985) a las alturas del puro slapstick sin complejos, no cabe, en definitiva, otra cosa que quitarse el sombrero ante un excelente profesional del cine comercial y de género, bajo todas sus formas y estilos. Algo que, precisamente, ha jugado en su contra, provocando el hecho profundamente injusto de que, salvo excepciones contadas, ni la crítica cinéfila tradicional y tradicionalista, ni los ejércitos de freaks, le hayan otorgado el dudoso honor de convertirse en “autor” o de contar con su total beneplácito. Probablemente, a él le diera igual. Y a mí también, porque si echo cuentas, es fácil que haya disfrutado con la filmografía de J. Lee Thompson tanto o más que con la de Stanley Kubrick, John Boorman, Terence Fisher o John Carpenter, por citar algunos de mis cineastas no menos favoritos. Sin embargo, puede que el hecho de acabar siendo dirigida por él, influyera también en el paso con más pena que gloria de El ojo del diablo no sólo por las salas tras su estreno, sino por la historia del cine de terror en general.
II
Película maldita... o no
Lo
curioso es que J. Lee Thompson no era el director designado originalmente para
esta producción de Martin Ransohoff ―quien pronto volvería a estrellarse con
otro título hoy reivindicado: la comedia No
hagan olas (Don´t Make Waves.
Alexander Mackendrick, 1967)―, ya que la película había pasado previamente por
las manos de otros dos realizadores británicos igualmente notables: Sidney J.
Furie y Michael Anderson, reemplazados finalmente por Lee Thompson cuando el
segundo cayera enfermo. El rodaje de El ojo del diablo estuvo marcado por la
mala suerte y siente uno la tentación de sumar este filme de horror a la lista,
siempre creciente, de cintas malditas: durante su filmación en Francia, la
estrella femenina contratada, Kim Novak, sufrió una aparatosa caída de caballo
(de uno de cuatro patas, no vayan a pensar mal), lesionándose seriamente la
espalda al fracturarse una vértebra, debiendo abandonar el rodaje a su pesar.
Sustituida por Deborah Kerr ―lo que al parecer provocó a su vez las iras de la
Novak―, hubo que repetir muchas de sus escenas ya rodadas, con la
consiguiente pérdida de tiempo y dinero. Por otro lado, esta sería también la primera
y gloriosa aparición de Sharon Tate en pantalla. Espléndida en su gélida y
rubia belleza casi sobrenatural, la futura esposa de Roman Polanski y víctima de
la Familia Manson, hacía su debut cinematográfico en una historia sobre cultos
paganos y sacrificios humanos, como si de un ominoso presagio de su triste
destino se tratara.
J. Lee Thompson dirigiendo a Sharon Tate |
Otro factor que posiblemente lastrara el merecido éxito de El ojo del diablo fue el planteamiento publicitario que acompañó
su estreno, especialmente en los Estados Unidos. Tanto el cartel como el
tráiler promocional, pese a todo su encanto, parecen anunciar uno de esos
divertidos ejemplos de cine satánico de pura exploitation, típicos de la época, al estilo de La no muerta (The Undead. Roger
Corman, 1957), El hotel del horror (The City of the Dead. John
Llewellyn Moxey, 1960), The Satanist
(Zoltan G. Spencer, 1968) o La hechicera
de la muerte (The Witchmaker. William
O. Brown, 1969), llenos de jovencitas sensuales en paños menores, aquelarres de
guardarropía con números de baile estilo Las Vegas y golpes de efecto más o
menos truculentos. Nada más lejos de la realidad. El ojo del diablo adaptaba una novela de suspense gótico de
Robin Estridge, autor de misterio hoy olvidado, que solía firmar con los
pseudónimos de Robin York y Philipe Loraine, Day
of the Arrow, publicada en 1964 y conocida además por los títulos de 13 (que en algún momento llegó a ser el de la película) y, por supuesto, The Eye
of the Devil, y quien participó en la elaboración de su guion, junto al
también novelista Terry Southern (aunque este último sin acreditar).
A
grandes rasgos y tratando de evitar revelar más de la cuenta ―si bien el “misterio”
resulta bastante obvio casi desde el principio, no siendo lo más importante― El ojo del diablo sigue el camino hacia
el martirio de un rico noble francés, Philippe de Montfaucon, quien, durante
una elegante soirée en su mansión
parisina, recibe recado de que se le exige volver a sus posesiones en el pueblo
de Bellenac, pues una prolongada sequía está poniendo en peligro sus viñedos y,
con ellos, la subsistencia de toda la villa. Sólo por el cambio de expresión en
el flemático y amable rostro aristocrático de David Niven suponemos ya que se
trata de algo más que un simple viaje de negocios, especialmente cuando este
insiste a su esposa Catherine (Deborah Kerr) para que no le acompañe,
permaneciendo en París con sus dos hijos.
Por supuesto, la preocupada dama no
le hace ningún caso, presentándose al día siguiente con su coche y los niños en
el castillo de Bellenac, ante la mirada poco amistosa de los adustos campesinos
y lugareños.
Instalada en el impresionante château
medieval, pronto se ve rodeada por una opresiva atmósfera de amenaza y
sospecha, a la que contribuyen la presencia de un severo sacerdote, el Padre
Dominic (siniestro Donald Pleasence), los secretos que parece guardar la Condesa
Estell (Flora Robson) y, por encima de
todo, las apariciones esporádicas, tan inquietantes como hechiceras, de dos
jóvenes huéspedes de belleza poco menos que sobrenatural: los hermanos
Christian y Odile de Caray, vestido el primero a la usanza medieval, portando siempre
arco y flechas, la segunda con un ajustado vestido-pantalón negro de una pieza,
perturbadoramente encarnados ambos por unos fascinantes y jóvenes David Hemmings
y Sharon Tate.
Sintiéndose cada vez más y más impotente ante la amenaza que
parece cernirse voluntariamente sobre su esposo, temerosa de estar siendo presa
de alucinaciones, al borde ―literalmente― del vacío, Catherine, con ayuda de un
buen amigo de la familia, Jean Claude (eficazmente interpretado por Edward
Mulhare, mucho antes de ponerse al servicio de Michael Knight y KITT), intentará descubrir el secreto de Bellenac
y frenar un terrible destino que parece aproximarse implacablemente, al mismo
tiempo que lo hace la celebración de las fiestas locales de primavera: Les Treize Jours.
III
Terror satánico... o no
Tanto
el ritmo, como el estilo y el tono de El
ojo del diablo prescinden casi por completo del sensacionalismo y la
truculencia de productos más característicos del género y de la época. De hecho,
aunque se mencionan tanto la brujería y el satanismo como la misa negra, el
culto que rige en Bellenac semeja más bien una suerte de sincretismo
cristiano-pagano, cuyos ritos de apariencia católica asumen sincréticamente las
creencias ancestrales de sus antepasados... Incluidos los sacrificios humanos. J. Lee Thompson dirige con elegancia y
propiedad, manteniendo un difícil equilibrio entre la sobriedad de un melodrama
gótico casi hitchcockiano, y ciertas
pinceladas psicodélicas que preludian el apogeo del cine satánico de finales de
los 60 y primeros 70. Los títulos de crédito, diseñados por el gran Maurice
Binder, vienen precedidos por un rápido montaje asociativo de imágenes
fragmentarias, al límite de lo subliminal, ensambladas provocadoramente, de
manera más sensorial y sinestésica que cronológica o racional, que anuncian ya
ominosamente los extraños sucesos que seguirán. Este tipo de secuencia se
repetirá después, esporádicamente, con la cualidad surrealista y violenta de
los alucinados cortometrajes de Kenneth Anger o Maya Deren concentrada en
apenas unos segundos.
Los propios créditos del filme, que siguen el viaje por
París de un barbado campesino de Bellenac hasta la mansión de los Montfaucon, son
de una inquietante sobriedad, sin música incidental alguna. De hecho, no
escucharemos música hasta penetrar en el hogar del aristócrata, donde un
arpista ejecuta una deliciosa pieza ante su elegante y selecto público.
En
términos generales, la atmósfera siniestra de la mayor parte de la película,
que tiene por escenario el castillo de Bellenac, es contenida y hasta parsimoniosa,
como si el complot que se desenvuelve en torno a Deborah Kerr caminara a la par
que las procesiones de los Trece Días. Hay
suspense y amenaza en la sombra, pero no sobresaltos o sustos fáciles. En
definitiva, se trata también y sobre todo de una intriga gótica, con todos sus
ingredientes: la dama en peligro, víctima de una conspiración, encerrada en
un imponente castillo plagado de pasillos y escaleras de piedra centenaria, con
salones ocultos donde se reúnen figuras encubiertas y secretos subterráneos que
conectan con el exterior, próximo tanto a esos viñedos exangües que esperan ser
regados con el vivificante zumo rojo que los haga madurar, como al bosque
pagano, umbrío y misterioso, donde ha de desarrollarse el acto final del rito
milenario, frecuentado por misteriosas siluetas encapuchadas, silenciosas e
inexorables, y donde se encuentra también el centenario y granítico mausoleo de
los Montfaucon, una de las claves del secreto familiar.
No faltan el cuadro enigmático,
el clima de fanatismo religioso (impresionante la escena de la “misa negra”, en
todo prácticamente indistinguible de una misa católica), ni los conspiradores
que proyectan su torva luz de gas sobre la protagonista, haciéndola dudar de su
propia cordura. Están, pues, todos y cada uno de los elementos que componen la
gran tradición del romance gótico desde los tiempos de Ann Radcliffe y Clara
Reeve hasta los de Daphne Du Maurier, Anya Seton o Victoria Holt, pasando por
Wilkie Collins, Mary Elizabeth Braddon o Le Fanu, subrayados por una tenebrista
fotografía en blanco y negro, con resabios netamente noir, de Erwin Hillier, pero también con una interesante novedad ya
que aquí, en realidad, la verdadera víctima es Philippe, un hombre, y no su
“desvalida” esposa.
En
contraste con este desarrollo y escenario oscuramente góticos, que alcanzan su
clímax en la laberíntica escapada de la protagonista por las entrañas del
castillo donde ha sido previsora (e inútilmente) encerrada,
se manifiesta su peculiar pero evidente carácter de Folk Horror a través de una intriga que sucede, mayormente, a
plena luz del sol ―lo solar rige el destino de los Montfaucon―, donde el
paisaje exterior tiene también singular importancia, desde el bosque hasta los
terrenos circundantes, con los breves pero intensos planos que el director
dedica a los rostros severos, trabajados por el sol y la lluvia, de los
campesinos, así como del resto de austeros habitantes del pueblo.
La
ceremonia religiosa que culmina con la entronización del descendiente de los
Montfaucon, las apariciones de los doce encapuchados en mitad del bosque, los
desfiles de los celebrantes, con sus estandartes y enseñas y, finalmente, la
procesión que lleva al “Rey de la Primavera”, el “rey que debe morir”, a su
destino, acompañada por el crescendo de la exquisita música compuesta por el
músico de jazz Gary McFarland, que tan poco se prodigara en el cine, constituyen
momentos de belleza deslumbrante a pleno sol, que en nada se asemejan a los
delirantes aquelarres psicodélicos y pop, característicos de la exploitation, sino que poseen toda la
dignidad, pompa y boato de algún intimidante rito religioso ancestral. A ello
se suma uno de los elementos más destacables del filme: la presencia de los
literalmente hechiceros hermanos de Carey. Él, David Hemmings, una especie de
silencioso efebo en calzas y jubón, suerte de macabro Cupido que ha de sellar
con su flecha la unión entre lo humano y lo divino. Ella, Sharon Tate, una
auténtica bruja atemporal a la vez que de aires típicamente sixties, una hierática Lilith rubia,
despiadada y sensual, cuyo intento de asesinar a Catherine dará lugar a uno de
los momentos cumbre del filme, netamente bizarre,
cuando como castigo por ello reciba, sin perder la sonrisa, una buena tanda de
latigazos propinados por un iracundo David Niven, a los que no parece oponer
tampoco demasiada resistencia. Una delicatesen sadiana nada fuera de lugar en todo un melodrama gótico moderno,
con castillo incluido.
Por
supuesto, como habrá comprobado ya el lector, el reparto de El ojo del diablo no es tampoco,
precisamente, el de una Serie B al uso, lo que supone un anticipo de películas
posteriores como La semilla del diablo
(Rosemary´s Baby. Roman Polanski,
1968), que contribuirían a romper las rígidas fronteras del género de terror,
hasta poco antes apartado de las grandes estrellas y salas de estreno. El siempre apropiado, augusto y convincente
David Niven se ve acompañado por una Deborah Kerr que viene a repetir en cierta
medida, sin mayor esfuerzo y con idéntica elegancia e intensidad, su angustiado
personaje en Suspense (The Innocents. Jack Clayton, 1961),
además de por los ya citados Flora Robson, Donald Pleasence ―ese clérigo
malvado―, David Hemmings, Sharon Tate y Edward Mulhare, a quienes se suman el
siempre agradecido John Le Mesurier (como el no menos sospechoso Dr. Monnet,
médico del pueblo), e incluso los niños Suky Appleby, como la pequeña Antoinette
de Montfaucon, y Robert Duncan, especialmente inquietante como su hermanito,
primogénito y futuro cabeza de familia en la línea de sucesión.
IV
Folk Horror... ¿o no?
No
sólo la dirección de J. Lee Thompson y el trabajo de todo el departamento
técnico-artístico exceden lo esperable en una discreta producción de terror,
sino que el tratamiento de los elementos mágicos y antropológicos resulta también
notablemente sobrio y riguroso para lo acostumbrado. Adelantándose en varios años a El
hombre de mimbre, la fuente de inspiración directa para su argumento la
encontramos, por supuesto, en La rama
dorada de James George Frazer, donde en numerosas ocasiones se
describen los festivales de primavera característicos de muchas regiones de
Europa, entre ellas la campiña francesa, que recrean bajo el disfraz del
carnaval y la fiesta popular o incluso religiosa, el antiguo rito sacrificial
ofrecido al dios de las cosechas, encarnado en la figura de un Rey de la Primavera,
real o impostado, cuya sangre se derrama simbólicamente, para asegurar el buen
curso de la recogida. Pocas cosas son dejadas al azar, ya sea por el autor de
la novela original... o por Alex Sanders, en aquel entonces Sumo Sacerdote de
la Wicca (al menos, de una de sus ramas, derivada de la creada originalmente por
su maestro Gerald Gardner), quien fuera contratado como asesor para contribuir
al rigor en la recreación de las ceremonias y elementos mágicos paganos del filme.
Alex Sanders |
Incluso el nombre del pueblo donde se hallan el castillo y propiedades de los Montfaucon, Bellenac, posee clara inspiración etimológica en Belenos (también Belenus o Belinus, entre otros nombres), divinidad solar de la mitología celta, bien conocida por los lectores de Astérix y los bebedores de cerveza artesanal asturiana, adorada como “El dios resplandeciente” ―como resplandecen los hermanos de Caray bajo sus dorados cabellos―, asociada a los caballos y celebrada el mes de mayo, en la festividad de Beltane, uno de cuyos principales santuarios se encontraba en la región de Borgoña (cuyo producto principal es, por supuesto, el vino). Aspectos todos muy acordes con la figura de David Niven, dueño y señor de los viñedos de Bellenac, cuando vestido de camisa blanca impoluta se dirige cabalgando, lenta y dignamente, hacia su destino final: encarnar al dios viviente, siquiera por un breve instante.
Resulta
a todas luces comprensible, visto todo lo anterior, que El ojo del demonio no fuera justamente apreciada en su momento. En
Estados Unidos, apenas si se vio en algún programa doble, mientras que, casi me
atrevería a decir lógicamente, en Europa sería mejor acogida, sin duda gracias a su estilo netamente euro y british, heredero de títulos como La noche del demonio (Night
of the Demon. Jacques
Tourneur, 1957), Arde, bruja, arde (Night of the Eagle. Sidney Hayers, 1962)
o incluso Sangre y rosas (Et mourir de plaisir. Roger
Vadim, 1960), con los que guarda más de un paralelismo, tanto temático como
formal y estilístico. Pese a que la compañía fuera estadounidense, técnica y
artísticamente, al igual que ocurre con otros filmes producidos por Martin Ransohoff
como el citado No hagan olas o El baile de los vampiros (The Fearless Vampire Killers. R. Polanski,
1967), es una película estrictamente inglesa. Precisamente por ello es difícil de entender que a día de hoy se
trate de un título que, si por un lado es indiscutiblemente de culto, por otro
sigue siendo poco valorado en numerosos estudios sobre el cine de horror
británico, así como en las escasas recensiones sobre el mismo que circulan
por Internet, con algunas excepciones. Resulta incluso extraño que, en plena
fiebre del Folk Horror, sean pocos quienes le dedican algún análisis extenso en
los más recientes ensayos sobre el tema, y que Mark Gatiss no lo mencione como
parte del ciclo “clásico” del género compuesto por El inquisidor (Witchfinder General. Michael Reeves, 1968), La
garra de Satán (The Blood on Satan´s Claw,
1971) y El hombre de mimbre cuando,
en mi opinión, El ojo del diablo
tendría motivos más que sobrados para ser admitido como socio de pleno derecho
en el club del Folk Horror, muy por delante del filme de Michael Reeves, cuya
conexión con el tema me ha parecido siempre tangencial. Quizás influya en este arbitrario olvido el que su acción se desarrolle
en la campiña de Francia y no en el ámbito rural inglés, motivo quizá de peso
para el omnipresente e incluso a veces inconsciente chauvinismo británico.
Debo reconocer que yo mismo obvié lamentablemente la película en mi libro Folk Horror: Lo ancestral en el cine fantástico (Hermenaute/Semana de Cine Fantástico de San Sebastián), debido
tanto a su engañoso título como al equívoco de que aparezca catalogado a menudo
como un filme de satanismo en lugar de un thriller
ocultista sobre supervivencias paganas rurales, por tanto, mucho más cercano al
Folk Horror que a la brujería o la magia negra satánica, amén de antecedente
directo de El hombre de mimbre.
Aprovecho la ocasión para corregir este (im)perdonable olvido, recomendando a
todos aquellos interesados en esta corriente del fantástico, impregnada de
creencias paganas ancestrales y motivos mágicos y antropológicos, esta
verdadera obra maestra del género, a la par con el mítico filme de Robin Hardy.
Teniendo
en cuenta las patéticas flaquezas de recientes aportaciones al revival del Folk
Horror en el que andamos relativamente sumergidos ―Midsommar, El faro o Gretel y Hansel, por ejemplo―, resulta
mucho más gratificante escarbar en las oscuras raíces del género para
tropezarte con auténticas maravillas enterradas como El ojo del diablo, que seguir los pasos de quienes intentan hoy
desesperadamente impostar un sentimiento atávico y místico que, en realidad,
poco o nada tiene que ver con su sensibilidad millennial (que no milenarista)
ni con sus capacidades artísticas, como demuestran sus pobres resultados.
P.
D.: Gracias especiales a Chus Parrado y José Luis Yubero, quienes fueron los
primeros en hablarme de esta película hace tiempo.
Me encanta ésta peli de siempre!!la tengo grabada en vhs de un pase del canal tcm a las tantas!!en versión original a pelo.Una peli a reivindicar mucho más.
ResponderEliminarGracias por el comentario. Desde luego, es todo un clásico a recuperar y recordad (no sé si se está repitiendo la respuesta, porque hemos tenido algún problemilla con el blog. Si es así, disculpa).
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