NO HAY MÁS QUE UNA | JESÚS PALACIOS


LA PIEDAD. España, 2022. D.: Eduardo Casanova. G.: Eduardo Casanova. I.: Manel Llunell, Ángela Molina, Macarena Gómez, Antonio Durán Morris, Ana Polvorosa, María León.


I

Sin piedad


a historia del mejor cine español se hace hoy como se ha hecho toda la vida: a base de películas malditas. De cineastas francotiradores incomprendidos, condenados a los márgenes y apartados, a veces brutalmente, en otras ocasiones con más sutileza e hipócritas buenas maneras, para que no molesten. No se libra nadie que pretenda construir una obra realmente personal, que desafíe o, simplemente, prescinda de las convenciones sociales, morales, e incluso estéticas, formales y narrativas vigentes en cada momento.

 

En un tiempo ya lejano fueron las imposiciones de la censura eclesiástica y política, marcadas por el nacionalcatolicismo oficial, mojigato, puritano y represor del franquismo, que se relajó algo en su última etapa, aunque sobre todo de cara al exterior (las dobles versiones y el cine de festivales). Durante la Transición, después de un breve periodo de libertad que para muchos fue de libertinaje al que poner coto urgentemente —ya se sabe para quienes—, los nuevos modos democráticos, más civilizados, impusieron nuevas modalidades de censura también más civilizadas: el ostracismo, la falta de apoyo institucional (indispensable con una política de subvención cultural oficial), el vacío mediático y, cuando era necesario, también algo de la vieja represión de toda la vida (secuestro de revistas incluido).

 

Las nuevas libertades democráticas siempre son acogidas con alegría por sus enemigos naturales, que aprovechan la coyuntura para manifestarse públicamente contra películas y obras que atentan contra sus creencias o ideologías esencialmente antidemocráticas. Pero precisamente eso es la tolerancia: tolerar las opiniones contrarias y las cosas que nos disgustan, mientras todo se lleve a cabo de forma digamos equitativa, respetuosa y pacífica: tiene usted derecho a estrenar su película ofendiendo mis creencias y yo a manifestarme con mis correligionarios a la puerta del cine contra ella. Pero NINGUNO de los dos tiene el derecho de prohibir al otro que haga lo propio. O así debería ser.




Nadie puede negar que sin Franco, vivimos mejor —bueno, alguno lo negará, porque como el Veterano, esta afirmación es cosa de hombres muy hombres e ibéricos, apoyados en la barra del bar—. Otra cosa es que se haga mejor cine. Por desgracia, como bien sabían Berlanga, Azcona, Saura, Fernán Gómez y hasta el mismo Buñuel, en una dictadura rigurosa como la franquista, no solo la censura obligaba a exprimirse el cerebro y la imaginación para colarle goles al régimen, con resultados artísticos rayando o superando la excelencia, sino que el propio régimen, molesto para casi todo el mundo, incluyendo, andado el tiempo, para muchos de sus partidarios, permite consciente o accidentalmente ciertos alivios a sus rigores, con la hipocresía propia de cualquier totalitarismo, gracias también a la progresiva corrupción de sus instituciones. Presiones exteriores e interiores propiciaron que el tardofranquismo hiciera aguas por muchas grietas y agujeros, dejando correr a menudo corrientes de oposición y crítica insospechadas, que pasaban desapercibidas o con las que se hacía la vista gorda para evitar males mayores.

 

Una vela para el diablo (1973), un gol a la censura tardofranquista

Se me vienen a las mientes películas tan sorprendentes como La cólera del viento (1970), escrita por Manuel Marinero, Mario Cecchi Gori y su director Mario Camus, que disfrazaba de spaghetti western una denuncia del caciquismo en la Valencia rural de principios del siglo XX, incluyendo en sus diálogos discursos enteros del anarquista Buenaventura Durruti, sin que nadie pareciera darse cuenta; o Una vela para el diablo (1973), del recientemente fallecido Eugenio Martín, escrita en colaboración con Antonio Fos, donde el thriller y el terror servían de vehículo a una exposición nada tímida de los males de la represión sexual en la España profunda, producto del catolicismo más ultramontano y carpetovetónico. Travestidos como productos comerciales de género popular, que lo son, marcaban sendos tantos a la censura. Mientras, por otro lado, el régimen se complacía desde hacia ya una década en enviar a los festivales de cine más prestigiosos películas de autores como Bardem, Berlanga, Buñuel o Saura, reconocidamente contrarios al propio régimen, que a veces no llegaban siquiera a estrenarse después en las pantallas españolas, salvo con sendos cortes, múltiples problemas y retrasos, pero que daban de cara al exterior una imagen de la España franquista mucho más benigna y liberal de la realidad que tras ella se escondía.    

 

Sin embargo, sería erróneo creer que esto a la mayor parte de la población le importaba demasiado. Ayer, como hoy, la mayoría del público español se sentía satisfecha con lo que del cine de Hollywood llegaba, que no era poco, y con el producto nacional bruto, en la doble acepción del término: las películas musicales y folclóricas, los melodramas costumbristas, las historias patrióticas y sobre todo las comedias, familiares unas y más o menos sicalípticas otras, según el tiempo y las autoridades lo permitieran. Géneros ibéricos de tomo y lomo que siempre, de alguna forma misteriosa, viven y sobreviven en nuestro país, aunque hoy, hemos de reconocer, se ven obligados a su vez a disfrazarse a menudo como productos más o menos pretenciosos o, por el contrario, a triunfar al margen de crítica, festivales y premios de prestigio.

 

Esta reflexión un tanto extemporánea y más extensa de lo que deseaba, sirve simplemente para acotar nuestro terreno: el de un cine que, emparedado entre las exigencias de la industria y las del arte, entre el mal gusto popular y el populismo pretencioso, entre el ostracismo del público y la censura abierta o encubierta del estado, se queda huérfano, perdido en el limbo, cuando no es denostado directamente, condenado a ser redescubierto años después para convertirse en genuino cine de culto.

 

Entonces, cuando sus creadores han desaparecido, son viejitos venerables e inofensivos o su cine ha renunciado por completo a su original personalidad y estilo, es cuando les llega el reconocimiento. O sea, como reza el muy español refrán: tarde, mal y nunca. Es un cine de excepciones que confirman la más sangrante regla de la mediocridad generalizada de nuestra cinematografía (sálvese quien pueda, que haberlos haylos, ojo, y bastantes). Un cine de individualidades a salto de mata que, a la larga, conforma su propia errática tradición. Cine verdaderamente contracultural, porque se hace esforzadamente en contra de nuestra más profunda y acérrima tradición cultural (y aunque a veces lo subvencione el estado, pronto arrepentido de su error). A contracorriente y underground, voluntaria o involuntariamente.  

 

Viridiana (1961), lo que el franquismo mandaba a Cannes

Testimonio de esta larga cadena de afortunados extravíos mayormente incomprendidos en su momento y algunos todavía ahora, son títulos como La torre de los siete jorobados (1944) de Neville, Vida en sombras (1949) de Lorenzo Llobet Gracia, Viridiana (1961) de Buñuel, El extraño viaje (1964) de Fernando Fernán Gómez, La caza (1966) y Cría cuervos (1976) de Carlos Saura, El bosque del lobo (1970) de Pedro Olea, Parranda (1970) de Gonzalo Suárez, Mi querida señorita (1972) de Jaime de Armiñán, Tamaño natural (1974) de Berlanga, Bilbao (1978) y Caniche (1979) de Bigas Luna, Gulliver (1977) de Alfonso Ungría o Arrebato (1979) de Iván Zulueta. Que cada cual, por supuesto, añada las que guste a su propio —precisamente— gusto e inclinación. Nótese que no es necesariamente la ausencia de temas, géneros o motivos netamente españoles lo que las convierte en singulares, al tiempo que en excelentes películas. El genio y el talento está también en hacer de lo local algo universal y no a la inversa: no hay temas “paletos”, hay directores “paletos”.

 

La muerte de Franco y del franquismo no supuso, pese a los lógicos aires de libertad y a la inmediata fiesta nacional, que la situación cambiara demasiado, al menos en ese sentido. Aunque quienes vivimos en nuestras carnes jóvenes y adolescentes la Transición con sus movidas y su Movida gustáramos entonces de pensar lo contrario, los que saludaban con entusiasmo las primeras películas de Bigas Luna, la locura arrebatada de Zulueta, al primer, mejor y para mí único Almodóvar (nacido en 1978 y muerto en 1989), sorpresas como Tras el cristal (1986) y El niño de la luna (1989) del llorado Agustí Villaronga, El placer de matar (1988) y Chatarra (1991) de Félix Rotaeta, Fanny Pelopaja (1984) de Vicente Aranda, las dos partes de El crack (1981-1983) de Garci o extrañas anomalías como El sueño del mono loco (1989) de Trueba y El río de oro (1986) de Jaime Chávarri (anomalías en el cine español y en las propias filmografías de sus directores), no éramos, de hecho, nada más que cuatro monos locos —y locas— mal contados. Una pandilla relativamente heterogénea de listillos, enamorados de la moda juvenil, de los maniquís, de los neones, de la Serie B, de Jesús Franco, del cine negro, la ciencia ficción y de nosotros mismos, convencidos de que el futuro ya estaba aquí y de que con escribir, firmar y publicar un tan entusiasta como ingenuo “Manifiesto del cine moderno” en La Luna de Madrid, pues todo arreglado. Y sí, claro, el futuro estaba allí. Y allí se quedó. O pasó de largo, vaya usted a saber.

 

Arrebato (1979), Zulueta inventando el cine moderno español

En retrospectiva, el número de películas españolas formal, ideológica y narrativamente arriesgadas de los años ochenta es muy inferior al grueso de la producción. Lo que es más grave: permaneció ajeno tanto al cine de autor oficial como al comercial. El primero, bajo la vigilante mirada de la gran hermana Miró, había de rendir cuentas siempre de los grandes clásicos de la literatura española con vigencia democrática y progresista, o bien de tramas e historias realistas con igual vocación social. El segundo, seguía tirando a trancas y barrancas de comedia, melodrama, sentimentalidad y costumbrismo. Sin duda, Almodóvar fue todo un fenómeno sociológico. Pero el problema es que siempre fue más eso que un director con éxito real entre público y crítica e influencia visible entre sus colegas cineastas, al menos hasta que empezó a domesticarse, conquistando a todos con sus populares comedias femeninas, más costumbristas, esperpénticas y netamente mesetarias que modernas o posmodernas.

 

¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984) y Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988) le valieron a Almodóvar la aceptación que las meadas de Alaska, las canciones con McNamara, las monjas de Bengala de Prévert, los asesinatos a lo giallo de Matador (1986) y los apasionados polvos entre Antonio Banderas y Eusebio Poncela no le habían conquistado. Pero también señalaron el próximo final de su energía revulsiva, su frescura (en las varias acepciones de la palabra) y vocación transgresora, que brillaría aún a retazos sueltos en ¡Átame! (1989), Tacones lejanos (1991), Kika (1993) o La flor de mi secreto (1995), para desaparecer definitivamente a mediados de los noventa, al servicio de madres, hijas, melodramas deshinchados, flojos intentos de cine de género (quiero decir del género thriller, que como está la cosa todo hay que explicarlo) y automoribundias varias que a quienes crecimos al calor de sus brillantes y coloristas mariconadas nos iban dejando progresivamente patidifusos y desconcertados.

 

Almodóvar y Macnamara, cómo hemos cambiado...

Pero lo dicho: si Almodóvar solo accedió al podio de la popularidad y la crítica tras dejar el cine masaje por el cine con mensaje, y gracias también a que franceses y estadounidenses reconocieron su genio (que lo tuvo, al menos en mi opinión) mucho antes que sus propios compatriotas —¡anda que no tardó en oler un Goya!—, los demás citados y algún que otro despistado, apenas salieron de los entonces cines Alphaville, los cinestudios, festivales y horarios más intempestivos y extraños.

 

Tras el cristal (1986), y con cuatro gatos en el cine

Cuando cometíamos el crimen de ver Tras el cristal, Fanny Pelopaja o Bilbao en una sala comercial, raramente solía ser en compañía de otros. El acto impío tenía siempre lugar en oscura soledad masturbatoria o con el selecto acompañamiento de unos más bien escasos amigos de confianza. Arrebato tuvo algo más de suerte en su reestreno de los 80, pues los más enterados de la Movida ya habían entendido que venía a ser algo así como la piedra fundacional de su iglesia. Al menos, cuando en ella se adoraba a David Bowie, Peter Pan, Lovecraft, William Burroughs, John Waters, Lou Reed, Jean Genet o Kenneth Anger y no se había cogido aún el nefasto camino a Soria que, tapizado de toros, folclóricas, culebrones, son cubano y cha-cha-chá devolvería las ovejas descarriadas al redil nacional, trayendo tranquilidad a los hogares familiares de hombres y mujeres de buena voluntad, tanto centristas o moderadamente derechosos como socialdemócratas, que durante unos pocos pero oscuros años, entre 1977 y 1984, más o menos, no habían podido apenas pegar ojo, aterrorizados por la ola de libertinaje, mariconeo, alcohol, drogas y rock´n roll que había invadido la Península Ibérica, intentando vanamente desiberizarla.

 

Llegaba la calma tras la tormenta: podías llevar a tu madre a ver las películas de Almodóvar, los punks de antaño cantaban tangos, iban a los toros y a la ópera y los “modernos” descubrían sus raíces profundas en la copla, el flamenco o el son, cambiaban la guitarra eléctrica por la acústica o la española, y se convencían (ellos, que no nosotros) de que Lola Flores era la Aretha Franklin nacional. ¡Olé! Fue el siempre tan temido y temible retorno de lo reprimido: el “GRL” (“Gen Recesivo Latino”), que acaba de raíz con todo intento de modernidad cosmopolita español. Pero de ese invento hablaremos —o no— en otra ocasión. Lejos de mí frivolizar con algo tan trágico como la muerte prematura de muchos de los grandes y pequeños personajes de la Movida madrileña y nacional, con varios de los cuales tuve cierta relación personal, pero tengo la impresión de que algunos no murieron precisamente (o solo) de sobredosis de caballo ni de cirrosis alcohólica, sino del soponcio, viendo y oyendo lo que se nos venía encima.

 

En fin, tras los noventa, que son los ochenta de otra generación a la que no pertenezco y me pillaron ya un tanto resabiado —la del indie pop y el cine indie, el MDMA, el grunge, el bakalao y así—, estamos aquí y ahora, en pleno siglo XXI y nuevo milenio, repitiendo no solo la historia, sino, como diría Marx, convirtiéndola en parodia. Porque dan ganas de tomarse a broma que la que posiblemente sea una de las mejores películas españolas no solo del año pasado, sino de las últimas décadas, se esté convirtiendo de facto en otra obra maldita, extrañamente marginada y ninguneada. Eso sí: por el cada vez más sofisticado, tortuoso y disimulado sistema de alabarla, lisonjear a su muy entrevistable director… Y hacerla desaparecer de las pantallas tras distribuir el menor número de copias posible, condenarla en los Goya solo a categorías técnicas y artísticas, publicar algunas “crípticas” tan abstractas e incomprensibles, que en lugar de animar a verla desaniman al más pintado y excluyéndola de todas o casi todas las muy inclusivas listas de mejores películas españolas del año. Me refiero, por supuesto, a La piedad de Eduardo Casanova.

 

 

II

Mater Tenebrarum

 

“—Han hecho algunos estudios, según he leído
 en revistas de psicoanálisis. No se necesita a un hombre.
 Quiero decir, que dos madres es algo absolutamente correcto.
—¿De veras? Porque siempre he pensado
que muy poca gente sobrevive a una sola madre.”

Manhattan (Woody Allen, 1979)

 

La maternidad es para mí un misterio. No lo digo metafóricamente. Reconozco que, en mi caso, La piedad tenía ya parte del trabajo hecho de antemano, porque todo lo que concierne tanto fisiológica y biológicamente como psicológicamente al proceso de la procreación humana me resulta literalmente terrorífico. Desde el primer punto de vista, embarazo y parto son para mí puro body horror, de un tipo que ni siquiera Cronenberg ha podido superar en toda su filmografía.

 

Cromosoma 3 (The Brood, 1979), el milagro de la maternidad según Cronenberg

Encuentro más tolerable la forma en que Samantha Eggar trae al mundo a sus pequeños engendros vengativos en Cromosoma-3 (The Brood, 1979) que el verdadero parto, tanto natural como asistido. Todo lo que atañe a embarazo, alumbramiento, crianza y maternidad (o paternidad) durante los primeros meses de vida del bebé, me parece una macabra broma cósmica, de una naturaleza más perversa que la de cualquiera de las criaturas que pueblan las pesadillas de Lovecraft o Clive Barker. Una sala de partos es, para mí, un cruce entre el infierno de los cenobitas y el camarote de la Nostromo donde almuerza la tripulación de Alien (Ridley Scott, 1979), justo instantes antes de que John Hurt “de a luz” al pequeño xenomorfo.

 

 Alien (1979), parto prematuro... o no

Dicho queda. Se que no es del todo “normal”. Muchos estaréis pensando que debería ir a un psicólogo. Puede ser. Por desgracia, escribiendo de cine no se gana suficiente para pagar un buen terapeuta, así que seguiré aplicando mi solución casera: ver películas de terror sobre madres e hijos como si fueran documentales y viceversa. Y, por supuesto, abstenerme de traer ningún bebé al mundo.

 

Casanova dirigiendo el parto de Ángela Molina

Eso es, precisamente, lo que debería haber hecho Libertad, inmensurable Ángela Molina, madre de Mateo en La piedad de Eduardo Casanova: no tener un hijo. Porque es obvio que sus motivos para traer una nueva vida al mundo son simple y llanamente egoístas: llenar su propia existencia con la de su criatura. Un ser totalmente dependiente, absolutamente subsumido, dominado, fatal y finalmente consumido por un amor materno que solo quiere ser imprescindible para su hijo, tanto como este lo es para ella. Objeto único, alfa y omega que dote de sentido a su realidad. Si todo hubiera marchado como es debido, es decir, si Mateo hubiera sido un chico sano, habría podido vivir siempre (in)felizmente bajo la férula materna, hasta la muerte de Libertad, siguiendo el orden aparentemente natural de las cosas, para no recuperar nunca la suya después, perseguido sin duda eternamente por la proyección fantasmática de su dominante madre. ¿Habría momificado y disecado Mateo a Libertad como Norman Bates a su mamá? No es improbable.

 


Pero Mateo tiene cáncer. Un cáncer que puede ser mortal y que, en cualquier caso, exige un tratamiento continuado y unos cuidados especiales que Libertad no puede darle. Ese será el detonante de una pesadilla que convierte a Mateo en prisionero no tanto física como mentalmente, no tanto involuntario como abducido, incapaz de liberarse a sí mismo de una Libertad que le ha sido paradójicamente impuesta (como a todos) por una decisión, la de sus padres en general y la de su madre en particular, en la que, por supuesto, nunca tuvo arte ni parte. Nadie la tiene. Contado así, podría ser el argumento de un telefilme de sobremesa. Lo tiene todo: divorcio traumático, padre ausente que busca inútilmente redimirse, enfermedad casi terminal, asistente social empática, intentos de suicidio varios, Síndrome de Munchausen por poderes… Pero la mirada de Eduardo Casanova es otra.

 

Casanova ha decidido asumir la tradición kitsch de un queer cinema que ya no se lleva. Que, de hecho, nunca se ha llevado mucho, pero ahora menos. Si ahora quieres ser un director LGTBI+ respetado, lo suyo es rodar pequeñas e íntimas, sensibles y bien educadas dramedias agridulces en torno a salidas del armario, romances gay adolescentes u otoñales o enfrentamientos familiares en torno a salidas del armario y romances gay adolescentes u otoñales. Otra opción es contar pequeñas e íntimas, sensibles y bien educas tragedias sobre abusos sexuales, acoso escolar, prostitución gay o crímenes homófobos. Otra, puede ser liarse la manta a la cabeza e intentar una comedia loca, loca, loca con drag queens, humor estilo Los Morancos y petardeo modernoide, pero desde que Albacete y Menkes se jubilaron y Almodóvar casi es crucificado (again) por Los amantes pasajeros (2013), esta no resulta muy recomendable. La que absolutamente nadie elige es, precisamente, la que Casanova ha llevado en La piedad no hasta el exceso —porque de eso ya se trata: del exceso—, sino hasta su propio universo personal, entre la fantasía, el horror, la sátira y el puro delirio.

 

La piedad es un disfrute y una agresión constante a los sentidos. Su narrativa deviene grotesca y esperpéntica, pero evitando el feísmo relativo y relativista con el que jugara para Pieles (2017), sustituyéndolo por una agresiva sobredosis de color, una planificación todavía más exquisitamente geométrica y depurada estilísticamente, que ataca directamente la sensibilidad del espectador, provocando su reacción más extrema: o rechazas de plano su mundo artificial y artificioso, o te dejas arrastrar al interior de su vorágine de colores pastel, escenas musicales kawai, composiciones de plano precisas y simétricas y simbolismos religiosos tan sutiles como un elefante (rosa) en una cristalería (Tiffany), que violentan los códigos del género de terror al tiempo y a la vez que los del melodrama, travistiendo los unos en los otros en perverso juego de opuestos que se complementan.

 


Pero el nombre del juego no es, precisamente, sutileza ni sobriedad. La piedad, desde su título y el nombre de su protagonista femenina hasta sus escenas oníricas con ecos de body horror pero también de musical de Jacques Demy, sus vomitonas, insinuaciones incestuosas, ramalazos de psychothriller, imágenes religiosas y diálogos de soap opera, se declara heredera, consciente e inconscientemente, del cine de John Waters, los hermanos Kuchar, James Bidgood, el Fassbinder más gótico, Derek Jarman, la iconografía de Pierre & Gilles o los primeros Todd Haynes y Baz Luhrman, con ecos de Harmony Korine, Larry Clark y Gregg Araki, amén, por supuesto, del primer Almodóvar y hasta del Villaronga de los inicios. Pero reconvertido todo a su propio imaginario, que bebe además del terror moderno, la vieja Nueva Carne, la conspiranoia, el manga, la fotografía de moda, la ciencia ficción y el comix underground.

 

La virgen y el niño (2009) por Pierre & Gilles

Sin detrimento de su carácter bastardo, metagenérico y fantástico, la película de Casanova es también y sobre todo un ejercicio de sátira contemporánea, especialmente cuando, para sorpresa del espectador sin avisar (cosa poco menos que imposible ya a estas alturas), establece un diálogo en apariencia absurdo con la dictadura de Corea del Norte, tanto a través de la estética violentamente kitsch de los melodramas patrióticos del cine juche, como de su inesperada subtrama sobre una familia perseguida, torturada y masacrada por el régimen norcoreano.

 

Aquí, el atrevimiento de Casanova es también claro triunfo de su capacidad para expresarse en el lenguaje más puramente visual y cinematográfico, ya que toda la trágica historia en clave de sangriento y lacrimógeno culebrón asiático está dialogada en coreano sin subtítulos y, por supuesto, sin necesidad de ellos. La intención alegórica es obvia, pero no por ello menos certera. El matriarcado familiar es una dictadura totalitaria en todo similar a la dictadura patriarcal del estado totalitario norcoreano: ambas por amor, al hijo una, a su pueblo la otra, explotan, controlan, dominan y abusan de sus respectivas víctimas, sin sentirse culpables, justificando a través de la impostura de su falso altruismo una finalidad absolutamente manipuladora, despótica y arbitraria.

 


Una vez más, a Casanova no le interesa la sutilidad o la ambigüedad: en una escena reveladora, vemos a Libertad pintando de rosa el teléfono de su casa totalmente rosa, tal y como las calles y edificios de Pyonyang no son más que falsos escenarios monumentales, construidos como vacío decorado tranquilizador para el pueblo norcoreano, pero tras cuyas paredes ocurren los peores horrores. Libertad y Kim Jong-il son ambos aventajados alumnos del Mago de Oz: pequeños monstruos que se muestran convertidos en sublimes figuras de poder y autoridad a través de la lente deformante de una falsa realidad manipulada, simulacro impostado para adormecer, dominar y amansar a sus amadas víctimas, sin las cuales no tendrían razón alguna para existir. La piedad se muestra equidistante de la sátira camp al estilo de Female Trouble (John Waters, 1974) y de la sátira política y distópica de La naranja mecánica (Stanley Kubrick, 1971), ambas más próximas entre sí de lo que parece, a través del universal idioma del pop art contemporáneo.

 


Casanova no da puntada sin hilo. No hay nada dejado al azar. Es literalmente una película de tesis, como toda sátira, pero su discurso es puramente cinematográfico, audiovisual, cargado y recargado con todo el potencial sensual, erótico, onírico y revulsivo del que es capaz el lenguaje del cine, con especial hincapié en un diseño de producción orgánico, inseparable de su diégesis narrativa y del concepto autoral de su director. Se apoya también, por supuesto, en un reparto donde nadie sobra y todos cumplen la doble labor de encarnar personajes con sentido y vida propia, a la vez que símbolos, arquetipos psicológicos universales.

 


Destacan, claro, el sufrido protagonista, Manel Llunell, al mismo tiempo patética víctima e inquietante prisionero (in)voluntario, sufriendo un Síndrome de Estocolmo del que a cualquiera le sería difícil evadirse —secuestrado por el amor materno—, y, sobre todo, una inmensa Ángela Molina, representación perversamente ingenua, entre la inocente locura posesiva y el amor incondicional más tortuoso y vampírico, que lejos de resultar una malvada bruja de guardarropía se erige como personaje complejo, lleno de matices y dimensiones humanas que lo hacen perfectamente creíble dentro del exceso, victimaria al tiempo que víctima de sí misma. No podemos ni queremos olvidar tampoco a la musa del fantástico nacional del siglo XXI, Macarena Gómez, cuyo algo más que cameo sirve a Casanova para mostrar incisivamente otra irónica variante de maternidad posesiva, inconscientemente sádica e irresponsable.

 


La piedad es una mirada despiadada a los secretos que la maternidad esconde. Casanova desarrolla la mitología siniestra de la “gran madre gay” trasladándola a un territorio de su propia invención, distante pero no demasiado distinto en el fondo al de Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960), Las novias de Drácula (The Brides of Dracula. Terence Fisher, 1960), la extraña Jaula sin techo (The Baby, 1973) de Ted Post, Sonámbulos (Sleepwalkers. Mick Garris, 1992) o, desde luego, El mensajero del miedo (The Manchurian Candidate. John Frankenheimer, 1962), donde hacen ya pareja la Corea comunista y la madre dominante del protagonista, inolvidable Angela Lansbury, prefigurando sorprendentemente su película.

 


El mensajero del miedo (The Manchurian Candidate, 1962),
Corea del Norte, paranoia y amor de madre

Aunque el consenso científico actual es que la tendencia homosexual en el niño precede a la influencia de los padres y, de hecho, la influye y afecta moldeándola, para bien o (más generalmente y por desgracia) para mal, la relación del hijo gay con la madre dominante, que Freud describe en sus pioneros Tres ensayos sobre la teoría de la sexualidad (1905), sigue siendo foco de traumas, tortuosos vínculos afectivos y complejas negociaciones de poder emocional, erótico y sentimental dentro de la complicada economía de las relaciones familiares. El tópico del padre ausente y la madre dominante ha llegado a tópico porque, precisamente, viene avalado en buena medida por la propia realidad. Poco importa —es un decir— que sea el comportamiento homosexual del niño uno de los motivos o el motivo que provoque, precisamente, la ausencia del padre y la dominación de la madre, en lugar de que ocurra, como ahora sabemos, a la inversa. El resultado final puede ser en muchas ocasiones, como en La piedad, una historia de terror.

 

Es perfectamente comprensible que ni desde el punto de vista formal, ni desde el argumental, la película de Casanova pueda ni deba gustar a todo el mundo. Si así fuera, diría poco en su favor. Pero otra cosa es que quien se anunciara como uno de los grandes descubrimientos del “nuevo cine español” del siglo XXI, unánimemente alabado por la crítica tanto “viejuna” como supuestamente indi y contracultural por Pieles, vea su hasta ahora mejor película poco menos que marginada en las pantallas de estreno, desterrada de las listas de “mejores del año” y arteramente nominada en los Goya tan solo a muy merecidas categorías artístico-técnicas, pero apartada de aquellas principales a mejor película, director, guion y actores. Y me temo que ello no es, querido Eduardo, culpa de Vox ni de conspiración alguna, sino de la idiosincrasia ibérica más profunda, misteriosamente compartida en su esencia original y seminal por una gran mayoría del público, por la propia intelligentsia y por la autoproclamada contracultura nacional.

 

 

III

El día de la Madre

 


Me satisface decir que siendo La piedad una de las cintas finalistas en la sección oficial a concurso del Festival de Cine Fantástico de Canarias Isla Calavera de San Cristóbal de La Laguna (Tenerife), y formando quien esto suscribe parte del Jurado, decidimos todos sus miembros conceder a Casanova el premio a mejor director. Y cerca estuvo también de recibir el de mejor película. Hubo prácticamente consenso al respecto. La mayor parte del Jurado estaba ingenuamente convencida de que se trataría de una de las triunfadoras del cine español durante el año que entonces estaba a punto de comenzar (el festival se celebró en noviembre de 2022). Yo no lo veía tan claro.

 

En primer lugar porque, paradójicamente, en España ni a la intelligentsia ni a los friquis les gustan las mariconadas coloristas y extravagantes, los excesos estéticos, la frivolidad aplicada a los temas serios ni tomarse la frivolidad en serio. Durante muchos años, lo peor que un crítico español podía decir de una película es que era “esteticista”, ¡cómo si eso fuera malo!

 

John Waters solo empezó a gustar cuando su por otro lado espléndido manifiesto camp contra la gordofobia, Hairspray (1988), tuvo éxito internacional, gracias también a su estilo y reparto más convencionales. De Todd Haynes se prefiere siempre su mediocre Lejos del cielo (Far from Heaven, 2002) a la muy superior Velvet Goldmine (1998), Baz Luhrman fue crucificado por Romeo y Julieta de William Shakespeare (Romeo + Juliet, 1996), mientras Paul Morrissey, Matthew Bright o Anna Biller siguen siendo cineastas ignotos e ignorados. Almodóvar alcanzó reconocimiento solo al tiempo que perdía humor, extravagancia y exceso. Una rareza estimable como Cuernos de espuma (Shampoo Horns. Manuel Toledano, 1998) pasó sin pena ni gloria, y Villaronga recibió parabienes por Pan negro (2010), no por Tras el cristal o El niño de la luna, esta última un sonado fracaso. Así que, la verdad, sabiendo que en cierto modo La piedad competía con Mantícora, la sosa, descolorida, supuestamente bressoniana —para los que no entienden ni aguantan a Bresson— y mucho más correcta en todos los sentidos película de Carlos Vermut, me daba a mí que la explosión de color, música, sangre, vómito, kitsch y humor negro de Casanova llevaba las de perder.

 


Pero sobre todo, claro, por un escollo fundamental. El muro contra el que sin duda se ha estrellado: la Gran Madre que con el mismo o mayor celo posesivo, totalitario y obsesivo que su Ángela Molina se ha apoderado de las pantallas grandes y pequeñas, llenándolas de sentidos dramas, melodramas, comedias y hasta películas de todos los géneros populares y comerciales posibles e imposibles sobre la maternidad. Sobre las relaciones difíciles pero entrañables, profundas y siempre finalmente positivas entre madres e hijas, madres e hijos, madres y padres, madres y madres, además de las historias de incontables madres coraje que luchan heroicamente contra monstruos, psicópatas, maltratadores, fantasmas y demonios, metafóricos o literales. Madres de la posguerra, madres de países exóticos y depauperados, madres del espacio exterior, madres superheroínas —¿no lo son todas?— a tiempo parcial pero siempre madres todo el tiempo. Madres con poderes paranormales —¿no los tienen todas?—, que se sacrifican por sus hijos, los rescatan de la muerte, de la enfermedad, aquí y ahora o en el más allá. Madres solteras, divorciadas, lesbianas, compasivas, rurales o urbanas. Madres superiores y superioras. Nunca, desde los tiempos del catolicismo mariano más exacerbado, se había visto un culto tan ubicuo, omnipresente, compartido y seguido por todos y por todas, hacia la Maternidad. Sacrosanta, intocable y venerable Maternidad, cuanto más aparentemente laica más profundamente irracional, fanática y supersticiosa.

 


Y de repente, va este maricón y muestra lo que nadie quiere ver: el Lado Oscuro de la Maternidad. Hay quienes se hacen componendas para no cargar abiertamente contra la película y su director, no sea que les tomen por homófobos (que a lo mejor lo son más de lo que creen, pero chitón). Se parapetan todos y todas en la etiqueta de “maternidad tóxica”, que tiene aroma a término millennial y parece quitarle hierro al asunto. Con la boca ancha se alaban sus excelencias técnicas, su particular estética, lo “bonita” y al tiempo “perturbadora” que es, se le reconocen discretamente sus méritos y su atrevimiento, pero con la pequeña, la de las anónimas redes sociales, se descalifica al director por frívolo, exagerado, excéntrico y aprovechado. Se le reprocha que hace sus películas con subvención, como si Carlos Vermut, Carla Simón, Sorogoyen, Laia Costa o Santiago Segura no las recibieran también.

 

Como de cine ya no se sabe hablar y a duras penas escribir, se critica cómo viste Casanova en los Goya (otra vez la homofobia latente y no tan latente de muchos que se creen tolerantes... y encima no son conscientes de que hablar de los vestidos de una gala es cosa de chicas). Se critica lo que dice en las entrevistas (cosa sorprendente, porque yo lo encuentro casi siempre bastante comedido), y hasta se critica que sus películas las haga “de espaldas al público”, intentando quizás hacernos creer que Mantícora o la cosa esa de los melocotones en el campo serán las películas favoritas del español medio en 2023 (pregunten por la calle, pregunten…).

 

Es decir, se busca disimuladamente cómo marginar y olvidar rápidamente La piedad, corriendo un turbio velo sobre ella, sin confesar que lo que no ha gustado realmente es que, en mitad de la histeria religiosa del Milenio de la Mujer y el nuevo culto a la Diosa Madre, la película muestra sin pudor y articula coherentemente un discurso que ataca la maternidad irresponsable, las raíces patológicas de las interacciones familiares más morbosas y la naturaleza perniciosa del amor materno, cuando se convierte en compensación de un vacío devorador que tiene como único objeto y objetivo en el mundo dar a luz una criatura que sea suya, que sea una extensión de sí. Una forma de inmortalidad viciada y viciosa, siempre a costa de privar de libertad al propio vástago (y vástago tiene origen etimológico en el latín bastum: palo, garrote), asfixiándolo de amor.

 

Aunque está de moda decir que “si duele no es amor”, hay que presuponer que el amor de madre, por principio, nunca duele. Es siempre puro. Nadie es tan desinteresado como una madre, capaz de hacer y darlo todo por sus hijos. Por supuesto: ahí está la madre alien. Pero La piedad nos recuerda, con estilo extravagante y excesivo, personal al tiempo que voluntariamente sumergido en la larga tradición de cierto incómodo queer cinema, que Hécate también existe, y todos somos sus hijos.

 

Hécate viste de rosa


Lo venimos diciendo a menudo desde aquí: son malos tiempos para la sátira. Y La piedad es esencialmente una sátira. Que los bárbaros de Vox no la entiendan, irritados ante su desprecio por los valores morales de ayer y de siempre, es normal, esperable y deseable. Que otros nuevos bárbaros arremetan más o menos disimuladamente contra ella y su director transitando según creen por la izquierda del sendero, defendiendo supuestos valores éticos nuevos, liberales y progresistas, es síntoma de los desvaríos de un siglo XXI que aún no encuentra el balance, el equilibrio, entre el deseo de una perfecta utopía democrática y su deslizarse hacia la realización de una no menos perfecta distopía totalitaria.

 

Cuando se pierde la capacidad de apreciar la ironía, la reflexión crítica, el humor negro y la imaginación, se confunden las partes con el todo y se malinterpreta maliciosamente lo que la ignorancia no puede ni quiere entender. Aunque resulte lamentable, vivimos un tiempo en el que hay que explicar el arte: La piedad no es una ataque a la mujer, a las madres o a la maternidad en general ni porque sí. Es una fábula fantástica y grotesca sobre una maternidad enfermiza, más extendida de lo que nos gusta reconocer. Maternidad irresponsable, egoísta y vampírica. Reflexiona sobre una época que sigue animando a traer nuevas vidas al mundo como si el acto de procrear fuera la solución a nuestros problemas de autoestima, desamor, soledad o pobreza espiritual, en lugar de un nuevo problema que sumar a ellos. Casanova, al menos a la luz de sus entrevistas, es un hombre sumamente civilizado, razonable, inteligente, moderado y lleno de sentido común, con la inmensa suerte para nosotros de expresarse a través de un cine salvaje, irracional, excesivo y lleno de locura e imágenes oníricas extremas. Combinación que pocas veces gusta en este país.

 


No pasa nada. La piedad es ya más que firme candidata a película maldita y de culto del cine español, condición excelsa que compartirá con muchos de los títulos citados al comienzo de este texto (y algún otro), como El extraño viaje, Tamaño natural, Cría cuervos, Arrebato, El niño de la luna, Perdita Durango (Álex de la Iglesia, 1997) o La pistola de mi hermano (Ray Loriga, 1997), que no fueron comprendidos en su día y, en realidad, tampoco lo son ahora, aunque algunos se vean reivindicados y otros no. Para llevar tan poco tiempo en la escena habitualmente aburrida, sórdida y empobrecida estética, formal e ideológicamente de nuestro cine, no está nada, pero que nada mal.

 

Sonámbulos (Sleepwalkers, 1992)

Jesús Palacios 😈
 

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