PELÍCULAS QUE HOY NADIE PODRÍA O QUERRÍA HACER… (Y ALGUNOS NI SIQUIERA VER) - PRIMERA ENTREGA | JESÚS PALACIOS


Comenzamos aquí una nueva sección ni fija ni continuada, salvo cuando nos dé la gana, donde analizaremos películas de esas que tanto nos gustan y que en el siglo XXI no solo no se podrían ni querrían hacer, sino que están en el límite de lo permisible y permitido, a salvo muchas veces de la cancelación solo porque, por fortuna, nadie las ve ni quiere verlas. Desde aquí nos divertiremos reivindicándolas y redescubriéndolas para nuevas y viejas generaciones de cinéfagos piratas, inconformistas, tocagüevos y agotados de esperar el fin. 



EL ARTE PERDIDO DE LA COMEDIA SEXUAL

Notas en torno a Cómo matar a la propia esposala comedia negra, el matriarcado americano y el arte de la historieta 


CÓMO MATAR A LA PROPIA ESPOSA (How to Murder Your Wife). EE.UU., 1965 D.: Richard Quine. G.: George Axelrod. I.: Jack Lemmon, Virna Lisi, Terry-Thomas, Eddie Mayehoff, Claire Trevor. 


👉 Cuidado, este artículo contiene spoilers.


1ª Parte

Sobre matriarcado, patriarcado, misoginia y otras hierbas venenosas


De entre las muchas películas que hoy no solo sería imposible rodar, sino cuyo simple visionado puede provocar ahora más de un ataque de nervios en las sensibilidades de los hijos, hijas e hijes del nuevo milenio, además de una recogida de firmas para su cancelación, ninguna tiene tantos boletos para ello como la comedia de Richard Quine y George Axelrod, Cómo matar a la propia esposa. 


Prácticamente todo en esta deliciosa variación satírica del tema eterno de la guerra de los sexos, desde el minuto cero, cuando la voz en off de Terry-Thomas nos informa de que espera que nuestras esposas hayan huido a la cocina —“que es donde deben estar”— nada más ver su título, hasta su paradójico y romántico final feliz, sería fácilmente malinterpretado y convertido en discurso a favor de la violencia machista y del odio hacia la mujer. 


En Cómo matar a la propia esposa se juega explícitamente con los roles tradicionales de hombres y mujeres en el contexto de la sociedad estadounidense de mediados de los años sesenta, más parecida de facto a la de los cincuenta que al propio periodo final de la década prodigiosa, especialmente a partir del mítico 1968. Una época caracterizada por el modelo femenino representado por Doris Day en la gran pantalla y por Lucille Ball en la pequeña. Mujeres decididas a “liberarse” a través, precisamente, de las “cadenas” del matrimonio, para así controlar ferozmente el ámbito familiar y doméstico, convertido en su reino. 


I Love Lucy… ¿La familia perfecta o el matriarcado americano? 

Desde el punto de vista estrictamente feminista, no son sino mujeres alienadas, víctimas de un patriarcado sistémico que las convierte en parte del mismo. Sostén del poder masculino tradicional al que apoyan de forma cómplice, conformándose con sus “sobras” (el dominio de la casa, los hijos y la economía doméstica), mientras el hombre ejerce su imperio en todas las demás áreas de importancia social, económica, cultural y política. No seré yo quien lo niegue. 


Pero igualmente cierto es que para muchos y muchas artistas, intelectuales, escritores y pensadores estadounidenses —y de otras latitudes, evidenciando cada vez más la influencia de la sociedad yanqui en sus modas, modos, modales y modelos de vida—, lo que existía era un auténtico matriarcado americano “en la sombra” que explotaba más o menos sutilmente al varón (domado, claro), encargado de llevar el dinero y la comida a casa, ausente de la misma durante ocho o más horas dedicadas exclusivamente al trabajo, sometido después a un régimen cuasi totalitario, perfectamente organizado por su esposa, de vacaciones, fines de semana, cenas y comidas con los amigos, mantenimiento del automóvil (más bien automóviles), compras en grandes almacenes, chapuzas caseras y celebraciones de aniversario programadas. 


En este “hogar, dulce hogar” prevalecían valores morales, religiosos y culturales que, producto si se quiere del patriarcado, eran sostenidos gozosamente en su beneficio por las propias matriarcas americanas. Valores ejemplificados por las soap operas televisivas, las revistas femeninas, las canciones de los crooners y las novelas románticas de bolsillo, que constituían lo que Betty Friedan denominó, no sin motivo, “la mística femenina” (o mística de la feminidad). Una mística construida a través del ideal capitalista del american way of life, donde los papeles de la mujer y el hombre estarían perfectamente definidos, diferenciados y adjudicados.


Betty Friedan, rebelde con causa

Contra este estado de las cosas se rebelarían la revolución sexual de la Contracultura y el feminismo de la segunda ola, con la propia Betty Friedan y su libro La mística de la feminidad (Cátedra, 2016), a la cabeza, seguida por figuras tan distintas y distintivas como las de Germaine Greer, Gloria Steinem o, algo más tarde, Camille Paglia, unidas todas, sin embargo, por su rechazo del modelo de “ama de casa perfecta”, parodiado cruel e inteligentemente por Ira Levin en su seminal Las poseídas de Stepford (1972), y encarnado idealmente por la angelical, rubia y pizpireta Doris Day. 


Pero contra ese estado de las cosas también se rebelaban otros y otras que consideraban que no se trataba tanto del triunfo del patriarcado como del de un oculto y sinuoso matriarcado, perfectamente conforme y acorde con el primero. En realidad, un contubernio más allá y más acá de etiquetas o roles de género, para mantener el statu quo, con la célula familiar como sostén de una sociedad de consumo, supuestamente liberal y democrática, pero totalmente jerarquizada, estratificada, clasista, ordenada y consolidada en torno a los valores capitalistas, consumistas, puritanos, mercantilistas y utilitarios de los Padres Fundadores. 


Autores como Sinclair Lewis, Vladimir Nabokov, Sloan Wilson, John Cheever, Charles Webb, Norman Mailer, Kurt Vonnegut, Richard Yates, Esther Vilar, el etólogo Stephen Baker, Grace Metalious, Jerzy Kosinski, Angela Carter o Thomas Berger, entre muchos otros y siguiendo caminos, estilos y géneros bien distintos, plantearon sátiras, dramas e incluso tragedias, ensayos polémicos y obras de fantasía o ciencia ficción distópica que atacaban y cuestionaban directamente el american way of life, comprendiendo a menudo en su crítica el matriarcado estadounidense como una de sus causas y efectos, sin por ello dejar de atacar también a ese “hombre del traje gris” en el que se había convertido el varón medio estadounidense y, por extensión, occidental. 


Gregory Peck como la versión mejorada de El hombre del traje gris (The Man in the Gray Flannel Suit, 1956)


Un individuo desindividuado, obsesionado por el éxito en los negocios, la competitividad, las riquezas materiales, el ascenso social, la normalidad y la vida familiar, tan sólo para convertirse a menudo en un fracasado, emasculado emocionalmente, depresivo y deprimente, sojuzgado dentro y fuera de su ámbito familiar, demarcado habitualmente por el escenario del suburbio, con su corolario de hipocresía vecinal, alienación y mediocridad generalizada, cuando no el de la gran ciudad con todo su ruido y furia urbanos.      


Incidentalmente, añadamos que algunos de estos autores y autoras están hoy en las listas de los más odiados y buscados para su cancelación, como es el caso de Nabokov con su Lolita (1955); Norman Mailer, crucificado ya en su día por las feministas, entre otras cosas por su novela Un sueño americano (1965); Kurt Vonnegut, por el lenguaje obsceno y el anti-americanismo de Matadero cinco (1969); Esther Vilar, cuyo libro El varón domado (1971) ha desaparecido de Amazon Books sin ninguna explicación; Stephen Baker, recordado por el éxito de How to Live with a Neurotic Dog (1960) pero olvidado por el éxito de How to Live with a Neurotic Wife (1970), o Thomas Berger, cuya novela distópica Regiment of Women (1973) ha sido a menudo equívocamente tildada de anti-feminista. 


Esther Vilar, no busques sus libros en Amazon

Esta larga introducción era quizá injusta pero muy necesaria para reubicar Cómo matar a la propia esposa dentro de una tradición satírica que, más allá de su aparente misoginia desatada, esconde una ácida, inteligente y lúcida disección de ese matriarcado estadounidense imbricado y perfectamente encajado en el patriarcado, así como, sobre todo, en el genuino “estilo de vida americano”, al que pone contra las cuerdas con toda la ironía, humor negro e ingenio de los que era capaz su guionista, George Axelrod.



Para aquellos que no lo conozcan, aquí va, a grandes rasgos, el argumento de la película: Stanley Ford (Jack Lemmon) es el soltero ideal o, mejor dicho, el ideal del soltero encarnado. Dibujante y guionista de las aventuras de Bash Brannigan, una tira de cómic para prensa de enorme éxito, publicada en cientos de periódicos entre Maine y Honolulu, vive en una lujosa mansión, prácticamente un oasis de tranquilidad, lujo y buen gusto, en mitad de Nueva York. Atendido milimétricamente por Charles (Terry-Thomas), su mayordomo, ayuda de cámara, confidente y amigo, disfruta de una dieta sana, un peso equilibrado, ejercicio diario en su exclusivo club masculino y ejercicio nocturno en su dormitorio con toda variedad de atractivas féminas (incluidas las novias de sus amigos). 



¿El secreto del éxito de su personaje?: Bash Brannigan, agente secreto, no hace nunca nada que su creador no sea capaz de hacer en la vida real. Stanley escenifica cuidadosamente la acción de sus viñetas con actores, encarnando él mismo a Brannigan, mientras Charles fotografía todo plano a plano, en una serie de imágenes que servirán después para crear el episodio diario. ¿El secreto de su éxito como triunfador?: Stanley Ford defiende gloriosa y encarnizadamente su soltería. 


Sin embargo, una aciaga noche, en la que había de ser, precisamente, despedida de soltero de su viejo amigo Tobey Rawlins (Max Showalter) —que los amigos celebran cual si de un funeral se tratara—, mientras este anuncia que su prometida acaba de dejarle y la triste fiesta se convierte en bacanal, Stanley, completamente ebrio, queda hechizado por los ojos de la chica contratada para alegrar la velada, saliendo de una tarta, tal y como está prescrito en estas ocasiones. 



A la mañana siguiente, el dibujante se despierta en su propia cama, junto a la explosiva Virna Lisi, para descubrir que está… ¡casado con ella! Una belleza italiana que no habla una palabra de inglés, para regocijo de su amigo, abogado y asesor legal, el a su vez infelizmente casado Harold Lampson (Eddie Mayehoff), quien le explica alegremente que para divorciarse, si ella no está dispuesta (y no, no lo está), necesita al menos un motivo razonable.


La Señora Ford (nunca conoceremos su nombre de soltera), insaciable en la cama, dispuesta también a conquistar a su marido por el estómago con pantagruélicas comidas y grasientas recetas italianas llenas de pasta, salsas, salchichas y mantequilla, inmediatamente convertida en amiga íntima de la esposa de Harold, Edna (Claire Trevor), insufrible paradigma de la maruja americana que tiene hábil y malignamente sojuzgado a su patético esposo, es más, mucho más de lo que Charles puede soportar. Tras un intento desesperado por poner de acuerdo a esposa y mayordomo, coronado por un soufflé que se desinfla y un torrente de lágrimas, Stanley se resigna a verse abandonado por su viejo y servicial amigo. 



Lo que viene a continuación es una divertida, cruel e implacable caída en el aburguesamiento, la monotonía, los quilos de más, el insomnio y el estrés, en la que asistimos a cómo el poco antes atlético playboy se convierte en barrigudo, frustrado y gruñón esposo, inepto para las labores de la casa, atrapado en desastrosas veladas con su abogado y la esposa de este. 


Todo ello, siguiendo la máxima de que Bash Brannigan no hace nada que él mismo no pueda hacer, lleva a Stanley a convertir su tira de acción, intriga y espionaje en una serie cómica familiar: Los Brannigans, donde vuelca las situaciones ridículas, chapuceras y patéticas en las que se ve envuelto desde su matrimonio, hecho ahora todo un “calzonazos”. 



El éxito es arrollador. Desde los obreros en el eterno edificio en construcción frente a su terraza, donde habita también la máquina cementadora con su “glopita, glopita” maldito, hasta los ejecutivos del periódico, se parten de risa con las gracias y desgracias de un marido neoyorquino atrapado en la infelicidad conyugal de cada día. Pero, en un acto de venganza vicaria, Stanley decide “matar a la propia esposa” en la ficción, liberando así a Bash Brannigan. Para ello, recurre de nuevo a Charles, encantando de ayudarle (aunque lo estaría mucho más si planeara realmente el asesinato de la Sra. Ford), escenificando y fotografiando su crimen perfecto, con la complicidad de un maniquí rubio, un abrigo negro, una grúa y la máquina del “glopita, glopita” maldito.



Stanley se derrumba dormido sobre su mesa de trabajo, agotado después de una noche entera dibujando el asesinato de la mujer de Bash, por lo que no puede ver a su cariñosa y sinceramente enamorada esposa quien, tras echar un vistazo al cómic, descubre no sólo el destino de su doble en la ficción, sino los aparentemente verdaderos sentimientos de su marido. Tras despertar, Stanley comprueba que su esposa ha desaparecido con lo puesto, junto a su pequeño y ladrador perrito. 


Al contrario de lo que podría esperarse, el dibujante añora ahora a su media naranja, esperándola sin esperanza tras haber puesto una inútil denuncia en comisaría. Estrechando nostálgico en la noche una almohada, en lugar de la sensual cintura de Virna Lisi, suponiendo, como la propia policía, que ha debido volver a casa de su madre, en algún lugar de Italia, Stanley no imagina que está a punto de ir a dar con sus huesos a la cárcel.


En efecto, el mismo día en que aparece la tira donde Bash Brannigan asesina a su esposa, todos los testigos del plan perfecto escenificado por Stanley con ayuda de Charles, y no son pocos, se dirigen a la policía, que pronto se convence de que el artista se ha desecho sin escrúpulos de su costilla, alardeando además del crimen en toda la prensa estadounidense, desde Maine a Honolulu. Lo que sigue es, probablemente, una de las cumbres de la sátira, el humor negro y la comedia cinematográfica americana, con unos diálogos y, muy especialmente, un monólogo de Jack Lemmon frente al tribunal, digno de la agudeza, la ironía y el afilado genio e ingenio de un Jonathan Swift, un Oscar Wilde o un Evelyn Waugh.


Poco y mal representado por su abogado, Stanley decide defenderse a sí mismo, teniendo como único testigo, precisamente, a Harold. Utilizando al apocado y desdichado abogado como cabeza de turco y caballo de Troya, y tras declararse a sí mismo —falsamente— culpable del crimen, acabará por conseguir que un jurado compuesto solo por hombres le absuelva… ¡por asesinato justificado!


Una modesta proposición

El alegato de Lemmon, acompañado por la gesticulación justa y necesaria, es toda una obra maestra del humor negro y el sarcasmo. Jugando con la lógica perversa de la ley, con la crítica más ácida de la institución matrimonial y familiar tradicional y con los deseos más ocultos del varón medio americano, las parrafadas finales de Stanley, con su imaginario botón capaz de borrar impunemente de la existencia a la indignada Edna, símbolo absoluto del matriarcado más tiránico e implacable, y culminando con la salida del juzgado en libertad, a hombros del jurado, del convicto y confeso asesino, transformado en Espartaco del esclavizado hombre estadounidense del traje gris, son momentos de enorme altura satírica, inimaginables hoy, amén de peligrosamente interpretables por las ofuscadas mentes carentes de sutileza, ironía y verdadero sentido crítico del nuevo milenio —tan intolerantes con la ficción como ineficaces con la realidad—, como una apología de la violencia de género y los crímenes machistas. 


Pero, con inevitable sentido del humor (y del amor), el triunfo de Stanley en los tribunales no se traduce en su felicidad personal porque, en realidad, este sigue enamorado de su desaparecida esposa. Paradójica y necesariamente en esta sangrante e implacable sátira del matrimonio, en este retrato de una guerra de los sexos que lo es más a causa de las perversiones de la civilización moderna que de la naturaleza biológica y animal, es la segunda quien tiene la última palabra. 


Es necesario el armisticio y hasta la rendición, pero no al ideal de la familia media americana. No al matriarcado materialista que hace del matrimonio condición necesaria para su perverso ideal de “libertad” femenino —como afirma Edna: “una mujer nunca es libre de verdad hasta que está casada. Entonces es libre para disfrutar de las cosas buenas de la vida: puede, ya sabes, gastar dinero, tener sus pequeñas aventuras y seguir siendo mantenida. Por eso hay que controlar a los hombres”—. No. Stanley se rinde a la maggiorata Virna Lisi. Una hembra latina, sensual y arrolladora, una fuerza de la naturaleza, auténticamente enamorada y capaz de conquistarle literal, física y emocionalmente. Amable ironía final, ni el profundamente misógino Charles estará fuera de peligro: cuando la Signora Ford reaparece, trae con ella a su mamma, cuyos ojos de strega hacen presa de inmediato en el flemático mayordomo, finalmente resignado a rendirse al poderío de Eros. 



Como en las mejores comedias eróticas y románticas de la tradición screwball hollywoodiense, en Cómo matar a la propia esposa el humor más ácido, hiriente e incluso negro, es un disolvente de la hipocresía social y el aceite (o en este caso la mantequilla) que engrasa con las virtudes de la ironía, la ambigüedad, la paciencia, la comprensión, la tolerancia y el respeto mutuo las complejas relaciones humanas en general y las sexuales y sentimentales en particular. Misoginia, matriarcado y patriarcado, caras todas de la misma moneda de cambio del american way of life, fracasan ante el reconocimiento civilizado, sofisticado y al tiempo visceral del triunfo de Eros, y ante la necesidad de reconocer también la realidad innegable de la guerra de los sexos. 


Pero no como una carrera armamentística que conduzca a la destrucción mutua o a la total de uno de los dos “bandos”, sino como una dinámica sexual, emocional y social inherente a las relaciones humanas, capaz de enriquecerlas, en constante búsqueda del equilibrio, imperfecta pero necesaria y urgentemente necesitada también de revisión, de incesante negociación y renegociación entre naturaleza y civilización, entre deseo y realidad, en una búsqueda perpetua de pactos, acuerdos y tratados que aseguren nuestra supervivencia conjunta, en lugar de utopías milenaristas y posthumanistas que parecen abogar por algún tipo de delirante “solución final”. El filme de Richard Quine y George Axelrod forma parte gozosa y esencial de esa terapia de pareja que pocos y pocas siguen, por desgracia, y que tan sabiamente aconsejaba el psicólogo y terapeuta Gestalt estadounidense Michael Vincent Miller en su excelente libro Terrorismo íntimo. El deterioro de la vida erótica (Destino, 1996): ver juntos screwball comedies del Hollywood clásico. 



Al fin y al cabo, la moraleja de Cómo matar a la propia esposa no está tan lejos, en ciertos aspectos, de las palabras con las que Betty Friedan explicaba la necesidad de escribir y publicar en su día (dos años antes del estreno de la película, en 1963), La mística de la feminidad: “...lo hice por mi padre, para que los hombres no tuvieran que soportar las frustraciones de sus mujeres y tener que pasar por ellas. Lo hice por mi madre, para que las mujeres no tuvieran que depender de sus maridos porque no tenían profesión.


(Continuará)

Jesús Palacios 😈

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