CALLEJÓN INFERNAL - Tres calles y un destino | Jesús Palacios
Harlem, 1942. Todd Webb |
Libros📚
LA CALLE. Ann Petry. Seix Barral. Barcelona, 2021. 460 págs.
EL CALLEJÓN DE LOS MILAGROS.
Naguib Mahfuz. Alcor. Barcelona, 1988. 309 págs.
CRÓNICA DE POBRES AMANTES.
Vasco Pratolini. Seix Barral, Barcelona, 1984. 313 págs.
Se crea o no en los sincronismos tan caros
a Carl Gustav Jung, hay fechas, años o pares de años, en las que, por motivos
que quizá podría explicar un análisis mucho más detallado y profundo del que
podemos (o queremos) desarrollar aquí, surgen varias obras al mismo tiempo que,
procedentes de ámbitos geográficos y culturales bien distintos y distantes,
presentan sin embargo sorprendentes paralelismos tanto formales como
argumentales. Parecidos razonables tanto de continente como de contenido, que
manifiestan de forma contundente la presencia invisible en el zeitgeist
de su tiempo de un cambio de sensibilidad sociocultural, pero también estética
e intelectual, radical y arrollador.
En el ámbito del cine se me ocurren casos como el del año 1960, en el que vieron la luz títulos como Psicosis (Psycho) de Alfred Hitchcock en Estados Unidos, El fotógrafo del pánico (PeepingTom) de Michael Powell en Inglaterra y Los ojos sin rostro (Les yeux sans visage) de Georges Franju en Francia, que rompieron con el cine de terror gótico para llevar la figura del monstruo del terreno de lo sobrenatural al de la psicopatología criminal y la perversidad humana, demasiado humana, al tiempo que ampliaban y tensaban el horizonte de lo soportable en cuanto a la expresión gráfica de la violencia en la pantalla.
O el del año 1967, en el que A
quemarropa (Point Blank) de John Boorman en Hollywood, El
silencio de un hombre (Le samouraï) de Jean-Pierre Melville en
Francia y Marcado para matar (Koroshi no rakuin) de Seijun Suzuki
en Japón, rompieron a la vez y al tiempo con la tradición del cine negro,
reinventando la figura del asesino profesional, deconstruyendo el género con
una narrativa abstracta e irónica, auto y meta-referencial, que instauraba un
modelo autoral modernista al borde ya de la posmodernidad. Recientemente he
“descubierto” otra sorprendente triada, esta vez literaria, que manifiesta,
refleja e impulsa al mismo tiempo un cambio sustancial en las formas y manifestaciones
culturales de una época, concretándose también, prácticamente, en torno a un
mismo año: 1946/1947.
La calle, obra de la
escritora afroamericana Ann Petry (1908-1997) publicada recientemente por
primera vez en España, todo un clásico del realismo de posguerra
estadounidense, no es tan sólo un estupendo ejemplo pionero, junto a la obra de
su predecesora Zora Neale Hurston, de literatura americana escrita por mujeres
de color, sin el cual figuras como las de Toni Morrison o Alice Walker serían
incomprensibles y quizá imposibles, sino también un espléndido caso de novela
urbana un paso más allá del naturalismo clásico, con oscuras pinceladas
expresionistas, tenso y denso ritmo de thriller fatalista, al borde casi
del noir existencialista de un Chester Himes, pero con mirada
radicalmente femenina, construido tanto en torno a su personaje central, la
joven madre separada Lutie Johnson, acosada por todo y por todos, como a la
propia calle que da título al libro y cuerpo, sentido y carga de profundidad a
sus páginas.
La calle 116 de Harlem, en el Nueva York de mediados de los años 40, donde vive -es casi un decir- Lutie con su hijo de ocho años, en el interior asfixiante y claustrofóbico de un pequeño apartamento, es también y sobre todo protagonista, metáfora y sinécdoque del cruel universo de racismo, desigualdad social, machismo y violencia sistémica que describe Ann Petry sin sentimentalismos, coartadas o fáciles salidas, ya sean trágicas o mágicas. La calle, con sus edificios de apartamentos sobre-explotados, con inquilinos que viven hasta en los pasillos, pisos convertidos en prostíbulos, sótanos oscuros y estrechos callejones llenos de basura, bares y clubes nocturnos, aislada en su propia miseria de ghetto consumido por el odio y la pobreza, constituye una prisión de la que desesperadamente intenta escapar la protagonista, en busca de un Sueño Americano reservado sólo para los blancos de clase media, en cuyas casas de portada de revista ha trabajado como asistenta. Una cárcel con barrotes invisibles, construida de forma consciente y cruel por una sociedad segregada y segregacionista, fundamentada en el racismo, cuya perversa naturaleza todo lo penetra y corrompe, destruyendo las ilusiones y esperanzas de sus prisioneros, condenados de antemano. Racismo omnipresente que permea todos y cada uno de los actos de Lutie y el resto de habitantes de la calle 116 y de Harlem entero, que la protagonista del libro sufre sumado a las humillaciones cotidianas de ser mujer en un entorno especialmente machista y misógino. Esta calle y, sobre todo, el siniestro edificio donde tiene Lutie su apartamento, con sus vecinos y maníaco portero, cumplen una función que va mucho más allá de lo meramente decorativo, para adquirir carácter protagónico a nivel tanto argumental como simbólico.
Ann Petry |
La calle de Ann Petry
surgió, en gran medida, de la conmoción que su autora sufrió al descubrir la
verdadera vida del negro americano en la gran ciudad. Nacida en la bella
localidad de Old Saybrook, en Connecticut, en el seno de una familia
relativamente acomodada dentro de la pequeñísima comunidad negra de la ciudad,
que sumaba apenas quince habitantes, Ann tuvo, por supuesto, que enfrentarse
durante su adolescencia y juventud a un cierto número de situaciones
humillantes debido a su color, pero nada que pudiera compararse al
hacinamiento, la miseria y el racismo como forma de vida que encontraría al
trabajar en un programa de clases extracurricular en Harlem, durante los años
40. Estas experiencias, la visión de los niños de la calle, abandonados a su
suerte la mayor parte del día mientras sus padres buscaban trabajo inútilmente
o debían trabajar fuera del barrio para los blancos, la llevaron a tomar la
decisión de escribir La calle, en el convencimiento de que su visión
“desde fuera” le permitiría contar la vida en Harlem con mayor objetividad y
sentido crítico que sus propios habitantes, demasiado acostumbrados al ghetto
y su lógica perversa. Publicada en 1946, al año siguiente La calle había
vendido más de un millón de ejemplares y obtenido el prestigioso premio literario
Houghton Mifflim, un éxito inédito para una escritora afroamericana, que
lanzaría la carrera de Ann Petry como novelista, si bien nunca volvería a
conocer un triunfo tan arrollador, abriendo el camino para futuros best-sellers
como El color púrpura de Alice Walker o La canción de Salomón de
la premio Nobel Toni Morrison.
Prácticamente al mismo tiempo que La
calle se convertía en éxito de ventas, crítica y lectores en Estados
Unidos, en 1947, aparecía en árabe la novela que consagraría definitivamente a
su autor como el gran clásico de la literatura egipcia del siglo XX, Zuqaq
al Midaq, del futuro premio Nobel Naguib Mahfuz (1911-2006), conocida en
nuestro país como El callejón de los milagros. Más aún si cabe que en el
libro de Petry, donde la acción gira en torno al personaje central de Lutie, en
el clásico de Mahfuz es el callejón de Midaq, que da título al libro, ubicado
en un popular barrio cairota, su verdadero protagonista, al tomar la narrativa
un modelo coral, de múltiples personajes, y extenderse algo más en el tiempo,
siguiendo el devenir de varios de estos.
Midaq es para Mahfuz un microcosmos simbólico,
que representa en sus diversos habitantes los conflictos de un país, Egipto, en
pleno cambio, atrapado entre sus tradiciones islámicas y la modernidad, que
toma forma principalmente en las tentaciones que la cultura occidental pone
ante los humildes habitantes de este barrio pobre, divididos por su ambición de
prosperar y abandonar las estrecheces del callejón y su amor por el mismo, por
la vida sencilla, ordenada y tranquila de la comunidad. Tampoco Mahfuz, cuya
obra fue siempre tremendamente conflictiva dentro del mundo árabe, conociendo
la constante censura y, finalmente, hasta una fatwa que estuvo a punto
de costarle la vida al ya anciano autor en 1994, ofrece respuestas fáciles o
salidas tranquilizadoras, ni al lector ni a sus personajes. Las pasiones
elementales, los crímenes mezquinos, las envidias, traiciones y fracasos se ven
incentivados por la posibilidad de prosperar gracias a la guerra ―la acción se
sitúa también a mediados de los años 40, como en la novela de Petry―, el
mercado negro y el alistamiento en las fuerzas británicas, que sin embargo se
traduce demasiado a menudo en decepción y en un dinero fácil que fácilmente se
va también, debido a las tentaciones de una cultura del lujo y el consumo que
choca con la ingenuidad, no siempre en el buen sentido del término, y
desorientación de una joven generación sin rumbo.
Naguib Mahfuz |
Aunque El callejón de los milagros
es, como ya se dijo, una narración coral, poco a poco una de las historias se
va convirtiendo en columna vertebral de la acción: la del joven peluquero
Abbas, inocente y locamente enamorado de la hermosa y coqueta Hamida, quien se
alista en el ejército británico para ganar dinero y hacerse digno de su amada,
mientras esta, inquieta, ambiciosa y presa de la sensualidad, se abandona a una
relación apasionada con un chulo que acabará por convertirla en prostituta. En
claro contraste con la mirada femenina y feminista de Petry, quien sitúa a su
inquieta, ambiciosa y menos sensual pero no menos hermosa y consciente de sus
encantos Lutie Johnson como heroína y víctima de su siniestra calle, poblada
por depredadores sexuales sin escrúpulos, Mahfuz convierte a Hamida en nuevo
avatar de la femme fatal, en la estela de la Carmen de Mérimée ―la
influencia del realismo y el naturalismo francés en Mahfuz es evidente―, que
arrastrará inevitablemente a la tragedia al ingenuo Abbas. Si en La calle
el racismo lo inunda todo, entretejido por todos y cada uno de los hilos que
conforman el tapiz de la vida y la muerte en Harlem así como de la propia novela,
en El callejón de los milagros la religión hace lo propio, y la tensión
entre los mandatos coránicos, la observancia de los principios morales,
religiosos y sociales islámicos tradicionales, encarnada principalmente en el
personaje del piadoso Radwan Husaini, y la facilidad con que estos se ignoran e
incumplen, disolviéndose ante las presiones de la vida cotidiana, impregna cada
página del libro, manifestando un conflicto existencial que dominará la obra
posterior de Mahfuz: la imposibilidad de armonizar las bondades de la religión
con sus excesos, la necesidad de reconciliar el espíritu más noble del Corán
con las debilidades y miserias humanas, que a veces la propia religión no hace
sino aumentar perversamente. De ahí que, pese a ser musulmán hasta el final de
sus días, Mahfuz, quien aborda tanto aquí como en el resto de sus novelas temas
tabú como la homosexualidad, el adulterio, la drogadicción, la prostitución o
el socialismo, fuera prohibido y censurado en la mayoría de países árabes e
incluso a veces en el propio Egipto, sobre todo antes de ser galardonado en
1988 con el Nobel, convirtiéndose entonces en orgullo nacional… Y en punto de
mira para los extremistas.
Museo de Naguib Mahfuz en El Cairo |
Otro aspecto literario del callejón de
Midaq que difiere de la calle Harlem 116 es la relación del autor con este y
sus habitantes. Mientras la escritora afroamericana describe su escenario
empleando las luces y, sobre todo, las sombras de un realismo oscuro que roza
el fatalismo noir, abundando en una imaginería urbana casi expresionista,
que se manifiesta en las pesadillas de la protagonista con recursos propios de
la literatura de horror, utilizando a menudo sombríos y angustiosos trazos
terroríficos, especialmente en la descripción del edificio y el apartamento
donde viven Lutie y su hijo, con sus estrechos pasillos en penumbra, la amenaza
subterránea del sótano de calderas al que está a punto de ser arrastrada por el
obseso portero o el bajo donde vive la obesa y deforme Mrs. Hedges, madame
de un sórdido negocio de prostitución casi a pie de calle, pero también de las
populosas avenidas del barrio, jungla de asfalto repleta de amenazas, o de la
ambigua atracción de los locales nocturnos, con sus canallescos músicos de jazz
y mafiosos propietarios blancos... Es decir, mientras para Ann Petry su calle
es, prácticamente, el infierno sobre la Tierra, para Mahfuz su callejón es más
bien el purgatorio, y en él conviven lo peor y lo mejor del ser humano. Aunque
para algunos de sus personajes, como el violento y alocado Hussain Kirsha o la
propia Hamida, representa una prisión, la jaula que cierra el paso a sus sueños
de libertad y ambiciones personales, para otros es un cálido refugio, un lugar
conocido y seguro, donde echar raíces y vivir en la tranquilidad de una
comunidad que se conoce y reconoce entre sí, con todos sus defectos y virtudes.
Quizá la diferencia estribe en el hecho de que el propio Mahfuz, de padres
humildes, pasó su infancia en un ambiente similar, el del barrio de Gamaleya en
la Ciudad Vieja de El Cairo, y siempre conservó su amor por aquellas calles y
sus gentes, mientras, como ya vimos, Ann Petry procedía del ambiente
relativamente abierto y ciertamente tranquilo de una pequeña ciudad costera en
Connecticut y su descubrimiento de Harlem le resultó prácticamente traumático,
al ver por primera vez las condiciones reales del negro americano en el ghetto
neoyorquino. De hecho, algunos autores afroamericanos reprocharon en su día a
la escritora su visión excesivamente pesimista de la vida en Harlem, ignorando
la existencia de un enérgico y fértil movimiento cultural que desde los tiempos
del Renacimiento de Harlem, en los años 20, había convertido zonas del barrio
en verdaderos centros de creatividad artística y activismo político y social.
Un Harlem renacido |
Para Mahfuz, que había comenzado a publicar
una ambiciosa serie de novelas sobre la historia del Egipto antiguo, el éxito
de El callejón de los milagros supuso un aliciente para convertirse en
cronista de los cambios y avatares sociales, políticos y culturales contemporáneos
de su país, que le conduciría a su famosa Trilogía del Cairo, publicada
durante los años 50. Aunque siguió cultivando el género histórico e incluso
ocasionalmente la novela criminal (era un gran admirador del policíaco
occidental) además de participar activamente como guionista en la edad dorada
del cine egipcio, fue su penetrante mirada a la realidad de Egipto y el mundo
árabe, que trasciende el naturalismo y el mero costumbrismo para, bajo la
influencia de algunos de sus autores europeos favoritos, como Flaubert,
Dostoyevski o Kafka, cobrar un sentido existencial y universal, la que le
condujo a la popularidad allende sus fronteras. Desde el Callejón de los
Milagros a la conquista del premio Nobel y la escena literaria
internacional.
Mientras, también en el año 1946 (o 1947,
según otras fuentes), a muchos kilómetros tanto de El Cairo como de Harlem, el
italiano Vasco Pratolini (1913-1991) publicaba su obra maestra: Crónica de
pobres amantes. La historia también coral de los habitantes de la vía del
Corno, una populosa calle proletaria de Florencia, situada tras el Palazzo
Vecchio y la basílica de Santa Croce, donde un reparto mucho más numeroso,
variado y pintoresco todavía que el que compone los elencos de La calle
o del Callejón de los milagros, vive, ama, muere y en cierto modo
renace, en un ciclo aparentemente interminable, inasequible a la desesperación
propia de un barrio plagado de pobreza, desigualdades y violencia, encarnando
la vitalidad inagotable del pueblo italiano, con todos sus vicios y defectos,
pero también con su vigoroso empeño en gozar, amar, luchar y defender sus
ideales hasta matar o morir por ellos.
Vasco Pratolini |
Considerada justamente una de las obras
clave del Neorrealismo literario italiano de posguerra, Cronica de pobres
amantes empezó a gestarse en 1936, pero debido a las condiciones peculiares
del momento político, Pratolini, comunista como sus amigos y contemporáneos
Elio Vittorini y Cesare Pavese, quien lucharía durante la Segunda Guerra
Mundial junto al movimiento partisano antifascista, debió esperar hasta el
final del conflicto para terminar y publicar la novela, cuya acción tiene lugar
entre los años 1925 y 1926, a la sombra del brutal secuestro y asesinato en
1924 del diputado socialista Giacomo Matteotti a manos de militantes fascistas,
siguiendo posiblemente órdenes del propio Mussolini. Con este telón de fondo,
la novela, pese a integrar en su trama un claro mensaje antifascista y
presentar personajes en conflicto como el noble y bruto herrero Corrado,
llamado familiarmente Maciste, militante socialista, o el violento, inestable y
cínico Amadori, joven fascista, que acabarán chocando trágicamente durante una
negra noche de violencia y asesinato por las calles de Florencia, no cae jamás
en el panfleto ni el maniqueísmo, evitando elegantemente el discurso
propagandístico o ideológico, para dejar que sea la propia historia (e incluso
la Historia, con mayúscula capitular) la que se explique a través de sus
complejos y vívidos personajes: los vecinos de vía del Corno. Medio centenar al
menos de hombres, mujeres y niños, jóvenes y viejos, honestos criminales y
trabajadores mezquinos (también a la inversa), muchachas en flor y viejas
matronas, adolescentes enamorados y padres adúlteros… inmersos todos en una
danza frenética de pasiones, encarnando en sí valores simbólicos, sin duda,
pero también con vida propia y auténtica, dibujados con detalle humano y
humanista hasta sus más sutiles matices psicológicos por el pincel de
Pratolini, quien crea una galería de tipos inolvidable y convincente.
La Florencia de Pratolini |
Por supuesto, también aquí es la calle, vía
del Corno, la verdadera protagonista absoluta del fresco florentino de
Pratolini. Más todavía que en las novelas de Mahfuz y Petry, el escritor
italiano, con bastantes más páginas a su disposición, hace verdadero alarde de
exquisita prosa descriptiva, sumergiendo al lector en los amaneceres y las
noches de su calle, en sus calores atorrantes de verano y su frío invierno, en
los ruidos callejeros y las rondas nocturnas de los carabinieri, en las
voces y el griterío de verduleros y vendedores ambulantes, en los juegos de los
niños y las miradas espías, en la vida toda, tanto latente y secreta como
pública y alborotada, de sus variopintos habitantes. Dividida en tres partes,
una primera que presenta a su multitudinario reparto con precisión y
detallismo, una segunda donde irrumpe el conflicto histórico, violentando el
ritmo cotidiano y obligando a sus protagonistas a tomar decisiones a vida o
muerte que cambiarán para siempre el rumbo de sus vidas, y una tercera y última
donde pese a todos los pesares, a la amenaza y promesa de un futuro cada vez
más oscuro, todo vuelve a una cierta normalidad, reiniciándose el ciclo de la
vida, siguiendo el ritmo de las estaciones, Crónica de pobres amantes
está profundamente impregnada por la tensión histórica de las luchas políticas
de su tiempo. Si el racismo es el espectro omnipresente que todo lo emponzoña
en La calle y la religión el que inunda cada página de El callejón de
los milagros, el auge del fascismo y la violenta represión del socialismo y
el comunismo con el advenimiento de Mussolini están a su vez presentes en cada
rincón de vía del Corno y en las vidas de sus pobres amantes, aunque no sea
necesario que la narración lo haga evidente a cada momento.
Benito Mussolini |
Por el contrario, Pratolini alcanza alturas
magistrales en sus mágicas descripciones del carnaval y las tradicionales
fiestas del barrio, introducidas con celo étnico por medio de sofisticadas
digresiones que aúnan rigor antropológico con lirismo poético. Las historias de
amor particulares, la descripción de los sentimientos encontrados, el detalle
psicológico dedicado a cada personaje, ninguno simple o unidimensional, la
exquisita gama de grises con la que el escritor pinta sus conflictos tanto
históricos e ideológicos como románticos e individuales, sin por ello perder en
momento alguno su decidida posición política y moral, honran a Pratolini con
las virtudes del gran novelista universal, a la altura de Dickens, Dostoyevski
o por citar a otros compatriotas suyos, Manzoni y Lampedusa. Sin duda, de las
tres calles que transitan nuestros autores, Harlem 116, Midaq y via del Corno,
esta última es la más ambiciosa, grandiosa en la humildad de sus habitantes,
infinita en la aparente estrechez de pared a pared entre sus pobres casas y
balcones.
Placa conmemorativa del nacimiento de Pratolini en Florencia |
Tres novelas, tres autores y tres países. Tres ciudades y tres calles que irrumpieron prácticamente el mismo año 1946-47 para descubrir un renovado panorama literario de posguerra, donde el realismo naturalista tradicional había de ser superado, retratando así el pasado y el presente con una nueva sensibilidad, que aunara lo particular a lo universal, lo humano a lo social, trascendiendo sin complejos las barreras artificiales entre géneros. Tres obras muy distintas, sin duda, pero que coinciden en dar a la Calle un papel protagonista, convertida en mucho más que un escenario, en un símbolo, una alegoría y un personaje esencial.
Pese a sus distancias, sorprenden a menudo
los paralelismos que encontramos entre ellas: en La calle de Petry y en Crónica
de pobres amantes destacan dos personajes omnipresentes y casi
omnipotentes: Mrs. Hedges, la manipuladora y adiposa madame de cuerpo
requemado que observa desde su ventana todo lo que ocurre en la calle y trata
de arrastrar a la protagonista a la prostitución, y la Señora, antigua madame
ya retirada, enferma crónica y convaleciente que utiliza a su criada para
espiar a su vez todo lo que pasa en vía del Corno y abduce sexualmente a las
muchachas desamparadas del barrio. Las tres están repletas de momentos mágicos,
extraños, donde el realismo se traviste de exceso expresionista, lírico y
fantástico: la pesadilla de Lutie en La calle, donde se ve perseguida
por el portero acosador transformado en grotesco licántropo o su fatídico
encuentro final con Boots Smith, el brutal músico de jazz, con el rostro
cruzado por una cicatriz; el falso Dr. Bushi, odontólogo ladrón de cadáveres, y
su cómplice, el cadavérico Zaita, hacedor de tullidos, a quien acuden los
mendigos que desean alguna malformación o mutilación, fingida o real, para
aumentar así sus ingresos, reminiscente de la terrible “Madre de los monstruos”
de Maupassant, en El callejón de los milagros; la obsesión de la Señora
por destruir su pasado, foto a foto, seduciendo incluso a viejos amantes para
apropiarse de sus retratos de juventud y romperlos en mil pedazos, como una no
menos perversa inversión del Dorian Gray de Wilde, celosa de su antigua belleza
o, una vez más, la descripción gozosa, rica en detalles grotescos y
erótico-festivos, del carnaval, de la fiesta local de la Anunciación y la
Cuaresma, dignas de los lienzos de El Bosco o Breughel en Crónica de pobres
amantes… Tres visiones de una jungla urbana con ribetes infernales, que a
veces alcanzan tintes dantescos, pero que en el caso de Mahfuz y Pratolini,
quienes vivieron en los escenarios reales de sus novelas callejeras, están
suavizados por nostálgicos rasgos de cariño hacia sus humildes orígenes. Tres
realidades históricas marcadas a fuego por la Segunda Guerra Mundial, sentida y
reflejada de forma bien distinta en cada caso: como un conflicto distante e
indiferente para una mayoría de afroamericanos, ciudadanos de segunda o tercera
clase en su país, que en la novela de Petry intentan evitar a toda costa el
alistamiento, sin encontrar motivo alguno para dar su vida luchando contra un
nazismo que apenas se distingue del racismo, la explotación y marginación a la
que se ven sometidos en sus propios ghettos, a un paso de convertirse en
campos de exterminio. Como una ocasión de enriquecimiento, de negocio y
emancipación para los jóvenes y no tan jóvenes egipcios de un Cairo bajo el
protectorado británico, para quienes alistarse, comerciar con los soldados,
nutrir el mercado negro o la prostitución es una oportunidad única y quienes,
por tanto, expresan a menudo su insólito deseo de que Hitler alargue el
conflicto indefinidamente, para volver decepcionados y empobrecidos a su vida
anterior tras la firma del armisticio. Y, finalmente, como un espectro negro en
lontananza, anunciando nubes de tormenta todavía lejanas pero inexorables,
prefiguradas por los asesinatos, palizas, enfrentamientos y ejecuciones en las calles nocturnas de Florencia y de toda
Italia entre fascistas y diezmados sindicalistas, militantes socialistas y
comunistas, en Crónica de viejos amantes. Tres calles, múltiples
historias… pero una sola Historia.
Por supuesto, la Calle como personaje y
protagonista ya existía. Había hecho su aparición antes, precisamente, de la
Segunda Guerra Mundial en el siempre asombroso e inagotable cine mudo alemán
con Die Strasse (1923), es decir: La calle, obra maestra de Karl
Grune que instauró una relativamente breve pero exitosa corriente, entre el
realismo y el expresionismo, el objetivismo y lo grotesco, de street films
o “películas callejeras”, siendo seguida por títulos como Bajo la
máscara del placer (Die freudlose Gasse, 1925), basada en novela de
Hugo Bettauer y dirigida por Pabst, Tragedia de una prostituta o la tragedia
de la calle (Dirnentragödie, 1927) de Bruno Rahn, según obra
teatral de Wilhelm Braun, o Asfalto (Asphalt, 1929) de Joe May,
películas donde aparecen ya muchos de los tropos, personajes y elementos
característicos de este peculiar género o subgénero: prostitución, el mundo del
hampa, policías, mujeres fatales, chulos, clubes nocturnos, pordioseros…
Prefigurando en más de un aspecto el futuro film noir. Sin embargo, en
la literatura internacional, como hemos visto, será durante la inmediata
posguerra, en el año clave de 1946/1947, cuando aparezcan estas tres novelas de
la Calle, cada una de ellas una obra maestra en sus propios términos,
publicadas en lugares tan distintos y distantes como Estados Unidos, Egipto e
Italia.
Las posibilidades de que alguno de nuestros
tres autores tuviera noticia de cualquiera de los otros dos son ínfimas, por no
decir inexistentes. La calle de Ann Petry, tras su éxito inicial, pasó a
convertirse en oscuro clásico del realismo estadounidense y la literatura
femenina afroamericana, poco conocido fuera de sus fronteras e incluso en los
propios Estados Unidos, donde conoció un primer revival en 1988,
volviendo ahora a la actualidad después de que en 2018 apareciera una nueva
edición, con el mismo elogioso prólogo de la escritora Tayari Jones incluido en
la versión española, primera editada en nuestro país (la única traducción
anterior al castellano que conozco es la publicada en 1950 por la editorial
argentina Peuser, de Buenos Aires). El callejón de los milagros de
Mahfuz no se tradujo al inglés hasta el año 1966. A nuestro idioma no lo sería
hasta que su autor recibiera el Nobel en 1988, momento mismo en el que fue
publicada por la ya desaparecida editorial Alcor, en su colección de narrativa Las
otras culturas, dedicada a obras literarias alejadas del ámbito occidental,
procedentes de Asia, África, el Caribe o los Países Árabes (actualmente existen
varias ediciones asequibles en bolsillo). Por supuesto, la más
internacionalmente conocida de las tres calles es la vía del Corno de Crónica
de pobres amantes, que tuvo su primera traducción al inglés dos años
después de su aparición, es decir, en 1948… Lo que significa también dos años
después de la publicación de La calle de Petry. En resumen: ninguno de
ellos, aún queriendo, habría podido leerse mutuamente o siquiera conocer la
obra del resto. Y, pese a todo, los tres escritores tuvieron casi al mismo
tiempo la necesidad de convertir una calle y a sus vecinos en el vehículo para
su visión literaria, en protagonista de sus historias.
Puede, eso sí, que conocieran sus ilustres
precedentes cinematográficos germanos. Tanto Mahfuz como Pratolini formaron
parte activa del renacimiento cinematográfico de sus respectivos países, como
guionistas y atentos seguidores del nuevo cine. Pratolini trabajó en los
guiones de títulos fundamentales del Neorrealismo italiano como Paisá
(1946) de Rossellini, Rocco y sus hermanos (Rocco e i suoi fratelli,
1960) de Visconti o Los cuatro días de Nápoles (Le quattro giornate
de Napoli, 1964) de Nanni Loy. En 1954 Carlo Lizzani rodó una correcta
versión de Crónica de los pobres amantes (Cronache di poveri amanti)
recibiendo el Premio Especial del Jurado en el Festival de Cannes, desafiando
la censura de su país que prohibió su estreno mundial. Película que, por supuesto,
no fue estrenada tampoco comercialmente en España, donde llegaría finalmente a
través de la televisión y la edición en vídeo y DVD. La novela de Pratolini
inspiraría incluso una ópera: Via del Corno del compositor soviético
Kirill Molchanov, estrenada en Moscú en 1960.
La estrella de cine egipcia Shadia como Hamida en Zouqâq al-Midaqq (1963) |
El callejón de los milagros
conoció a su vez una relativamente temprana adaptación cinematográfica egipcia,
Zouqâq al-Midaqq (1963), firmada por el prolífico Hasan El-Emam, que
suavizaba algunos aspectos de la novela, especialmente su trágico final, si
bien la versión más conocida es aquella que traslada la acción del libro a
México, demostrando así la ductilidad y universalidad del tropo de la Calle como
protagonista, en el filme El callejón de los milagros (1995) de Jorge
Fons, donde una joven y sensual Salma Hayek se daría a conocer
internacionalmente con su encarnación (muy bien encarnada) del personaje de
Hamida, irónicamente rebautizado como Alma. No es improbable que tanto
Pratolini como Mahfuz, ambos cinéfilos, conocieran Die Strasse y el
resto de películas alemanas “de calle”. Más dudoso es que fuera así en el caso
de Ann Petry, si bien siendo una mujer culta y educada, que trabajó como
periodista en Nueva York, estudiando escritura creativa en la Universidad de
Columbia, de 1944 a 1946, tampoco es totalmente imposible que hubiera llegado a
verlas o saber de ellas.
Salma Hayek en El callejón de los milagros (1995) |
En cualquier caso, 1946/47 fue el año en el
que la Calle se convirtió en protagonista literaria. Finalicemos ya este paseo
por los infiernos urbanos de posguerra con una curiosa nota a pie de página: en
1946 se estrenó también la película del dramaturgo, escritor y cineasta español
Edgar Neville El crimen de la calle Bordadores, con guion del propio
realizador, inspirada en el entonces famoso crimen de la calle Fuencarral.
Aunque se trata en buena parte de un drama judicial, la propia calle posee
importancia fundamental, con todos los tipos costumbristas madrileños que la
habitan y no dejan de corresponderse, en buena medida, con los mismos
arquetipos que, más allá de nacionalidades, colores y épocas, se repiten
siempre en el género. Por cierto, que la última película escrita y dirigida por
Neville en 1960, bajo la influencia del Neorrealismo italiano, sería… Mi
calle.
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