EL DIABLO Y JOHN CARPENTER | Jesús Palacios
EL DIABLO. USA, 1990. 115 m. C. D.: Peter Markle. G.: Tommy Lee Wallace, John Carpenter, Bill Phillips. I.: Anthony Edwards, Louis Gossett Jr., John Glover, Joe Pantoliano, Robert Beltran.
Al parecer, llegada la hora de la verdad, John Carpenter sintió miedo de ponerse tras las cámaras para dirigir un genuino wéstern. No un wéstern urbano contemporáneo, como Asalto a la comisaría del distrito 13 (Assault on Precint 13, 1976), ni un wéstern futurista, como 1997: Rescate en Nueva York (Escape from New York, 1981), ni un wéstern de horror cósmico, como La cosa (The Thing, 1982), ni un wéstern de chupasangres desperados, como Vampiros (Vampires, 1998), ni un wéstern de ciencia ficción planetaria, como Fantasmas de Marte (Ghosts of Mars, 2001). No: simple y llanamente una película del Oeste, situada en la época y el escenario adecuados, con los personajes típicos del género. ¿Le asustaba mirarse en el espejo y no haber estado a la altura de su admirado Howard Hawks? Él mismo lo confesó en cierta ocasión: “Puede decirse que no he rodado un verdadero wéstern en sentido estricto porque no he tenido el valor” (https://sugarpulp.it/intervista-john-carpenter/).
John Carpenter |
Y lo cierto es que tuvo la oportunidad perfecta cuando HBO puso en marcha un viejo proyecto del propio Carpenter, que él mismo, junto a su entonces colaboradora Debra Hill, decidió producir y coescribir para televisión: El Diablo, una comedia del Oeste desmitificadora y violentamente divertida, escrita también por Tommy Lee Wallace, director a su vez de la nunca suficientemente alabada Halloween III: el día de la bruja (Halloween III: The Season of the Witch, 1982), y que acabaría dirigiendo el catódico Peter Markle, responsable de un buen puñado de episodios de series como Expediente X o CSI, además de un par de películas nada despreciables en los 80: Youngblood (Forja de campeones) (Youngblood, 1986), a mayor gloria de unos divinos Rob Lowe y Patrick Swayze, y el drama bélico Bat 21 (1988), con Gene Hackman. Un tipo más que respetable quien, además, ojo, está felizmente casado con la chica del Equipo A: Melinda Culea.
Rob Lowe y Patrick Swayze en Youngblood (1986) de Peter Markle |
El resultado final sería una de aquellas producciones HBO mucho mejores que buena parte de los estrenos cinematográficos del momento, pero que, por desgracia, acaban por pasar desapercibidas, quedando relegadas al olvido de crítica y público. El Diablo es, en definitiva y a pesar si se quiere de la ausencia tras la cámara de Carpenter, una verdadera delicia para el amante del género sin prejuicios, que disfruta tanto o más con la desmitificación de la Frontera como con su épica, sea clásica o crepuscular. El mismo año de Bailando con lobos (Dances with Wolves, Kevin Costner, 1990), que marcaría un breve y tan intenso como irregular retorno del wéstern a Hollywood, El Diablo se plantea como una ingeniosa vuelta de tuerca a su mitología, cuyo punto de partida (o de llegada) no está tan lejos como pudiera parecer de un filme como Sin perdón (Unforgiven, Clint Eastwood, 1992): el brutal contraste entre el Oeste legendario de las dime novels y las mistificaciones de periodistas y escritores del Este, y la verdadera vida en la Frontera, si bien eligiendo el formato cómico antes que el trágico de Eastwood.
Billy Ray Smith, interpretado exagerada pero convincentemente por un Anthony Edwards pre-Urgencias, es un apocado profesor de Boston destinado a una polvorienta y pequeña ciudad de Texas. En realidad, la mayor parte de sus clases consisten en leer en voz alta a sus poco aplicados estudiantes las hazañas de Kid Durango, el revólver más rápido del Oeste, publicadas en el formato de las típicas dime novels protagonizadas por Buffalo Bill, Kit Carson o Jesse James, que tanto contribuirían a la leyenda romántica del Far West, con sus outlaws y desperados.
De hecho, mientras Billy Ray recita emocionado a sus alumnos una aventura de Kid Durango que comienza con el violento asalto a un banco, al otro lado de la calle una banda de forajidos mexicanos, dirigida por el implacable bandido conocido como El Diablo (estupendo Robert Beltrán), hace lo propio con el banco del pueblo.
Ambas acciones, montadas paralelamente, dan ya buena cuenta del contraste entre la sangrienta realidad y su reflejo novelesco, si bien lo peor llegará cuando en medio del caos producido por el robo, El Diablo se apodere de la joven Nettie (Sarah Trigger), la alumna favorita de Billy Ray, huyendo con ella tras dejar al profesor mordiendo el polvo con el recuerdo de una de sus vistosas y amadas espuelas. Una posse organizada rápidamente acaba en nueva matanza de la que sólo vemos el resultado, cuando el propio sheriff vuelve sólo, ensangrentado y, literalmente, deslenguado. Nadie parece dispuesto a seguir su ejemplo, para desesperación de la madre de Nettie. Nadie, salvo, claro, Billy Ray. Sin saber disparar un tiro, sin saber montar a caballo, vestido con un ridículo traje a lo Tom Mix, copiado de las portadas de las novelas baratas, pero decidido a rescatar a la dama en apuros, Billy Ray parte en busca de Kid Durango para solicitar su ayuda, recuperar a Nettie e incluso, si es posible, poner fin a las fechorías de El Diablo.
Con el inesperado y poco generoso auxilio de un pistolero negro llamado Thomas Van Leek, espléndido y cínico Lou Gossett Jr., más interesado en el oro de El Diablo que en la chica, Billy Ray atraviesa la Frontera, literal y metafórica, sumando a su grupo de rescate una pandilla de pícaros y sinvergüenzas que poco o nada tiene que ver con la imagen romántica del Far West que se había formado en su imaginación. Primero se les une el herrero Bebe Patterson (M. C. Gainey), todo un redneck con una deuda pendiente con El Diablo a cuenta de su pata de palo; después el falso predicador, cazarrecompensas y fotógrafo aficionado Autolycus (genial como siempre John Glover), acompañado por los dos tipos a quienes iba a ejecutar públicamente a cambio de un puñado de dólares: el violento y racista Pitchfork Napier (David Dunard), con el cuello retorcido por su ahorcamiento, y el mexicano Roberto ―por favor, no le llamen Bob― Zamudio (Miguel Sandoval), experto en explosivos, que viaja siempre con su mascota: una serpiente de cascabel. A este grupo de poco fiar, se une el único personaje honesto aunque también algo ridículo del grupo, aparte del propio Billy Ray: el guerrero indio Dancing Bear (imponente Branscombe Richmond), dispuesto a vengar a su tribu masacrada por El Diablo. Y sí, finalmente, también encontrarán al mítico Kid Durango, fantástico como siempre Joe Pantoliano, quien, por supuesto, resultará no ser lo que parecía... Ni tampoco probablemente lo que estáis pensando quienes no hayáis visto aún esta irresistible comedia wéstern, repleta de acción, humor negro, sorpresas y carga de profundidad, protagonizada por la antítesis casi perfecta de Los siete magníficos (The Magnificent Seven, John Sturges, 1960).
En efecto, El Diablo, en sus casi dos horas de ininterrumpida acción y diversión, se nutre de dos tradiciones cinematográficas paralelas, distintas pero concomitantes. Por un lado, el Spaghetti Western cómico, no tanto las famosas películas de Trinidad y Sartana, como las brillantes comedias producidas e ideadas por el mismísimo Sergio Leone: El genio (Un genio, due compari, un pollo, Damiano Damiani, 1975) y, sobre todo, Mi nombre es ninguno (Il mio nome è Nessuno, Tonino Valerii, 1973), aunque también, por supuesto, otras menos “prestigiosas”, como El kárate, el colt y el impostor (Antonio Margheritti, 1974). De hecho, hay algún que otro guiño directo al género italiano, como bautizar a uno de los bandidos mexicanos, que interpreta Geno Silva, como Chak Mol, referencia al título original y al protagonista de La puerta del infierno (Ciakmull – L´uomo de la vendetta, Enzo Barboni, 1970).
Cartel alemán de Mi nombre es ninguno (1973) de Tonino Valerii |
Aún así, El Diablo está quizá más cerca incluso de las estupendas comedias del Oeste de los años 60, que preludiaron la explosión crepuscular del wéstern revisionista de los 70, con su humor entre la parodia y la picaresca, que mostraba, como hace a su vez el filme de Peter Markle, la enorme distancia entre el mito romántico del Far West y la realidad o, al menos, ciertas realidades de la Frontera. Películas a recuperar urgentemente, como Cuatro tíos de Texas (4 for Texas, Robert Aldrich, 1963), La batalla de las colinas del whisky (The Hallelujah Trail, John Sturges, 1965), La ingenua explosiva (Cat Ballou, Elliot Silverstein, 1965) o Camino de la venganza (The Scalphunters, Sydney Pollack, 1968), hasta llegar a la impagable trilogía protagonizada por James Garner ―gracias a su éxito televisivo en la mítica serie Maverick―: También un sheriff necesita ayuda (Support Your Local Sheriff, 1969), Látigo (Support Your Local Gunfighter, 1971), ambas dirigidas por Burt Kennedy, y Los trotamundos (Skin Game, Paul Bogart, 1971), u otros títulos desopilantes como El club social de Cheyenne (The Cheyenne Social Club, Gene Kelly, 1970) o la cínica El día de los tramposos (There Was a Crooked Man, Joseph L. Mankiewicz, 1970).
James Garner en También un sheriff necesita ayuda (1969) de Burt Kennedy |
Es, a buen seguro, en esta tradición donde hay que situar El Diablo, siempre con un toque de genuino cariño hacia el universo del wéstern, por mucho que lo parodie y ponga contra las cuerdas, que la emparenta hasta cierto punto con la gran comedia de acción de Carpenter, Golpe en la Pequeña China (Big Trouble in Little China, 1986), con la que comparte el humor burlón y a veces incluso chusco, pero también un inmenso amor por el género que parodia. Este respeto por las fuentes hace que en El Diablo las escenas de acción estén rodadas y coreografiadas con la misma convicción propia de cualquier buen wéstern contemporáneo, sin ahorrar violencia ni contundencia, y que el excelente reparto, que completan otros característicos tan agradecidos como Jim Beaver, Don Collier o Luis Contreras, apoye con su grata presencia el seductor resultado final.
Porque una de las mayores virtudes de este pequeño y olvidado wéstern es que, tal y como apuntábamos al principio, ofrece una ingeniosa y en cierto modo afectuosa revisión del género, que utilizando sus mitos heroicos ―el pistolero, el noble salvaje, el cazarrecompensas, el sheriff, el bandido, la joven indefensa...― parodiándolos, para así subvertir los códigos del wéstern clásico, consigue al mismo tiempo no sólo divertir sino incluso conmover, generando su propia poética y hasta sentido de la épica a través de la ironía, sin perder por ello un ápice de emoción y sentido de la aventura. Ojalá que John Carpenter se hubiera animado más a menudo con el wéstern.
Comentarios
Publicar un comentario