MAREA NOCTURNA (Night Tide, 1961) Ensayo de crítica cinemákgica | Jesús Palacios
D.:
Curtis Harrington.
I.: Dennis Hopper, Linda Lawson, Gavin Muir.
USA. Blanco y negro. 1 h. 26 m.
En el otoño de 2004 si
mal no recuerdo visité Santa Monica, en Los Angeles, California. Durante un par
de días mis paseos por la playa me llevaron siempre hasta el muelle y su
pequeño parque de atracciones, fuera de temporada y cerrado para el público.
Contrariamente a lo que podría esperar cualquier turista poco avisado el tiempo
era fresco, nuboso y turbulento. Lloviznaba a menudo, el sol californiano a
duras penas se abría paso de cuando en cuando entre las nubes, grises y
cargadas de presagios. Y la noria inmóvil, como el ídolo de alguna oscura
deidad pagana, parecía vigilar mis pasos por aquel muelle que se internaba y se
internaba hasta que sólo un inmenso, calmo y abisal océano Pacífico te rodeaba
por los cuatro costados. Todo el ambiente estaba inundado de una sensación
fantasmal, nostálgica ―aunque no sé de qué podía yo sentir nostalgia salvo de
un mundo y una vida que no eran sino recuerdos impostados por la pantalla de
Hollywood, más reales que la realidad misma―, de una atmósfera melangótica. Pero más que ninguna otra
cosa, la gran caseta donde se encontraba el tiovivo llamaba mi atención. Pese a
estar clausurada, por sus ventanales empañados y polvorientos podía verse su carrusel con caballos de madera ―traídos de Europa quién sabe cuándo―, decorado
al estilo del siglo XIX, inmóvil, silencioso, muerto. O quizá sólo aletargado,
porque no está muerto lo que yace eternamente... En fin, ya se sabe. Era
fascinante, hipnótico.
Es encima de esa caseta
donde vive la sirena de Marea nocturna,
el primer largometraje de Curtis Harrington, cuya première tuviera lugar en 1961 pero no fuera estrenado hasta dos
años después, gracias a la distribución de la compañía American International
de Roger Corman, quien, por otro lado, no quiso intervenir directamente en su
producción. Marea nocturna captura y preserva toda la extraña magia del
lugar y bajo el somero disfraz de un thriller psicológico a la sombra de Psicosis (1960), ofrece una peculiar relectura no sólo, por supuesto, de La mujer pantera (Cat People, 1942) de Val Lewton y Jacques Tourneur, su modelo confeso,
sino de la relación mitopoyética que
cinematógrafo y mito ancestral pueden establecer a través de una poética y una
erótica de la imagen netamente mágicas y reveladoras, en un sentido
eminentemente esotérico. La historia es engañosamente sencilla, como todo
cuento de hadas iniciático: un joven marinero de permiso se enamora de una
misteriosa muchacha que trabaja en la feria del muelle, donde con ingenuo
disfraz se hace pasar por sirena en una barraca, a las órdenes de un viejo
marino inglés.
"Marea nocturna ofrece una peculiar relectura
de la relación mitopoyética
que cinematógrafo y mito ancestral pueden establecer
a través de una poética
y una erótica de la imagen"
Pero el romance se
vuelve angustioso cuando descubrimos que los anteriores amantes de la chica han
muerto ahogados en misteriosas circunstancias, la policía sospecha juego sucio,
todos los signos señalan hacia ella y advierten al marinero que su vida está en
peligro. La pregunta es: ¿está loca la muchacha hasta el punto de creerse
sirena que arrastra a los hombres a la muerte? ¿Los asesina para cumplir así su
destino? ¿O realmente es una criatura fantástica y mortífera? Pero eso sólo es
el Mcguffin, por supuesto.
Marea nocturna es un poema ocultista homoerótico y surreal, que no puede ni debe leerse como una simple historia de género. Curtis Harrington procedía del mundo del cine experimental, no sólo influido por la obra y personalidad de Maya Deren sino también por su relación con el primer y fascinante Kenneth Anger, con quien había colaborado como ayudante de dirección y actor en cortos como Puce moment (1949) y el abiertamente crowleyano Inauguration of the Pleasure Dome (1954) donde interpreta el papel de Cesare, el sonámbulo de Caligari. Allí coincidió también con Marjorie Cameron, la bruja thelemita y pintora ―pareja del mago y pionero de la aeronáutica espacial Jack Parsons―, quien, bajo el solo y enigmático nombre de Cameron, interpreta un personaje clave en Marea nocturna. Este universo del cine experimental y queer estaba íntimamente ligado al del Ocultismo thelemita, la magia sexual y la trastienda esotérica de Hollywood. Harrington nunca lo abandonaría del todo, pese a dedicarse después a una singular y fructífera carrera en el cine comercial.
"Un poema ocultista
homoerótico y surreal,
que no puede ni debe leerse
como una simple historia de género"
Todo en Marea nocturna irradia el estilo de la
poética experimental californiana, deudora del Surrealismo, de Cocteau y del
llamado “expresionismo” alemán, al tiempo que del collage, el documental
primitivo y el foto-realismo. La textura del blanco y negro, los encuadres, los
movimientos de cámara, las bruscas transiciones entre la calma y el paroxismo,
son característicos de los primeros cortos de su director tanto como de los
realizados por Anger y, sobre todo, por Maya Deren. En esta sencilla y barata
película ―que costó unos 75.000 dólares en total― nada es casual, todo es
símbolo, signo y viático para un viaje hacia la iluminación más oscura. Un
guapo Dennis Hopper, en su primer papel protagonista, vestido con blanco
uniforme inmaculado encarna el ideal de inocencia juvenil absoluta, sublime
reverso angelical de los rudos marinos a la Genet, y su rostro rubio con tímida
sonrisa de efebo sin malicia contrasta luminoso con los exóticos y sensuales
rasgos de la morena Linda Lawson, con sus grandes y oscuros ojos de ídolo
pagano, sus labios ligeramente gruesos y prominentes, su figura delgada pero
curvilínea.
En cada plano que
ocupan juntos, tanto sus rostros como sus cuerpos invocan el contraste,
explicitado después por un breve diálogo entre ambos, entre una América
inocente y joven y una Europa vieja y pecadora, remarcado a su vez por la
irónica presencia de Luana Anders, casta y celosamente rubia enamorada en
silencio del marinero, tan descaradamente americana como él.
En todo momento el
fantasma de la Europa ancestral se cierne amenazador sobre la joven América:
los caballitos del tiovivo son de procedencia europea, el algo más que patrón de
la barraca de feria sirvió ―si hemos de creer sus palabras empapadas en
alcohol― en la marina de Su Majestad, la vidente que advierte a Hopper del
peligro se llama o hace llamar Romanovitch y, por supuesto, la protagonista
misma procede de Mikonos, una de esas islas griegas que encantaran a Lawrence Durrell
y a generaciones de turistas enamorados de la arqueología con sus piedras
viejas y viejas deidades... y de los adolescentes locales con sus jóvenes cuerpos
de dioses púberes.
No hay un solo detalle dejado al azar en Marea nocturna. Si el nombre del marinero interpretado por Hopper es tan pulcramente americano (Johnny) como su procedencia (Denver, Colorado), el de la sirena que lo hechiza no puede ser menos significativo y exótico: Mora, anagrama de Amor ―oceánico, húmedo, asfixiante― y evocador de las moiras de la mitología griega, señoras implacables del destino y de la muerte. El film de Harrington es un poema hecho de signos, señales que van guiando al protagonista, virgen y puro como un niño vestido de blanco para la comunión, hasta el descubrimiento de que el amor y, sobre todo, la mujer, no es sino una oscura caverna ancestral a la espera de cerrarse sobre la masculinidad para disolverla en sus líquidas y acuosas profundidades uterinas. No olvidemos que Johnny conoce a Mora en las entrañas de un club de jazz llamado Blue Grotto (la gruta azul), cuyas connotaciones abisales no pueden ser más claras: la cámara de Harrington recorre lentamente y con voluntad casi documental el aspecto y actitudes del variopinto público de modernos reunidos en el local, no muy distinto, quizás, del habitual del Club Zodiaco de Me enamoré de una bruja (Bell, Book and Candle, 1958) volviendo una y otra vez a la actuación del grupo, hasta detenerse en la desamparada y enigmática sirena (¿está desamparada o es en realidad un depredador al acecho?).
Después de su primer
encuentro, Mora invita a Johnny a un desayuno de... ¡pescado! Como a Lovecraft, sutilmente
invocado de continuo, a Hopper no parecen hacerle muy feliz los manjares
marinos que se le ofrecen y tontea vagamente con su filete de caballa mientras
Mora se deleita describiéndole las delicias de comer erizo de mar (nuestros
castizos oricios). Durante la breve secuencia, cualquiera que haya probado este
peculiar molusco, especialmente crudo, rememora de inmediato en su paladar de
manera casi sinestésica su textura y sabor a puro mar y secreciones vaginales. La
amenaza a pleno sol se ve remarcada por la presencia de una enorme gaviota, con
la que Mora demuestra amistosa familiaridad, ante la justificada desconfianza
de Johnny. Cría gaviotas y...
La progresiva
iluminación del protagonista en los crueles misterios de la feminidad está marcada
por varios momentos cruciales, significativamente mágicos, casi todos guiados
también por otros personajes femeninos, miembros quizá de un oculto matriarcado
esotérico, sociedad secreta de brujas tan invisible como poderosa. Desde el
primer momento Cameron se hace presente, a imagen y semejanza de Elizabeth
Russell en La mujer pantera,
acercándose a Mora en el club e interpelándola en un lenguaje sinuoso y
desconocido, que años después el propio Harrington revelaría como su propia
idea del idioma de los Profundos lovecraftianos. En la caseta del tiovivo,
Johnny conoce a Madame Romanovitch (Marjorie Eaton), clarividente y quiromántica
(no simple adivina) a la que más tarde acudirá para una lectura del Tarot. Las
explicaciones de ésta acerca de las artes secretas de la adivinación por medio
de la baraja son singularmente lúcidas y rigurosas, más cerca de la tarología de Jodorowsky que de la
charlatanería, y suponen también un mensaje claro para el espectador: en el Tarot todo son símbolos cuya
interrelación e interacción se convierte en representación en clave del
universo entero y sus posibilidades, sólo hace falta saber leer estos símbolos.
Tal y como ocurre con el propio lenguaje cinematográfico de Marea nocturna.
Un anochecer en la
playa, los jóvenes beatniks que la
frecuentan piden a Mora que baile para ellos al son de unos bongos. Johnny,
incómodo y fascinado a su pesar, contempla una Mora desconocida, que se mueve
espasmódica y provocativa en un baile erótico reminiscente de las ceremonias
vudú y que recuerda los ballets de Maya Deren, quien filmara también la
posesión o monta de los fieles
haitianos por sus loas (dioses).
Danza sacra que culmina
con la súbita visión de la velada Cameron a la luz de una solitaria farola,
siempre envuelta en gasas negras, con ojos de jeroglífico y pálida como un
pescado, provocando el desmayo de la bayadera de playa.
Sin embargo, el momento
de mayor epifanía para el protagonista llegará después de una nueva aparición
de la enigmática Cameron. Vestida una vez más de negro, pero a plena luz del
día, guía al marinero a través de puentes y pasarelas entre Santa Monica y
Venice.
Para finalmente ir a
parar a un extraño callejón o patio trasero que parece arrancado de un zoco
árabe, con palmera incluida. Al lado de una puerta, pintado sobre un flotador,
se lee: 777, de Baabek Lane.
Hay que detenerse un
instante en la confluencia de elementos esotéricos que se acumulan aquí. De una
parte, como hemos visto, Marjorie Cameron era una bruja seguidora de Thelema,
miembro como su fallecido esposo de la Logia Agape de California, instituida
bajo la égida de Aleister Crowley. Harrington no sólo había participado como
intérprete junto a ella en el citado corto de Anger, sino iniciado una relación de
amistad que le llevaría a rodar también Wormwood Star
(1956), bello y sugestivo recorrido visual por la obra pictórica y mágica de
Cameron. Aquí, la convierte en algo más que un simple elemento decorativo de la
intriga, de distracción y confusión para el espectador, pues se nos dice que no
es sino una de “Ellos”, Los Profundos, que ha venido a buscar a Mora, hija
pródiga de su antigua tribu, para devolverla a su original reino acuático. Pero
es también y sobre todo vehículo de conocimiento que conduce al protagonista
por el laberinto de su primera relación erótica hasta el descubrimiento de la
esencia mortífera y caníbal de la misma. Al comienzo del Liber 777 de Crowley, consagrado a una serie de tablas comparativas
de todas las religiones y saberes esotéricos universales a fin de mostrar su
profunda unidad en la diversidad, leemos: “El escéptico aplaudirá nuestros
esfuerzos en la medida en que la verdadera catolicidad de los símbolos les
niega cualquier validez objetiva, desde el momento en que, al caer en tantas
contradicciones, algo debe ser falso; mientras que el místico se regocijará
igualmente de que la misma abarcadora catolicidad es prueba
de su verdadera validez, desde el momento en que después de todo, algo debe ser
cierto”.Exactamente lo mismo puede decirse de Marea nocturna, donde su doble conclusión y desarrollo puede leerse
tanto desde el escepticismo racionalista ―Mora está loca― como desde el
misticismo más crédulo ―Mora es una sirena―, pero en realidad, siguiendo la
misma lógica crowleyana ambas cosas son
ciertas al tiempo y a la vez, pues como prosigue el texto del mago:
“...hemos aprendido a combinar estas ideas, no a través de la mutua tolerancia
entre sub-contrarios, sino a través de la afirmación de los contrarios, que
trascendiendo las leyes del intelecto conduce a la locura al hombre normal...”.
Esa locura es la que acecha a Johnny cuando traspasa el umbral del 777 de
Baabek Lane para penetrar en la casa/santuario/gabinete de curiosidades del
Capitán Murdock, el algo más que patrón de Mora, interpretado por Gavin Muir.
Es él quien le revela,
en estado de mística embriaguez, el peligro que entraña amar a la muchacha,
especialmente en las noches de luna llena, cuando sube la marea y el océano
femíneo está en plena efervescencia de poder: es entonces cuando la sirena
humana arrastra a sus víctimas a la perdición, ahogándolas en su elemento
natural. Cuando Johnny, siguiendo las instrucciones del Capitán, abre una
vitrina para reponer la botella de licor, su mirada horrorizada es capturada
por una mano cortada conservada en formol, la de un ladrón, según le informa su
anfitrión, condenado por un jeque a perderla en castigo de su crimen. Johnny
acaricia mecánicamente su propia mano y no hace falta ser psicoanalista experto
para adivinar la metáfora de castración presente en este gesto ni la amenaza
implícita: si el joven e ingenuo marino persiste en su romance, puede que
pierda algo más importante que la vida.
La suerte de casa/museo
del viejo Capitán inglés evoca a su vez el salón regentado en Barton Avenue
durante los años 50 por el actor Samson De Brier, protagonista de Inauguration of the Pleasure Dome,
verdadero centro de reunión para figuras intelectuales y del mundo de Hollywood
fascinadas por este excéntrico personaje, quien se decía antiguo amante de André Gide,
experto ocultista y poseedor de una abrumadora colección de memorabilia hollywoodiense y objetos
mágicos y artísticos. Por allí pasarían a lo largo de aquellos años Kenneth
Anger, Anais Nin, Jack Parsons, Jack Nicholson, Anton La Vey y, por supuesto,
Curtis Harrington, Marjorie Cameron y Dennis Hopper. Es obvio que aun
chapoteando en el patetismo de lobo de mar hundido en un océano de recuerdos y
alcohol, acosado por la edad y el deterioro, el Capitán Murdock todavía conserva
el prestigio de un mago, quizá incluso un mago negro, si bien ya casi derrotado
por la vejez y el agotamiento de sus poderes, disminuidos ante la pureza y
juventud de Johnny, a quien intenta en cierto modo tanto proteger como
embaucar. En una escena posterior, que tiene lugar en el secreto mundo
masculino del masaje, el Capitán repetirá sus advertencias a Johnny,
despertando nuestras sospechas acerca de sus verdaderas inclinaciones eróticas,
como mínimo ambiguas y perversas.
El desenlace fatal no
se hace esperar. Arrastrado por Mora a un solitario y profundo lecho submarino,
Johnny consigue a duras penas escapar de sus garras y salir a flote, mientras
su amada se hunde en los abismos a los que quizá en realidad ha pertenecido
siempre. Si bien no se ha visto enfrentado a la criatura tentacular y viscosa
de sus pesadillas sino a la aparente locura de una “simple” mujer, esta no es
sino la mujer amada que decía amarle apasionadamente, lo que sin duda era
también cierto, pues es el amor apasionado el que ahoga y mata.
En un sórdido hotel de
playa, el rostro antes juvenil y sonriente de Dennis Hopper es ahora un angustiado
mapa del desastre, mostrándonos a un Johnny al borde también de la demencia
ante sus peores temores hechos realidad. Ante el demoledor descubrimiento de que
el amor de la mujer es devorador, hambriento y asfixiante como el océano y las
criaturas sin piedad que lo habitan.
Como
un personaje de Lovecraft, Johnny ha visto a través del velo y vislumbrado los
seres que se esconden tras él, quizá seres humanos, pero también y al tiempo monstruos
o criaturas legendarias encarnados. Recuperar la paz, la
cordura, le exigirá una última prueba: enfrentarse con sus miedos, buscar la
verdad, si tal cosa existe.
Cuando Johnny vuelve a la feria del muelle lo hace en una escena que funciona como perfecto negativo de la que abriera prácticamente la película. Si al comienzo veíamos a un Hopper de blanco deslumbrante deambular maravillado e inocente, con sonrisa tímida y beatífica, por entre las carpas y atracciones, ahora llega embutido en una gabardina oscura con rostro y gesto ensombrecidos, como el protagonista perseguido y angustiado de un viejo noir paranoico.
"Como un personaje de Lovecraft, Johnny ha visto a través del velo y vislumbrado los seres que se esconden tras él, quizá seres humanos, pero también y al tiempo monstruos o criaturas legendarias encarnados"
Bajo la lluvia y la
oscuridad penetra de nuevo en la barraca de su sirena, en un ambiente de
pesadilla alucinada,
para descubrir su
cadáver flotando en el tanque de agua, de nuevo disfrazada con su cola de pez,
con su fantasmal rostro semi-sumergido en el líquido como el de una máscara de
cera, los enormes ojos abiertos al vacío de la muerte en una imagen de
inquietante belleza, que evoca el cine de Cocteau y, como tantos otros planos
del film, L´Atalante (1934) de Jean
Vigo.
Es entonces cuando el
viejo Capitán, en típico gesto de melodrama policial, aparece empuñando un
revólver, amenazante y patético, con intención de acabar con la vida de Johnny,
acusándole de haber asesinado a la hermosa Mora, su único, verdadero amor.
Durante la escaramuza el tanque que contiene el cadáver de la falsa (?) sirena
explota derramando su macabro interior sobre el personaje de Gavin Muir, como
en una suerte de venganza más allá de la tumba. Poco después aparece la
policía, poniendo fin al clímax. Lo que sigue es una escena voluntariamente calcada
de la explicación final de Psicosis
estrenada tan sólo un año antes: dentro de la estación de policía el Capitán
Murdock narra cómo, perdidamente enamorado de su pupila a la que rescatara
(¿secuestrara?) apenas niña de una isla griega, celoso y a fin de mantenerla
alejada de los hombres, ha implantado en su mente la fantasía de que es una
sirena, miembro del pueblo del mar, incapaz de amar a un hombre sin arrastrarle
a la perdición y la muerte. En realidad, los dos novios anteriores de la muchacha
fueron asesinados por Murdock, quien hizo creer a Mora que ella era la causante
de sus muertes, conduciéndola finalmente a intentar asesinar a Johnny para
acabar así muriendo en el intento. Todo encaja, con el mismo vulgar desencantamiento
que la explicación psicoanalítica de los crímenes de Norman Bates... Salvo por
un detalle. Un detalle sustancial: el Capitán nada sabe acerca de la misteriosa
mujer encarnada por Cameron, la misma que ha guiado a Johnny a todo lo largo de
su peligrosa iniciación en las ocultas verdades del amor y de la vida. La intención de Harrington es tan obvia
como inteligente: dejar abierta la puerta al Misterio. A la posibilidad de
que esta banal explicación materialista no sea la única. Que incluso resulte ser
tan sólo un triste disfraz hecho jirones para intentar tranquilizarnos después
de haber vislumbrado Otro Mundo. Un mundo de mitos, fantasías y fantasmas que
convive con el nuestro, amenazando destruir nuestra cordura y certezas. Viene
aquí de nuevo a la mente el Liber 777
de Crowley, clave quizá para interpretar correctamente el filme: no se trata de
que el espectador pueda elegir cualquiera de las dos explicaciones, la
escéptica o la fantástica, sino de que ambas
explicaciones son una y la misma y tan reales la una como la otra. Nos
movemos en las aguas del inconsciente, de sus mitos y arquetipos encarnados. El
Capitán Murdock denomina en cierto momento el proceso de enajenación al que
sometiera a Mora, “mi experimento psicológico”, lo que recuerda ciertos
aspectos de la magick crowleyana, como
si el viejo coleccionista de rarezas hubiera intentado de hecho convertir a su
prohijada en auténtica sirena a través de la sugestión. Mora encarna también el
concepto jungiano de “posesión arquetípica”, ya que tanto voluntaria como
involuntariamente ha asumido por completo el papel de sirena devoradora de
hombres, hasta llevarlo a sus últimas consecuencias. Y luego está, claro,
Cameron... Siempre Cameron y los Profundos (qué buen nombre, por cierto, para
una banda de New Wave).
Las escenas finales de Marea nocturna, siguiendo las reglas
tradicionales del cine de género al que se adscribe por vez primera su director
tras unos inicios cinematográficos ligados a lo experimental, nos devuelven a
la tranquilidad solar de la vida cotidiana y la vigilia, al orden convencional
tras el caos lunar de la noche y el revuelto mar onírico del inconsciente.
Ellen, la dulce, rubia y luminosa muchacha del tiovivo, espera en la comisaría
a Johnny y entre ambos se apunta la posibilidad de un romance sano, limpio y
netamente americano. Dos policías militares aguardan a Hopper para escoltarle
de vuelta a su barco, uno de esos que flota orgulloso sobre la superficie del
mar, henchido de fálicos cañones e ignorante de los profundos misterios femíneos
que yacen bajo sus planchas de metal, en lo más profundo y oscuro del océano. La
imagen de Johnny caminando entre ambos al abandonar la estación de policía
parece la de alguien que vuelve a un tranquilizador y viril mundo de amistad masculina
y camaradería militar, por completo ajeno a la locura pasional y disolvente de
la Naturaleza femenina y sus criaturas abisales de afilados dientes y cola de
pescado. No sé por qué pero me cuesta creer que Johnny retorne algún día al
muelle de Santa Monica, o a reanudar su idilio con la sana muchacha americana
que encarna Luana Anders. Tengo la impresión de que ha tenido suficiente amor
para el resto de su vida. Y, por supuesto, la cita final del poema Annabel Lee de Edgar Allan Poe, autor
que marca por demás el alfa y omega de la carrera cinematográfica de
Harrington, no hace sino confirmar que Mora ha sido y será siempre el único
amor posible e imposible del protagonista.
Formidable análisis!!
ResponderEliminarMuchas gracias!!!
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