EL FARO EN EL PAÍS DE LOS CIEGOS | Jesús Palacios


¿Por qué a (casi) todo el mundo le gusta tanto El faro de Robert Eggers? Me cuesta entenderlo. Y la razón es sencilla: se mire por donde se mire, el nuevo filme del director de la estimable La bruja es una obra que se debate entre el intento fallido e irregular... Y el bodrio netamente pretencioso e insufrible. Pocas veces me siento inclinado ―cosas de la edad― a glosar con cierta pasión y ensañamiento aquellas películas actuales que me desagradan, aburren o decepcionan, prefiriendo casi por principio dedicar mi tiempo de escritura antes bien a lo que me gusta y por tanto me gusta más aún recomendar que a lo contrario. Pero en El faro coinciden varios factores que me arrastran indefectiblemente, náufrago presa de un mar proceloso cuyas turbias aguas se ciernen asfixiantes sobre mi empapada cabeza, a una confrontación sincera y sin paliativos con una obra cuyos defectos manifiestos claman al cielo cual oscuras nubes preñadas de tormenta.

En primer lugar, Eggers ha caído por completo víctima de algo que sobrevolaba ya molestamente su primer largometraje, pero que evitaba casi milagrosamente gracias a su frescura y convicción en el material original: la pedantería de fondo y forma. Consiguiendo que Ari Aster parezca un cineasta divertido por comparación, El faro carece de cualquier asomo de sentido del humor, ironía o humildad, más allá de unos cuantos chistes soeces acerca del alcohol, los pedos y la compañía viril, que difícilmente pueden arrancarnos una sonrisa, tan saboteados como se encuentran ya de partida por la esperpéntica sobreactuación de sus dos protagonistas. Pero no nos adelantemos.

Empecemos por la forma. Desde su primer plano, El faro se plantea ya como una obra que no se quiere nueva ni original, pero que tampoco se quiere verdaderamente cómplice o meta-referencial, sino una mera cita/imitación ferozmente subrayada con rotulador grueso de los grandes cineastas del blanco y negro y el periodo silente, especialmente Dreyer, Flaherty y Sjöström. Pareciera que estuviéramos ante la tesis doctoral de fin de carrera de un estudiante empollón sin imaginación, en la que cuentan más la cantidad de notas a pie de página, citas y referencias acumuladas que la originalidad o calidad de la propia tesis en sí. No hay disimulo alguno, porque su manifiesta intención no es realmente narrativa ―los planos no están puestos al servicio de una historia― sino alusiva, y su función es doble, pero doblemente mezquina: aprovecharse del desconocimiento de parte del público en relación a sus fuentes de inspiración, al mismo tiempo que conquistar a aquellos que puedan reconocerlas por medio de una suerte de adulación mutua y compartida. Es decir: abducir al público cinéfilo por el procedimiento de compartir presuntuosamente con éste el esotérico conocimiento de los clásicos que imita, como si en este mimetismo académico y falaz hubiera el más mínimo mérito real. Esto, que constituye una de las características más siniestras a la vez que identificativas del así llamado elevated horror de hoy, es llevado en El faro hasta el límite de lo soportable. No hay absolutamente ni una sola imagen en la película que tenga valor independiente de las fuentes que invoca directa o indirectamente. De principio a fin El faro es como un filme de apropiación que en lugar de atreverse ―como lo hacen cineastas realmente vanguardistas: Guy Maddin o Craig Baldwin, por ejemplo― a utilizar el genuino collage se limitara a copiar con plantilla las imágenes, ideas y recursos plásticos y narrativos de autores anteriores a los que saquear sin pudor alguno, bajo la excusa del homenaje y la cita posmodernos. A la lista ya citada, añadamos el Bergman de La hora del lobo, la imaginería surrealista de Buñuel, Man Ray, Germaine Dulac, Cocteau y Maya Deren, L´Atalante de Jean Vigo, el Curtis Harrington de Marea nocturna ―¡ay, tan infinitamente superior!―, atisbos del primer Kenneth Anger, resabios del fantástico subjetivo de Polanski o Skolimowski y, de forma contumaz, el surrealismo posmodernista del canadiense Guy Maddin, al que depreda sin escrúpulos confiando tanto en la ignorancia de parte de su público a la hora de conocer o reconocer la impronta de largometrajes como Brand Upon the Brain! (2006) o cortos como Odin´s Shield Maiden (2007), entre otros, como en la complicidad de quienes quizá sí los reconozcan pero se sientan confortados y reconfortados por este conocimiento más o menos secreto y compartido cual guiño entre trileros. No es mi caso. En todo momento me sentí estafado por alguien que utiliza la referencia no como un apoyo sino como un fin en sí mismo, evadiendo cualquier compromiso creativo genuino, amparándose en la hipocresía de ofrecer una película perfectamente inteligible bajo la pátina de lo experimental y simbólico, sin asumir el más mínimo riesgo formal o narrativo que pueda comprometer seriamente su interpretación y estructura en tres actos (compárese El faro con cualquiera de las últimas películas de David Lynch o con El quimérico inquilino de Polanski). La prueba más obvia: un final pretendidamente alegórico que no puede ser de mayor vulgaridad en su exhibicionista utilización del arquetipo de Prometeo y su identificación del fuego sagrado del conocimiento con la amenazadora figura femenina oceánica y pulposa, vista siempre a través de estrábicos ojos masculinos (es decir: de personajes masculinos falazmente reducidos a una parodia grotesca de la virilidad muy a tono con los tiempos que corren). Psicoanálisis for dummies.

Todo lo que puede decirse a este respecto desde el punto de vista visual, narrativo y formal, queda refrendado hasta el hastío por idéntica referencialidad literaria, llevada en el trazado de los personajes ―por llamarles algo― y en la escritura de sus diálogos hasta el límite de lo tolerable y verosímil. Si el lanzamiento de citas cinematográficas a la cara del espectador es tan repetitivo como molesto, el de los referentes literarios alcanza cotas de pura náusea. El cóctel compuesto por un batiburrillo de Melville, Poe, Conrad, London, Coleridge, Hawthorne y vaya usted a saber quién más, con retazos de Billy Budd, El corazón delator, Lord Jim, El lobo de marLa balada del viejo marineroEl océano, aderezado con visiones abisales de lo femíneo tentacular de tintes lovecraftianos, se atraganta, produce acidez y conduce finalmente a la vomitiva verborrea que gastan tanto Robert Pattinson ―al principio algo más discreto, aunque sólo sea porque le persigue la conciencia vengadora― como el terriblemente sobreactuado Willem Dafoe, personajes que son supuestamente trabajadores de clase baja, pero que tan pronto se expresan de la forma soez y vulgar que se les presume como, en el caso sobre todo de Dafoe, pasan del lenguaje de John Silver el Largo a delirantes parrafadas poéticas entre el romanticismo decimonónico, exabruptos propios de anónimos y alcohólicos lobos de mar frecuentadores de la taberna del Almirante Benbow y una suerte de nihilismo vanguardista digno de T. S. Eliot o Ezra Pound (si el inglés antiguo funciona correctamente en La bruja es gracias a su medida utilización y coherencia con el periodo retratado, lo que en absoluto ocurre en este caso). 

El “duelo interpretativo” se convierte en una carrera armamentística hacia la sobreactuación y la saturación, un “a ver quién los tiene más grandes”, que acaba con la explosión atómica granguiñolesca de un clímax tan exagerado como tardío, cuyas dosis de violencia, suspense y horror se han hecho esperar tanto que llegan cuando ya no nos importa una higa qué les pase a (o qué se hagan entre) los dos insoportables personajes a quienes tan sólo deseamos ―sin conseguirlo― ver muertos cuanto antes. En definitiva, el discurso narrativo de El faro, para tratarse de una película que se ofrece de partida con ínfulas de cine mudo y experimental, es trágica y terriblemente literario, hasta el punto de parecer un audio-drama radiofónico (ni cerrando los ojos escaparás de El faro), lo que cuestiona de forma incuestionable la eficacia cinematográfica del invento de Eggers. Compárese El faro con Anticristo de Lars Von Trier, ambas películas claustrofóbicas, minimalistas, con dos personajes enfrentados al amparo de la Naturaleza hostil, de carácter alucinado y alucinatorio, para comprender la verdadera diferencia entre un cineasta vacío que se rellena a sí mismo con referencias de otros y un cineasta creativo que utiliza las referencias orgánicamente para manifestar su universo personal, su propia weltanschauung. Entre un director que saca lo mejor de sus actores sin que apenas tengan que pronunciar una palabra y otro que arrastra a los suyos a la infamia obligándoles a recitar esperpénticos discursos anacrónicos y reiterativos.

Probablemente, todo lo anterior sería de importancia relativa de no mediar una circunstancia aún más imperdonable. El faro es aburrido. Pese a ser el segundo largometraje de Eggers, parece el primero. Tiene todo el carácter del típico cortometraje de escuela de cine, ejercicio de fin de curso pretendidamente virtuoso, donde su imberbe realizador en ciernes ha intentado meter todo, absolutamente todo lo que le gusta, alargándolo innecesariamente hasta superar la duración estándar de un largo, alcanzando así las casi dos horas cuando su condición real sería, como mucho y en el mejor de los casos, la de una vieja y buena Serie B de 70 minutos. De aquí que me resulte incomprensible que a (casi) todo el mundo le guste El faro. Puedo entender que su mezquina naturaleza de estafa artística engañe a una parte del público. Vivimos un momento nefasto en el que gran parte del cine supuestamente autoral no se fundamenta en una auténtica necesidad e instinto de autor, sino en la mímesis de las formas y formatos superficiales de lo que se espera del cine de autor. De ahí, que el elevated horror, con el que puede y debe alinearse El faro, no sea verdadero cine de autor, mientras que el low horror de Carpenter, Romero, Hooper o Craven se haya desvelado más bien antes que después como tal. No es autor quien quiere, sino quien puede. En cualquier caso, el espectador-tipo de El faro ―su target, puesto que se trata de una película comercial― es ya una víctima propiciatoria que espera exactamente lo que este tipo de farsa autoral le promete... El problema es que Eggers ni siquiera cumple su promesa como lo hicieran en alguna medida Ari Aster, Jordan Peele, David Robert Mitchell o Jennifer Kent en sus filmes e incluso la propia La bruja en su momento, títulos que poseen suficientes atractivos de uno u otro tipo como para resultar interesantes durante, al menos, parte de su metraje. Mi pega fundamental, que espero sea compartida por algunos espectadores más al menos, es que El faro es insoportablemente aburrida, pretenciosa e irritante a partir de los veinte primeros minutos.

Cualquier identificación mínima con los personajes se pierde rápidamente ante la imposibilidad de separarlos de la histriónica actuación de quienes los interpretan y, por lo tanto, sus sórdidas historias personales, sus pasados criminales, sus problemas de conciencia, miedos, engaños, traiciones, visiones alucinadas (lo sean realmente o no), nos importan una ―perdón por la expresión― mierda pinchada en un palo de mesana. Y cuando una película hace depender su argumento de dos personajes que se engañan y traicionan ―en manos de un director que engaña y traiciona a sus espectadores―, pero cuyos engaños y traiciones te son absolutamente indiferentes, el aburrimiento es inevitable. Aburrimiento teñido de irritación porque las situaciones se alargan y reiteran ad nauseam sin aportar otra cosa al filme que metraje, minutos y minutos tan vacíos de sentido o sensibilidad como inflados de pretenciosidad y simbolismo barato.

El fracaso de El faro es, por tanto, doble: como filme experimental, simbólico y surreal, su imaginería visual está saqueada de obras y artistas tan anteriores como superiores, careciendo de una articulación propia, representativa de alguna idea genuinamente original o significativa que nos permita atisbar la existencia de un verdadero universo autoral característico de su director, comparable al que revelan ya incluso las obras primerizas de Lynch, Von Trier o Winding Refn. Como drama psicológico de suspense no soportaría ni una sola representación teatral, sus diálogos resultan artificiales, artificiosos y forzados, sus huecos personajes resuenan con voces y conflictos que no son suyos, careciendo de personalidad propia e interés alguno, lo que a su vez resta cualquier impacto a su juego de mentiras, traiciones y máscaras, situando el guion en las antípodas de, por ejemplo, magistrales duelos actorales como La huella de Mankiewicz.

Sólo que vivamos en un panorama cinematográfico donde los ciegos campan por sus respetos explica que El faro, como el tuerto del dicho, pueda reinar a día de hoy en las carteleras. Por desgracia, un tuerto marino de agua dulce cuyo único ojo tiene cataratas y sólo merece que se lo arranque alguna gaviota justiciera, cargada de simbolismo freudiano, arquetipos jungianos y vacío lacaniano para todos los públicos.

P. D.: Me ahorro referencias a The Lighthouse (2016) de Chris Crow, a La piel fría (2017) de Xavier Gens y a Keepers. El misterio del faro (2018) de Kristoffer Nyholm, por no poner en tela de juicio la buena voluntad de Eggers... Y porque, francamente, encuentro el género de lighthou´xploitation de interés tan relativo como agotador.


Galería de citas

Prästänkan (C. T. Dreyer, 1920)


La coquille et le clergyman (Germaine Dulac, 1927)



El viento (The Wind. V. Sjöström, 1928)

L´etoile de mer (Man Ray, 1928)



Hombres de Arán (Robert Flaherty, 1934)



L´atalante (Jean Vigo, 1934)





At Land (Maya Deren,1944)



La palabra (Ordet. C. T. Dreyer, 1955)



Marea nocturna (Night Tide. Curtis Harrington, 1961)





La hora del lobo (Vargtimmen. I. Bergmanm 1968)



Brand Upon the Brain! (Guy Maddin, 2006)



Odin´s Shield Maiden (Guy Maddin, 2007)



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