"El jardín del diablo" ("Garden of Evil", 1954) | Jesús Palacios


Ya desde aquí, que es desde donde se dicen todas las cosas importantes que no le importan a nadie, lo aviso: que no cuente con mi voto ningún partido ni político que pretenda eliminar la programación de westerns de Telemadrid o el resto de televisiones autonómicas de este país. El motivo es sencillo: cualquier caluroso y abominable mediodía de agosto, en el que uno se queda literalmente agostado en el sofá, que no acostado, puede que te salve la vida recuperar una película como El jardín del diablo (Garden of Evil, 1954), de Henry Hathaway. Para empezar, nunca he entendido por qué a Hathaway se le niega y sigue negando la estatura de gran clásico, al nivel si no de Ford o Hawks, sí de Mann, Wyler o Wellman, y de hecho, este delicioso filme ambientado en algo así como el Golfo de Méjico en plena fiebre del oro, pero que tiene más de exótico melodrama de aventuras que de western al uso, sigue recibiendo mucha menos consideración de la que obviamente merece. Partiendo de una parábola sobre la avaricia y la maldad humana estilo El tesoro de Sierra Madre, pero con un reparto mucho más atractivo y en apabullante technicolor y cinemascope, El jardín del diablo está más cerca de una aventura de mundo perdido o búsqueda del tesoro que de la típica historia del Oeste con duelos, vaqueros y bandidos. Algo que la impresionante banda sonora de Bernard Herrman (la única que compuso para un western) se encarga de remarcar con su peculiar y misterioso empleo de las cuerdas, el metal y los instrumentos de viento, pero que también el fantasmagórico escenario de montañas y desfiladeros infranqueables, iglesias derruidas y pueblos enterrados por la lava de un antiguo volcán, subraya de forma inquietante y colorista. Cuatro aventureros, tres yanquis y un mejicano, acompañan a la indómita Susan Hayward hasta una mina perdida de la mano de dios (literalmente) para rescatar a su marido, descubriendo que no es oro todo lo que reluce en este matrimonio y que los apaches de la región acaban de levantar la veda de hombres blancos. Aunque en principio los protagonistas principales debían ser Gary Cooper y John Wayne, afortunadamente el segundo fue sustituido por un más joven, atractivo y ambiguo Richard Widmark como tahúr cínico pero de buen corazón... salvo que esté enamorado de Gary Cooper, claro, como su sacrificio final (spoiler) podría indicar. Al fin y al cabo, Hathaway y sus historias de camaradería masculina son proverbiales, y esos planos en los que Widmark agoniza mientras Cooper le acaricia la mano moribunda son inconfundiblemente homoeróticos... O me gusta pensar que lo son. Mientras, Susan Hayward interpreta una mujer dura, hermosa y empoderada de verdad, que no duda en utilizar su atractiva sensualidad para satisfacer su ansia de riqueza, aun a costa de la vida de otros, sin por ello ser retratada como un mal bicho. Para mal bicho ya está el joven Cameron Mitchell, mezquino y traidor, y para macho, el mejicano Víctor Manuel Mendoza, que muere a lo Aragorn, y era más majo el "hombre" de lo que nos querían hacer creer (no hay racismo aquí, cuates). Sin olvidar la aparición de Rita Moreno cantando provocativos boleros en el breve prólogo inicial... En definitiva, una fantasía western exótica, con moraleja pero sin moralina, con diálogos afilados e ingeniosos, indios fantasmales y peligrosos al estilo de los mortíferos árabes de La patrulla perdida de Ford, reparto de estrellas, espectaculares música, escenarios naturales y escenas de acción, y romántico final en la línea sacrificada y viril de los "amigos para siempre" (que encuentra eco de disparos también en Bone Tomahawk, ojo), eso tan masculino que tanto gustaba en la época y que tan filogay resulta ahora aunque quizá no lo fuera entonces, vaya usté a saber. Exijo de inmediato que Hathaway entre ya en el limbo de los grandes clásicos, dentro y fuera del Hollywood Camp, y que El jardín del diablo sea considerado sin rubor alguno como uno de los mejores filmes de aventuras exóticas de los años 50. 😈









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