LA COMUNIÓN DE LOS MUERTOS. Sobre Lugares poco comunes de W. H. Pugmire | Jesús Palacios

 

Libros 📚

LUGARES POCO COMUNES: UNA COLECCIÓN DE EXQUISITECES. W. H. Pugmire. Traducción de Rocío Tizón. Autora Dorada Ediciones, 2025. 268 págs.

 


eer Lugares poco comunes de W. H. Pugmire puede resultar para algunos mucho más que disfrutar de una nueva excursión literaria por paisajes, personajes y evocaciones lovecraftianas o, en realidad, procedentes de toda una larga tradición de la literatura y el arte de lo extraño que pasa por Poe, los simbolistas, prerrafaelistas y decadentes, sin olvidar a los románticos y góticos que les precedieran. De por sí, esto sería ya motivo más que suficiente para sumergirse entre las páginas del libro. Pero, en realidad, lo que supone para quienes compartimos en buena medida las mismas obsesiones, manías y tendencias que su autor, es quedar cautivos en una suerte de perversa y descarada ingenuidad que convierte la prosa poética de Pugmire y sus terroríficas fabulaciones erótico-estético-decadentes, en un terreno familiar o, mejor dicho, en una antigua mansión familiar en ruinas, cuyas habitaciones, pasillos, sótanos, desvanes y torreones creíamos haber abandonado para bien en nuestra juventud pero que, de repente, descubrimos siguen viviendo en nuestro interior. Siguen estando fuertemente impresas en las circunvoluciones de nuestro cerebro licuefacto o, si se prefiere, en las arrugas, grietas y heridas sin cicatrizar de nuestra negra alma.

¿Quién, de entre los adoradores de lo extraño, no escribió en su infancia y adolescencia cuentos, poemas y prosas lovecraftianas e incluso, el atrevimiento es joven, tratando de imitar torpemente a Poe, Baudelaire y Lautremont? Nuestros viejos y apolillados fanzines, como antes los cuadernos a rayas del colegio, estaban rebosantes de patéticos intentos de transmitir a nuestra escritura imberbe el poder mágico y evocador de la prosa de Lord Dunsany, de los cuentos de Clark Ashton Smith, los poemas de Rimbaud o los versos de Rubén Darío. En nuestra ingenua ambición de felices ignorantes no retrocedíamos ante casi nada. Desde las páginas de aquellas publicaciones públicas y aquellos folios o cuadernos privados (sobre todo privados de razón) resbalaban pegajosos como la miel los adjetivos arcaizantes, las descripciones minuciosas, las aliteraciones provocativas, las rarezas lingüísticas, los efectismos poéticos más exagerados, los nombres impronunciables y las hipérboles más barrocas, esperando y creyendo firmemente capturar así la esencia de la perversidad esteticista y amoral de los mejores párrafos de Oscar Wilde, Huysmans, Villiers de L´Isle Adam, Marcel Schwob, Yeats y los demás, adoptando como nuestras las filosofías de Sade, Walter Pater, Ruskin y Péladan, todas juntas, revueltas y a la vez. El corazón adolescente ante nada se arredra.

 

El ídolo de la perversidad (1891), de Jean Delville, ídolo perverso de Pugmire

Y qué decir de las imágenes. Aquellas que pretendíamos e intentábamos desesperadamente plasmar en textos tan culpables que sólo podían ser inocentes (o a la inversa). Las obras de los pintores del último romanticismo y de visionarios adelantados a su tiempo como William Blake, Goya o Caspar David Friedrich. Las ensoñaciones medievales y mitológicas de prerrafaelistas y victorianos como Dante Gabriel Rossetti, Burne-Jones, Millais, Alma-Tadema y tantos otros. Las provocadoras visiones eróticas, místicas, oscuras y perturbadoras de los simbolistas, de Böcklin y sus islas de los muertos, Gustave Moreau y sus Salomés, de Klimt, Franz von Stuck, Jean Delville, Puvis de Chavannes... y así hasta llegar a las fronteras tortuosas con la modernidad más grotesca, retorcida y expresionista de Munch, Kubin, Ensor, Gauguin o Redon, pasando por el satánico y blasfemo erotismo de Rops. Todo eso y mucho más creíamos poder reproducir con nuestros pobres sucedáneos de la prosa modernista, decadente y preciosista de los grandes y pequeños maestros del siglo XIX y comienzos del XX.

 

Gracias a ellos, nuestros primeros y amanerados textos, ya fueran narrativos, poéticos o ambas cosas a la vez, rebosaban de amores malditos y necrófilos, pasiones prohibidas, paganismo, erotismo perverso, satanismo, crímenes antinaturales, sacrificios humanos, filosofías amorales, evocaciones de imperios perdidos y glorias de pasados inexistentes, dioses ancestrales, increíbles arquitecturas neogóticas, barrocas y orientales, misoginia y misantropía, bestias legendarias, mujeres fatales, héroes bárbaros y hechiceros de mágica iniquidad, destinos solitarios, cementerios acogedores, vampirismo literal y metafórico, madonnas inquietantes, íncubos y súcubos, andróginos fascinantes y demás tópicos típicos, arquetipos arquetipales, góticos exóticos, decadentismos decadentes, esteticismos antiestéticos, onirismos ensoñadores, sensualismos seductores y barroquismos informales. Todo barato, imitativo y peripatético, pero, ¡ah!, tan divertido, tan gratificante frente al odioso y continuo ruido blanco de la infame realidad.

 

Luego, un mal día, te despiertas. Descubres que aquellas cumbres ya escaladas no se pueden volver a coronar, que todo aquello es poco menos que imposible de imitar o replicar. Que por más que te esfuerces nunca lograrás llegar a las alturas ni mucho menos a las bajezas abisales ni de Poe, por supuesto, ni de Dunsany, Lovecraft, Machen o Ashton Smith. Descubres que detrás y después de ellos hay muchas otras cosas, algunas que no te gustan y otras que llegan a gustarte incluso más. Por mucho que te esfuerces, la vida real te echa a patadas de la mansión de las rosas y descubres que los cerezos del cementerio están marchitos. El ruinoso caserón familiar se convierte en una memoria nebulosa, siempre presente de alguna manera, pero que sólo podemos evocar con una inevitable sonrisa irónica, que puede llegar a transformarse en rictus burlesco y despreciable. ¡Qué tontos éramos! ¡Cómo creíamos en el poder de unas palabras ya gastadas que para tantos otros nada significan y en nada conmueven! Mejor no pensar demasiado en ello. Mejor no morder de nuevo la agusanada manzana del conocimiento, mucho menos la magdalena proustiana.

 

Pero entonces, te tropiezas con Lugares poco comunes y su tristemente fallecido autor, Wilum Hopfrog Pugmire (1951-2019), y el veneno vuelve a fluir por tu cerebro enfebrecido, destilado por sus recargados párrafos, compuestos con la insolente frescura de un adolescente burlón encerrado en un cuerpo y una mente de adulto corrompido hasta el tuétano del alma, pero apenas tocado por la infecta realidad. Un Peter Pan, con más de Pan que de Peter, que hubiera pactado con el Capitán Garfio para convivir juntos manteniendo a raya a Wendy hasta el final de los días.

 

Portada de la edición original de Uncommon Places (Hippocampus Press, 2012)

Es imposible para quien haya compartido la más mínima afinidad electiva y selectiva con el universo que evoca e inequívocamente invoca Pugmire no sentirse atrapado por sus relatos que, en el caso concreto de Lugares poco comunes: Una colección de exquisiteces libro publicado originalmente en 2012 por Hippocampus Press—, son una mezcla desequilibrada de prosas poéticas no necesariamente narrativas con varios cuentos donde esta expresión lírica no implica la ausencia de un cierto hilo argumental más tradicional, como ocurre con “Los habitantes de Wraithwood”, “Los locos del dolor”, “La musa enredada” o “Algún recuerdo enterrado”, entre otros. Nos entregamos voluntariamente a él, cuál virgen que se arroja a la boca de un volcán, porque se nos antoja que este es el libro que hubiéramos escrito algún día si no hubiéramos crecido para convertirnos en cabales ciudadanos de provecho. Si no nos hubiéramos dejado arrastrar y convencer por las ácidas críticas y las miradas irónicas de los adultos, desdeñosos ante nuestros aparentemente vanos esfuerzos literarios, sin darnos cuenta de que es preferible fracasar en el empeño a abandonar la búsqueda. Que hundirnos en el fango del pozo de los deseos es mejor que renunciar a ellos.

 

Pugmire, ese Divine lovecraftiano, embebido hasta la náusea en los néctares y ambrosías del simbolismo decadente, el romanticismo negro y la narrativa fantástica extraña de Weird Tales, postrado ante héroes culturales divinizados por su adoración sin límites (Poe, Wilde, Lovecraft, Henry James…) y abismado en la contemplación de las imágenes sobrenaturales y perversas plasmadas por Goya, Friedrich, Klimt, Aubrey Beardsley o Delville, carece del más mínimo pudor literario, estético o personal. Como si fuera un Sweet Transvestite from Dunwich, Providence, se lanza desde las montañas de su locura a las aguas turbulentas bajo cuya superficie descansan las ruinas de R´lyeh, y sin vergüenza alguna mezcla sus personajes y paisajes imaginarios, conectados con el resto de su obra, con los de HPL, utilizando un estilo alambicado, elusivo, arcaizante, repetitivo y musical, recargado y hasta cargante, que no pide disculpas a nadie por mimetizar y llevar al exceso la prosa propia del romanticismo gótico, el decadentismo finisecular y el simbolismo tardío, conectándola con los Mitos de Cthulhu, con caracteres lovecraftianos como Randolph Carter o Pickman, superponiendo su mitología del Valle de Sesqua a la de Arkham.

 

W. H. Pugmire, Sweet Transvestite from Dunwich, Providence

Partiendo de elementos tomados e inspirados en la obra del Solitario de Providence, en concreto del cuaderno de notas de Lovecraft conocido como Commonplace Book (publicado como Cuaderno de ideas por la editorial Periférica), del que se convierte en palimpsesto en su último tercio, Pugmire sabe perfectamente que, como hemos dejado escrito en más de una ocasión, tanto Lovecraft como sus más íntimos corresponsales, amigos y colegas, Clark Ashton Smith y Robert E. Howard, cada uno a su manera, fueron todos epígonos pulp del Simbolismo decadente, que compartían la influencia consciente e inconsciente de Baudelaire, el Flaubert más fantástico y exótico, Oscar Wilde, Marcel Schwob, Huysmans, Machen y Lord Dunsany. Por eso, en su propia y suntuosa paráfrasis de este mundo y estilo se integran todos ellos con pluscuamperfecta sobrenaturalidad.

 

Las páginas de Lugares poco comunes son, en efecto, “una colección de exquisiteces”, pero sólo apta para esos paladares que encuentran su eterna insatisfacción en degustar los manjares más fuertes, densos y complejos, al tiempo que almibarados, pesados y empalagosos, sin que les importe que puedan causar acidez, ardor de estómago o una noche de bienvenidas pesadillas producto de la indigestión. De hecho, eso es precisamente lo que semejan visiones y estampas oníricas, a veces de tan solo una o dos páginas, como “Una identidad en sueños”, “Postal desde Praga”, “La cámara de los sueños” o “Tu fantasma en el cristal”, entre otras: un recuerdo vívido al tiempo que confuso de alguna pesadilla producida por una sobredosis de imaginería simbolista y prosa decadente en la que refocilarnos sin decoro ni recato.

 

Absenta (1902), por Axel Torneman

Hay momentos de confusión, reiteración y perplejidad en las páginas de Pugmire, que a veces parecen perder cualquier sentido (aunque nunca la sensibilidad, siempre exacerbada). Pero ello contribuye a enriquecer aún más nuestra inmersión en sus impuras atmósferas, en esos reinos de la decadencia estética, filosófica y moral que nos invitan a visitar, sin billete de vuelta asegurado. Su sabor es el de uno de esos quesos azules fermentados que no podemos parar de devorar, por más que asomen gusanos a sus agujeros. Sus relatos y poemas en prosa son como una copa de absenta excesivamente azucarada, bombones de chocolate amargo rellenos con licores dulces tan pegajosos como el ícor del cadáver putrefacto de una antigua amante. Una que compartimos con Pugmire… Antes y después de muerta, por supuesto.

 

Volvemos así a redescubrir la diabólica, intensa y al tiempo frívola comunión que nos une al autor de Lugares poco comunes: la perversa ingenuidad que nos llevó un día muy lejano a querer retratar con nuestra imaginación y nuestra pluma el mismo cosmos maldito, perverso y pervertido, que gozamos y en el que hozamos al leer a nuestros autores favoritos, fagocitando sin recato alguno, con la inocente seriedad de la juventud y su falta de humor consciente, su estilo intransferible aunque, al menos en apariencia, fácilmente imitable. Pero donde nosotros renunciamos y abandonamos, Pugmire decidió instalarse cómoda o incómodamente. Sin miedo, adoptó la pose de sus ídolos y se transformó a sí mismo en eidolon, espectral heredero voluntario, sin ánimo paródico alguno, de sus sueños y pesadillas obsoletos, anticuados y periclitados, pero para nosotros eternos e inmortales.

 

Con libros como este y el resto de los que de él vamos pudiendo leer en castellano —como La mancha fúngica y otros sueños, también publicado por Aurora Dorada, o Bohemios del valle de Sesqua, por la Biblioteca de Carfax—, W. H. Pugmire, doblemente queer, inventó el camp lovecraftiano en particular y el camp decadentista cósmico en general. Al leerle, entramos en comunión no con nuestro niño interior, sino con nuestro muerto interior, que aún se debate entre eones extraños para no morir por completo pese a estar, cual el señor Valdemar, en alarmante estado al borde de la putrefacción. Comulgamos con aquel escritor decadente, aquel poeta romántico maldito que quisimos e intentamos ser un día ya lejano, pero al que para nuestra eterna vergüenza abandonamos agonizante entre las ruinas de la lejana y condenada Kadath de nuestra juventud.

 

Pugmire, ajeno a críticas o burlas, sin sentido del pudor y quizás hasta sin sentido del humor (o más bien con un humor melancólico, burtoniano, pero no por Tim sino por Robert), nunca se separó de él, al contrario, cultivó su íntima amistad, convirtiéndose ambos en uno y el mismo autor maldito, poeta y soñador. Ahora, pese a que también se cuenta entre las filas de los muertos como sus amados modelos —que son los nuestros—, nos invita a comulgar con él desde más allá de la tumba, con hálito necrófilo, sensual y embriagador. Una proposición poco común, que ni podemos ni queremos rechazar.


R.I.P. W. H. Pugmire, padrino del camp lovecraftiano


DIVINE LOVECRAFT | Jesús Palacios 

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 Jesús Palacios 😈

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