LA ABUELA MUERTA | Jesús Palacios


Puede contener algunas trazas de spoilers (pocas y sin importancia)

ALMA VIVA. Portugal, Bélgica, Francia, 2022. D.: Cristèle Alves Meira. G.: Cristèle Alves Meira, Laurent Lunetta. I.: Lua Michel, Ana Padrão, Jacqueline Corado, Ester Catalão, Duarte Pina.

Estreno: 9 de junio 2023

 

La mirada de una niña. La muerte de una abuela (y madre, claro). Un pequeño pueblo perdido en la Portugal profunda, a pocos kilómetros de la no menos profunda Galicia. Secarrales. Fiestas populares. Una familia dividida, rota y unida por el duelo, por la sangre y los fantasmas del pasado. Prejuicios, supersticiones, viejas rencillas. Mujeres de edades insondables, con caras como mapas de regiones requemadas por el sol y los incendios. Actores no profesionales, sones lusos de ayer y de hoy, perros vagabundeando por las calles polvorientas, atravesadas por rebaños de cabras y tractores… Alma viva lo tiene todo para confundirse con la masa de películas neocostumbristas rurales, nostálgicas, seudodocumentales, superficialmente teñidas de sociología, feminismo y ambientalismo que menudean hoy por Europa en general y España en particular, a partir sobre todo del exagerado éxito de la sobrevalorada Alcarrás. Pero no se confundan: Alma viva es otra cosa.

 


El primer y justamente alabado largometraje de la joven luso-francesa Cristèle Alves Meira es una sofisticada y elegante fábula moral, que emplea tanto la mirada antropológica y el naturalismo documental como la estructura mágica del cuento, el mito y la tragedia. Sin las ínfulas de falsa autenticidad que caracterizan la mayoría de ejercicios de docu-ficción o no-ficción actuales, Alma viva se reconoce en todo momento como una perfecta obra de ficción, sutilmente llena de guiños formales que desmienten lúcidamente cualquier intención de mero documento social o simple costumbrismo, para en base a dispositivos narrativos exquisitamente diseminados a lo largo de su metraje, escondidos al tiempo que a plena vista del espectador (por ejemplo, la pequeña orquesta que puntea con su música intradiegética ciertos momentos clave de la historia, sin explicación alguna), llevarnos a través de los ojos de su infantil protagonista hasta el corazón mismo de una realidad que penetra en la verdad última de la unicidad entre mito y mundo, entre sueño y vigilia, entre magia y cotidianidad, tal y como la viven los niños, los locos y, a veces, los ciegos.

 


Alma viva sigue la mirada de su protagonista, Salomé, interpretada o por mejor decir encarnada por la pequeña Lua Michel, hija de la directora, para contarnos una muerte en la familia. Pero no son ni una muerte ni una familia cualquiera, aunque también lo sean: se trata de la muerte de una matriarca, de pasado atrevido y a contracorriente, pasado que, como casi todo en este sutil fresco vitalista, se adivina, se sugiere, pero por fortuna nunca se muestra ni se explica. Abuela con resabios de bruja, de yerbera, de médium, devota de San Jorge, vencedor del dragón, con quien su nieta mantiene una relación íntima, ya que en ella se adivinan sus mismas dotes visionarias y espíritas.

 

No es cuestión desvelar aquí la historia y las historias que derivan de este fallecimiento, envuelto en las desavenencias familiares de rigor al tiempo que por la atmósfera mágica, misteriosa y onírica de la mirada infantil, que conecta ambos mundos a través de su percepción ingenua que no inocente. Sí lo es confirmar la sabiduría narrativa, visual y cinematográfica con la que Cristèle Alves Meira nos sumerge en ese mundo, fundiendo y confundiendo magistralmente lo cotidiano con lo mítico, lo mezquino con lo sublime y lo simplemente típico con lo arquetípico, creando con Salomé un personaje único, verdadero punto moral de la película, convertido en mensajero de un Más Allá que está en el Más Acá y viceversa.

 


No importa si la niña está poseída por su abuela muerta o si esta posesión es producto de la autosugestión; si el alma viva y atrapada entre dos mundos de su yaya la guía para buscar venganza, por un lado, y restaurar la paz familiar por otro, o si los actos rituales, individuales y colectivos, influyen realmente en el devenir de los hechos materiales (incendios y lluvia incluidos), o es todo superchería tribal de pueblo, travestida en sofisticado artefacto poético por su directora.

 

Importa que ante nuestros ojos se extiende el misterio de lo vulgar y corriente, la magia de lo ordinario, la trascendencia de lo intrascendente. El latido de lo mítico bajo la reseca piel de toro ibérica. Importa la reivindicación del duelo tradicional y la presencia de la muerte. La inextricable mezcla de comedia y tragedia que conlleva la existencia humana más pequeña. Cristèle Alves Meira construye una galería de personajes inolvidables, perfilados con el trazo justo y medido de humanidad, ironía, amor y humor. No se trata nunca de realismo “a secas”, ni siquiera de realismo mágico: se trata de reconstruir el mundo a imagen y semejanza del mito, a la par que el mito se nos muestra hecho del barro, la arcilla y el ladrillo más humildes del más pequeño y humilde pueblo.

 

El otro (The Other. Robert Mulligan, 1972), un niño y su abuela

Alma viva se inscribe voluntariamente en la tradición de un recontar el mundo adulto a través de la mirada infantil, que no toma al niño ni como inocente angelito ni como diabólico engendro infernal. Aunque la relación de Salomé con su brujeril abuela tiene algo de aquella que unía al niño de la magistral El otro (The Other, 1972) de Robert Mulligan, según novela de Tom Tryon, con la suya, la directora evita conducir a su personaje por los senderos del mal, la locura y la mala semilla (aunque juega con malicia a sugerirlo en alguna que otra escena). Inevitable recordar a la Ana Torrent de El espíritu de la colmena (1973) de Erice —a su vez deudora de clásicos británicos demasiado olvidados como La bahía del tigre (Tiger Bay. J. Lee Thompson, 1959) y Cuando el viento silba (Whistle Down the Wind. Bryan Forbes, 1961)—, pero más aún a la de Cría cuervos (1976), referente voluntariamente asumido, hasta el punto de tener Alma viva un algo, solo un algo, como de remake rural de la obra maestra de Saura.  

 

Cría cuervos (Carlos Saura, 1976)

Más allá de la cinefilia y cinefagia que denotan una dirección novel pero segura, donde adivinamos inclinaciones por un neorrealismo de antaño sin servidumbres ideológicas de hogaño, una sana debilidad por el cine mudo y el teatro griego, por Dreyer, Buñuel, Cacoyannis, Pasolini y el mejor Kiarostami, Alma viva se nutre de la propia experiencia y sensibilidad de su directora. De su gusto por el símbolo y la sutil alegoría con regusto antropológico, que se refleja en el extremo cuidado de cada detalle (del pendiente de la niña —su diente de leche conservado, según la costumbre portuguesa—, a cada rosario, cada rezo y cada gesto, cada instrumento musical elegido para la banda sonora) al tiempo que de su ingenioso empleo del mito clásico (ese maravilloso cantor ciego, Tiresias de pueblo, al parecer algo putero; esas plañideras de negro que ofician como coro griego…). De su esteticismo sin barroquismos formales, que alcanza a veces una embriagadora cualidad pictórica nocturnal, onírica y surrealista, sin levantar nunca los pies del embarrado y polvoriento suelo.

 

Tiresias canta en español

Para todos aquellos que amamos un cine capaz de trascender el realismo partiendo de la realidad misma, mostrándonos que, en efecto, hay otros mundos, pero están en este. Un cine que no necesita acudir a fáciles moralismos ni a sesgos ideológicos de moda para configurar una poética de lo rural, profundamente humanista. Para quienes adoramos un cine con niños inquietos e inquietantes, que conservan todavía la doble visión sin carecer de ingenuidad ni de malicia, obligando a los torvos adultos a verse a sí mismos desde fuera. Los que creemos que existe también un cine fantástico que no necesita efectos digitales, subrayados orquestales ni burdos mensajes. Los que crecimos un poco o un mucho en pequeños pueblos llenos de perros vagabundos, ancianas de perpetuo luto, adustos campesinos y pastores, cuyas calles con olor a cagarro de vaca o de oveja se convierten de repente en senderos encantados bajo la luz de un cielo nocturno sin farolas, repleto de luna y de estrellas, mientras sopla el viento entre los cipreses del ruinoso cementerio y doblan las campanas de la iglesia solitaria haciendo que los muertos salgan de sus tumbas...

 


Para todos nosotros, Alma viva es una auténtica sorpresa, cuya singular poética de aroma jungiano es capaz de transportarnos a una infancia tan mágica como cruel, devolviéndonos un poco la fe en el ser humano y, más aún, en el cine como instrumento mitopoyético privilegiado, si en manos del verdadero poeta y mago.

 



Jesús Palacios 😈

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