GÓTICO EXÓTICO Y GATO MÁGICO | Jesús Palacios

👉¡Atención! Incluye spoilers diluidos en su justa proporción.

 

THE LIVING IDOL. Estados Unidos, México, 1957. D.: Albert Lewin. G.: Albert Lewin. I.: Steve Forrest, Liliane Montevecchi, James Robertson Justice, Sara García, Eduardo Noriega.

 


lbert Lewin es una de esas rara avis de Hollywood que suponen la auténtica sal de la vida del cinéfago. Un director y productor erudito, de cultura, buen gusto y distinción excepcionales. Por lo tanto, inevitablemente destinado al High Camp, la incomprensión y el cine de culto o hasta, como en este caso, de doble culto.

 

Albert Lewin (1894-1968)


Con una carrera tan breve como extraña y exquisita, debería bastarnos para situar al personaje, tanto como a la persona y al artista, con que su versión de El retrato de Dorian Gray (The Picture of Dorian Gray, 1945), cuadro de Ivan Albright incluido —sin olvidar tampoco el de Henrique Medina—, se haya convertido en canónica, así como el hecho de que su aún más singular Pandora y el Holandés Errante (Pandora and the Flying Dutchman, 1951), colaboraciones de Man Ray incluidas, sea considerada justamente a su vez como una de las cumbres del fantastique y el surrealismo cinematográficos. Pero aparte de estas obras ya bien conocidas y reconocidas, su filmografía puede depararnos todavía sorpresas tan peculiares o más que estas. Entre ellas, su última película: The Living Idol.

 


Realizada en coproducción con México, con el veterano y también mítico René Cardona Sr. como ayudante de dirección (sin acreditar y probablemente en cumplimiento de los requisitos necesarios para coproducir), pese a todos los defectos que podamos o queramos encontrar en una película con un presupuesto menor y sin embargo quizás mayores ambiciones todavía que sus títulos anteriores, nada ni nadie podrá disuadirme de considerar The Living Idol uno de los filmes fantásticos más extraordinarios jamás filmados. Una rareza a la altura de las mejores producciones de Val Lewton, hasta el punto de que algunos han llegado a considerarla injustamente una suerte de remake o copia de La mujer pantera (Cat People. Jacques Tourneur, 1942) y El hombre leopardo (The Leopard Man. J. Tourneur, 1943), con las que sin duda comparte ciertos elementos superficiales, aunque su auténtico parentesco lo hallemos en una común poética surrealista, gótica y culterana. Así como en su utilización del acervo mitológico y folclórico, en este caso mexicano y precolombino, con un mismo rigor, imaginación y gusto tan excepcionales como atípicos en Hollywood.

 


En efecto, lo primero que llama la atención en The Living Idol es que pese a una trama de misterio ocultista pulp tirando a melodrama gótico romántico, sus referencias culturales, artísticas y religiosas están más que bien documentadas y utilizadas. Cuando aporta algo de cosecha propia, como su ceremonia del sacrificio humano al dios jaguar en plena jungla, se preocupa incluso de justificarlo dentro del guion. No estamos para nada ante el típico mumbo jumbo del terror vudú made in Hollywood, sino frente a una exposición casi programática de teorías antropológicas, mágicas y psicomágicas avant la lettre, absolutamente inteligente, elaborada y bien fundamentada.

 


De hecho, en un momento del filme, asistimos (literalmente) a una conferencia del Doctor Alfred Stoner (magnífico James Robertson Justice) en la Universidad de México, sobre los sacrificios humanos, el canibalismo ritual y el origen de las culturas y el arte, que, además de ofrecernos una colección de imágenes en diapositiva creadas para la película por el artista guatemalteco-mexicano Carlos Mérida, uno de los grandes muralistas de la época, resulta totalmente convincente desde el punto de vista antropológico e histórico, sin carecer de dramatismo ni de sentido del humor (el arte de la escultura y el propio término “escultura” (sculpture) procederían de las calaveras rituales, lo que, en inglés, da lugar al simpático e ingenioso neologismo... ¡skullpture!). También a lo largo de esta conferencia, que lo es, aparece por vez primera en una película el Hombre de Mimbre, al menos que yo sepa, décadas antes del clásico de Folk Horror británico.

 


Pero no nos adelantemos. The Living Idol comienza en plenas ruinas mayas de Uxmal, donde un veterano arqueólogo, el Dr. Stoner, descubre en el interior secreto de una de sus pirámides la escultura de un jaguar divino, cuya visión causa profundo y perturbador impacto en Juanita (Liliane Montevecchi), la hija de su asistente Manuel (Eduardo Noriega), quien huye aterrada, ante el asombro del estudioso y de Terry Matthews, periodista estadounidense que cubre la excavación: un hierático y guapo Steve Forrest, en modo héroe de cómic o de portada pulp.

 



La conclusión a la que llega el cada vez más sorprendente y poco o nada materialista Dr. Stoner es que Juanita y el dios jaguar o Balam, ambigua representación de la oscuridad (equivalente en cierta medida al egipcio Seth y el bíblico Lucifer), dios de las cosechas en la mitología maya, comparten una antigua relación como ofrenda y divinidad sacrificial, víctima y victimario, que se remonta a tiempos precolombinos. Alguna vez, la Juanita maya fue sacrificada al dios Balam y ahora, en un retorno cíclico, la historia deberá repetirse, aunque pueda hacerlo también siguiendo el esquema arquetípico del ciclo del héroe: un nuevo Kukulkán, como dios o héroe solar, podría liberar a la víctima venciendo a la bestia, a Balam, para restaurar el equilibrio entre fuerzas opuestas. Reencarnación, Eterno Retorno, memoria racial, transmigración, ciclos cósmicos… son los temas evocados aquí literaria y literalmente por Lewin.

 



Tras una fiesta popular en la que Juanita se ve acosada y rodeada por un grupo de bailarines disfrazados de demonios y balames, al son de los tambores, en una escena expresiva y expresionista, que recreará un par de años después el propio René Cardona en su versión de la leyenda de La Llorona (1959) (ver en este mismo blog: Medea en Méjico), y una serie de incidentes trágicos que no desvelaremos, acción y personajes se trasladan a México City y, más en concreto, a la Universidad de México, cuyo escenario monumental, entre la arquitectura moderna y los resabios precolombinos de inspiración maya-azteca, explota Lewin de forma espectacular (como gran amante y conocedor de la arquitectura moderna que era: encargó su propia casa en Hollywood a los diseñadores Richard Neutra y Peter Pfisterer). Allí, tras volver de la Guerra de Corea como reportero, Terry descubre que la situación de Juanita, quien vive ahora en la mansión del Dr. Stoner y su esposa, la oronda y simpática Elena (Sara García), es digna de un folletín gótico de Wilkie Collins o Daphne Du Maurier (o de algún filme de suspense romántico de Hitchcok o Fritz Lang).

 


Languideciendo por una enfermedad del alma (o por una involuntaria carencia de alma, que le ha sido robada por el antiguo dios jaguar), de acuerdo con la auténtica tradición maya que afirma que quien se tropieza con Balam queda tocado y trastocado de por vida, Juanita, rodeada de esculturas —skullpturas— precolombinas, máscaras rituales, lanzas y cerbatanas, toca tristemente el piano en un sombrío salón. La fotografía de Jack Hildyard, asistido por el gran Víctor Herrera, artífice de algunas de las obras maestras del gótico mexicano, como la mismísima El ataúd del Vampiro (Fernando Méndez, 1958), adquiere aires tenebristas, propios del film noir, pese a su fantástico, brillante y colorista Eastmancolor.

 



Mientras, en su taller anejo, el profesor Stoner investiga obsesivamente la historia de Balam, los sacrificios humanos (preparando su tesis definitiva, aún inconclusa), el arte y la magia precolombina, a la vez que también hace constantes y misteriosas excursiones nocturnas a… ¡el zoo! Allí, charla, acaricia y mima tras los barrotes a un salvaje y hermoso jaguar, al que llama ya Balam, convencido de que se trata también de una nueva encarnación de la antigua divinidad maya. El abuelo tiene un plan, sospechamos. Y cuando Terry desvela al científico que Juanita y él han decidido, por fin, contraer matrimonio, el Dr. reflexiona: “hay que actuar de prisa entonces, antes de que deje de ser virgen…”.

 


El tercer acto y su clímax, sin entrar en demasiados detalles reveladores, incluyen un largo y elegante paseo del dios jaguar por el ciclópeo y fantástico decorado de la Universidad de México, que hará las delicias de cualquier amante de gatos y felinos, como lo era sin duda el propio Lewin; una tormenta que ilumina tenebrosamente el interior de la mansión del profesor; extrañas luces y ruidos espantosos que surgen de su despacho teóricamente desierto, y, por supuesto, un combate a vida o muerte entre el Héroe y la Bestia, que va mucho más allá de las simpáticas pero generalmente inofensivas peleas de Tarzán o Hércules con sus leones de trapo. Digamos tan solo que el ciclo cósmico se cumple, para bien y para mal.

 

Los mayores problemas que tiene The Living Idol son, por supuesto, cierta falta de presupuesto y un ritmo algo irregular, una oscilación entre géneros que, por otro lado, es también parte de su encanto y modernidad: del melodrama exótico de aventuras al terror, del misterio gótico al thriller sobrenatural, pasando por el romance. A veces, el recurso a la voz en off del protagonista resulta cargante, aunque no carezca del encanto del noir clásico. En cualquier caso, la originalidad e inventiva de Lewin hacen que la película levante el vuelo muy por encima de sus posibilidades.

 


Esta inventiva estética y esteticista se muestra claramente, por ejemplo, en la manera en la que Lewin soluciona una populosa escena de baile… sin tener bailarines ni salón. Cuando Terry se encuentra a Juanita en plena depresión, decide sacarla a bailar por la ciudad. Poco después nos encontramos en medio de un animado tepo, una especie de mambo o bugalú, con la pareja compuesta por Juanita y Terry bailando más o menos sensualmente en primer plano mientras tras ella, en retro-proyección, vemos una sala repleta de bailarines, prácticamente en blanco y negro. Es evidente que Lewin no tiene dinero para rodar en una sala de baile real, pero su solución adquiere tonalidades oníricas geniales. Mientras la voz en off nos informa de que el periodista y su amada se mueven como si estuvieran solos, aislados de todo y de todos, como si el resto de parejas fueran “fantasmas”, eso es exactamente lo que estamos contemplando: Terry y Juanita a todo color, más reales que la realidad misma, mientras detrás, el metraje de alguna vieja película mexicana en blanco y negro exhibe una animada sala de baile, abarrotada de parejas que parecieran pertenecer a otro mundo pasado y espectral (como de hecho, así es). El efecto es de una extraña belleza sobrenatural, mágica y casi posmoderna, como una escena de Corazonada (One from the Heart. Francis Ford Coppola, 1981), de alguna película de Leos Carax o un videoclip musical de los 80.

 


Tomada en su conjunto, The Living Idol no es, por supuesto, una película perfecta, ni tan siquiera un clásico a la altura de Pandora y el Holandés Errante o el Dorian Gray de su mismo director. Es, en realidad, algo mucho mejor: una rareza absoluta, una genuina pieza de Weird Fiction, que en lugar del terror fácil busca la creación de atmósferas, ambientes extraños y sugerentes, donde Eros y Tánatos caminan lenta y sensualmente uno junto al otro como dos felinos y donde el horror cede paso al Sense of Wonder y el fantastique. Su argumento podría ser el de algún relato de Weird Tales, con todo el sabor de la pulp fiction exótica, pero, al mismo tiempo, sus implicaciones y referencias culturales, filosóficas y antropológicas son de una altura y rigor extremadamente raros dentro del cine fantástico de Hollywood, tanto entonces como ahora. Solo las producciones de Val Lewton y algún título aislado de la Universal, como La novia de Frankenstein (Bride of Frankenstein. James Whale, 1935) o Satanás (The Black Cat. Edgar G. Ulmer, 1934), se le pueden comparar. Y, volvamos a insistir, a pesar de su aire de familia con el fantástico de la RKO, no se trata ni de copia, ni de imitación, sino de simple coincidencia artística entre un exquisito intelectual y esteta judío con otro de su misma calaña y condición.

 


El propio Lewin definía The Living Idol como una película de terror high brow, es decir: intelectual, o lo que ahora llamaríamos elevated. Pero a diferencia del elevated actual, en ningún momento faltan aquí el melodrama gótico más desatado, el exotismo más pulp, el erotismo, el color, el humor e incluso la ironía. Como muchos de los grandes maestros literarios del género, pensemos en Henry James y su Vuelta de tuerca, en ciertos relatos de John Buchan, Arthur Machen o Algernon Blackwood, así como en algunas peculiares obras de D. H. Lawrence o Daphne Du Maurier, la ambigüedad de lo fantástico preside el relato de forma inteligente e ingeniosa. La explicación racional de los hechos coexiste con la fantástica y sobrenatural, sin excluirse ambas mutuamente, sino todo lo contrario: reforzando la potencia y carga de profundidad filosófica de la historia.

 


No sólo la mayor parte de los aspectos mitológicos y folclóricos que aparecen en el filme están correcta y respetuosamente tratados, sino que Lewin plantea también de forma sutil pero obvia un estatus claramente psicoanalítico de los acontecimientos, si bien estos pueden ser interpretados tanto a través de Jung y sus teorías del mito, el símbolo, los arquetipos y el inconsciente colectivo, como de forma más siniestra a través de Freud, en clave sexual y patológica. En efecto, el profesor Stoner puede llevar razón en sus ideas místicas y teosóficas, que le conducirán a intentar representar de nuevo en pleno siglo XX un drama arquetípico prehistórico y eterno, para de esta forma “liberar” a Juanita de su “maldición”. Pero puede ser también que, simplemente, la desee sexualmente. Que sus sentimientos paternos sean un disfraz libidinal para su obsesión erótica y que, ante la amenaza representada por Terry, decida precipitar la tragedia, prefiriendo provocar la muerte de su oscuro objeto de deseo, antes de tener que ver cómo este le es arrebatado.

 


A todos estos elementos, cuidadosa y detalladamente orquestados por Lewin, se unen aquellos formales que, incluso con sus deficiencias, enriquecen la película, transformándola en una pieza de High Camp automática: el CinemaScope y el Eastmancolor de los 50; la imponente presencia física de Forrest, nuevo San Jorge, Kukulkán o Teseo al estilo de las portadas de los men magazines de la época; los escenarios exóticos, tratados por Lewin con sensibilidad de arquitecto, tanto de las ruinas precolombinas como de la Universidad de México; el simpático y peligroso jaguar, tan pronto dios luciferino maya como gatazo juguetón; la histérica música romántica de Rodolfo Halfter, donde tan solo falta que se haga oír la sobrenatural voz de Yma Sumac; las escenas oníricas de tiempos antiguos y salvajes, con algo de ballet exótico de Las Vegas, algo de cine mudo y mucho de ilustración pulp...

 


En esta atmósfera recargada, colorista y tenebrosa al tiempo, moderna y ancestral, una ingenua hasta el exceso Juanita, la bailarina francesa Dina Montevecchi, todo ojos, puede ponerse a cantar con acento imposible “La Llorona”, a bailar el tepo como una “chica Cugat”... o aporrear entre sombras el piano, con aire trágico y romántico de heroína de folletín. El jaguar destroza un maniquí con traje de boda, como si del surrealista doble fantasmático de su víctima designada se tratara. Una clase universitaria sobre antropología se convierte en escenario de un sacrificio ritual precolombino. Es el gótico exótico, mágico, arqueológico y psicoanalítico desatado.

 


No se puede pedir más. Puro delirio erótico y homoerótico al tiempo, ingenua pulp fiction a la vez que sofisticado ensayo visual sobre las ideas de Jung, Mircea Eliade o Frazer; puritano melodrama gótico anglosajón, pero también sensual romance fantástico latino; película de terror mexicana (¡qué no aprendería Cardona con Lewin!), surrealista y casi buñuelesca, al tiempo que bello ejemplo de las querencias exóticas del Hollywood de los 50, de intoxicantes colores saturados. En definitiva, celuloide empapado de pasión, misticismo, sensualidad, teorías de altura —high brow— y emociones baratas —cheap thrills—.

 

El último filme de Albert Lewin es el testamento final de un alma que no pertenecía a la industria de Hollywood, sino que se infiltró en su cine para dar fastuosa forma con él a sus sueños, pesadillas, ideales y locuras, al menos por un tiempo, con una corta pero intensa serie de películas extrañas y culteranas. Aunque ninguna tan extraña como El ídolo viviente.

 



P. D.: A pesar de que la ficha técnica indica a René Cardona como co-director, parece bastante establecido (y el estilo de la propia película así lo confirma) que su labor fue meramente técnica, lo que no es poco, pero que el filme es por completo y por concepto obra de Lewin. Aunque también se afirma que su guion está basado en una novela del propio director, esta no llegó a publicarse nunca, si es que la escribió siquiera. La que sí se editaría años después de que Lewin abandonara el cine por motivos de salud, tras sufrir un ataque al corazón, sería su novela The Unaltered Cat, publicada en 1967, sobre un académico cuya segunda esposa resulta ser… ¡una mujer gato! A riesgo de hablar por hablar y no habiendo leído más que alguna reseña de la misma, da la impresión de que se trata de una obra más fantástica y ocultista que estrictamente de terror, quizá con cierto aire de familia con la Esposa hechicera (1943) de Fritz Leiber.

 


En estos momentos, el autor de estas líneas ha abandonado toda otra ambición para dedicar el resto de su vida única y exclusivamente a rastrear y revisar la filmografía íntegra de Lewin en copias de buena calidad, en especial su anterior filme, Saadia (1954), que promete también mucho delirio exótico, romántico y surrealista, pero que solo aparece, de momento, en malas copias de televisión, a veces incluso doblada al ruso (!!!!). Se agradecerá toda información al respecto.

 


Jesús Palacios 😈

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