DEMONIOS DE LA MENTE | Jesús Palacios

 


Libros 📚

LA CASA DEL VAMPIRO. George Sylvester Viereck. La biblioteca del laberinto S. L. Colección Delirio. Madrid, 2020. 190 págs.

 

Es una suerte que, desde su peculiar posición como francotirador de la edición, Francisco Arellano siga en el siglo XXI rescatando rarezas literarias de un siglo pasado que cada día nos parece más y más lejano, dando la impresión de que, sin haber llegado nunca a conocer del todo lo mejor de su literatura, algunas fuerzas oscuras celebran ya su desaparición, borrando esforzadamente la leve huella dejada por autores y obras que no encajan con el nuevo desorden mundial ni con el mundo infeliz que se nos impone, entre otras cosas, bajo etiquetas que pretenden invertir perversamente su siniestro significado, desafiando no sólo el lenguaje sino el sentido común (así, de repente “cancelación”, según la denostada RAE: “acción y efecto de cancelar”, quiere connotarse como término positivo, asociado al de cultura, ni más ni menos). Precisamente, un autor incómodo que posiblemente habríamos olvidado incluso antes casi de conocer, pues apenas ha sido traducido al castellano, es el del libro recientemente recuperado de los abismos del pasado por La biblioteca del laberinto de Arellano: La casa del vampiro, publicado originalmente ni más ni menos que en 1907.

 

George Sylvester Viereck (1884-1962), es uno de esos talentos excéntricos que brillaron con luz propia en el escenario de la cultura estadounidense y europea de principios del siglo XX, llegando incluso a gozar de notable éxito y popularidad, para, debido a las circunstancias políticas a las que quedaron unidos de una forma u otra, desvanecerse prácticamente en el olvido, a menudo injustamente. En el caso de Viereck, intelectual germano-estadounidense, que durante la Primera Guerra Mundial se contó entre quienes promovieron el pacifismo y la neutralidad de su país, ello le supuso no sólo el ostracismo por parte de numerosas organizaciones artísticas y culturales, sino el hecho de que en el verano de 1918 una banda con ánimo de linchamiento atacara su casa en Mount Vernon, viéndose obligado a refugiarse en Nueva York. Incluso acabado ya el conflicto, en 1919, tal y como relata en su excelente prólogo al libro Frank G. Rubio, fue expulsado de la Poetry Society of America, pese a haber sido saludado apenas una década antes como uno de los nuevos talentos poéticos del panorama estadounidense. Su abierta germanofilia, que le llevó a dirigir revistas pro-alemanas como The Fatherland o The International, donde contó con la pluma de otros personajes famosos e infames como Aleister Crowley, le costó a menudo poner su prestigio y vida en peligro, y a la larga le arrastraría a esa bendita oscuridad póstuma en la que acechan muchos grandes talentos, enterrados tanto por sus convicciones como por los giros de Fortuna, Imperatrix Mundi.

 

George Sylvester Viereck (1884-1962)


Aunque primordialmente poeta, Viereck, finalizada la Primera Gran Guerra, siguió volcándose en el periodismo de altura, para sus propias publicaciones así como para otras tan prestigiosas como The Saturday Evening Post, viajando frecuentemente entre Europa y los Estados Unidos durante los años 20 para entrevistarse con aquellos personajes que le fascinaban de forma irresistible: las grandes personalidades magnéticas de su tiempo, que tanto en la política como en la ciencia, la literatura o la industria, estaban cambiando el mundo, para bien o para mal. Entrevistó así a Georges Bernard Shaw, Mussolini, Spengler, Henry Ford o Magnus Hirschfeld, entre otros. De esta labor se incluye además en el presente volumen, junto a la novela, una pequeña pero notable muestra en forma de apéndice, que recoge sus entrevistas con Adolf Hitler, Sigmund Freud y Albert Einstein. Ni más ni menos. A raíz de uno de estos encuentros nacería también su profunda amistad con Nikola Tesla. Dios (o Satán) los cría y...

 

La verdadera tragedia llegaría para Viereck, inevitablemente, con su apoyo al régimen nazi. Convencido, como tantos otros, por el milagro económico y nacionalista de Hitler, al que comparaba con Roosevelt, el escritor siguió difundiendo propaganda pro-germana, intentando inútilmente congraciar su defensa del nacionalsocialismo con su admiración por la cultura judía, con la que siempre mantuvo fuertes lazos a lo largo de toda su vida. Por supuesto, la mayor parte de sus amigos judíos se sintieron traicionados. Una vez iniciado el conflicto bélico, las autoridades estadounidenses acabaron tomando cartas en el asunto: Viereck fue detenido y encarcelado en 1942 por el Departamento de Estado, acusado de ser agente nacionalsocialista. El poeta permaneció en prisión hasta 1947, dejando constancia de su infierno carcelario en el libro Men Into Beasts, publicado en 1952. Viereck falleció diez años después, en 1962. De sus dos hijos, George, había muerto luchando junto a las tropas estadounidenses en la batalla de Anzio, mientras Peter Viereck, que dejó numerosas páginas escritas acerca de la conflictiva relación con su padre, se convertiría en poeta laureado a su vez, ganador del Pulitzer de poesía en 1949, y figura prominente en la política conservadora americana, opuesto tanto al comunismo como al autoritarismo de la extrema derecha y el ala más radical republicana.

 

Portada de las memorias carcelarias de Viereck


Al margen, en la medida de lo imposible, de su polémica vida pública y política, lo que aquí nos interesa de George Sylvester Viereck es su producción fantástica y extraña, no tan abundante como la poética y periodística, pero que, aparte de su ciclo novelístico consagrado a la figura del Judío Errante, escrito en colaboración con el también poeta Paul Eldridge, tiene en La casa del vampiro una de sus cumbres, amén de representar uno de los primeros y más logrados ejemplos de vampirismo psíquico -o energético, si se prefiere- ofrecidos por la literatura fantástica moderna.

 

Viereck es un literato a la par en excentricidad con contemporáneos tan peculiares como William Seabrook, George Sterling, James Branch Cabell, Carl Van Vechten, Ben Hecht o incluso Clark Ashton Smith, entre los que se encuentran desde suicidas hasta autores de éxito y de pulp fiction, desde filonazis a sionistas, homosexuales, bisexuales y defensores de la cultura afroamericana, pero todos con algo en común: su amor por el decadentismo europeo, por un estilo literario neorromántico y neoclásico, nunca “modernista” en el sentido vanguardista del término (pese a que algunos fueran admiradores y frecuentadores de la vanguardia), sino en todo caso próximo al del Modernismo hispanoamericano, en la medida en que este fuera también compañero de viaje y heredero del Simbolismo y el Decadentismo finiseculares. Todos ellos, con alguna excepción, escribieron novelas fantásticas singulares. Todos ellos fueron personajes extravagantes, bohemios y escandalosos, que flirtearon en un momento u otro con el ocultismo o el misticismo. Todos ellos, incluso aquellos que como Van Vechten, Cabell o Hecht alcanzaron fama y éxito en vida, han caído injustamente en el olvido, precisamente por haberse mantenido al margen de las corrientes realistas o experimentales que han alimentado alternándose interesadamente las veleidades de un mundo literario, académico y artístico desafecto tanto al lector popular como a quien busca la exquisitez selecta de una narración concebida bajo los más altos estándares creativos pero accesible al placer de una buena lectura, al disfrute del entretenimiento entendido como una de las Bellas Artes. Algo que, por lo demás, no implica en absoluto la falta ni de pretensiones ni de logros, mucho menos de cargas de profundidad filosófica o intelectual, sino tan sólo su expresión de forma inteligible, divertida y asequible en primera instancia a cualquier lector mínimamente cultivado. Si bien esta accesibilidad pueda encubrir y encubra a menudo complejos sistemas alegóricos o simbólicos, velados y escondidos, descifrables sólo para el “iniciado”. 

 

En el caso concreto de Viereck, La casa del vampiro responde específicamente a la influencia de dos de sus grandes héroes literarios: Edgar Allan Poe y Oscar Wilde. Del primero, hereda la descripción psicológica de un proceso (o varios) de obsesión morbosa que, partiendo de lo meramente humano y natural, acaba arrastrándonos al terreno de la especulación metafísica y casi sobrenatural. Del segundo, tanto el estilo como el regusto homoerótico de su Dorian Gray, cuyos protagonistas, del propio Dorian a su perverso iniciador en los placeres e iniquidades de la decadencia y el hedonismo, Lord Henry Wotton, pasando por su víctima propiciatoria, el pintor Basil Hallward, y sus interacciones personales, intelectuales y eróticas, encontramos reflejo en la turbia y finalmente trágica relación entre el fatuo y fastuoso esteta Reginald Clarke, su nuevo y joven admirador, Ernest Fielding, y la antigua amante del primero y enamorada del segundo, la pintora Ethel Brandenbourg. Entre ellos se teje un entramado de influencias, celos y pasiones, que esconde (no demasiado, por otro lado) una realidad paralela de fuerzas psíquicas con resonancia casi cósmica, que pueden destruir mentes, vidas y hasta cambiar el curso de la Historia.

 

Portada de una edición francesa de La casa del vampiro

 

La casa del vampiro es, pues, una de las primeras obras de ficción en abordar directamente el concepto de un vampirismo que no consiste en el tradicional y físico, basado en el consumo de la sangre de una víctima humana por parte del vampiro, generalmente un reviniente no-muerto o criatura sobrenatural, hasta llevarla a la extenuación y la muerte, cuando no convirtiéndola a su vez en vampiro. Viereck sugiere oscuramente que esta figura no es, en realidad, sino una metáfora popular para la existencia de seres humanos reales con el poder de absorber la energía de otros, alimentándose así y despojándoles de ella, acrecentando cada vez más y más su propia fuerza y personalidad, magnéticas y arrebatadoras.

 

Como señala Frank G. Rubio, pocos años antes, en 1901, Henry James había publicado La fuente sagrada (también traducida a veces al castellano como La fontana sagrada), donde su obsesivo y atribulado protagonista cree descubrir en las relaciones de varias de sus amistades, reunidas durante un fin de semana en una elegante casa de campo inglesa, indicios de una suerte de vampirismo energético que parece consumir a unos mientras alimenta a otros. Así, el “pobre señor Briss”, casado con una mujer mayor que él, semeja, por el contrario, ser mucho más viejo que ella e incluso estar consumiéndose a medida que Mrs. Briss rejuvenece y se muestra más bella de lo que nunca fue. Igualmente, el guapo pero habitualmente torpe y algo espeso mentalmente Gilbert Long se ha convertido en un ingenioso y ameno conversador, con sensibilidad artística inesperada, mientras la joven May Server, que hasta hace poco hacía gala de tales virtudes, da la impresión de haberlas perdido en su mayor parte, quizá en beneficio de Long. Por supuesto, en esta “broma pesada” literaria, como el propio James la calificó en alguna ocasión, resulta no ya difícil sino imposible discernir si este vampirismo es real, metafórico o, de hecho, producto de la imaginación paranoica y desquiciada del narrador. James lleva aquí hasta sus últimas consecuencias su gusto por la ambigüedad, evidente también en su más célebre novela de fantasmas, La vuelta de tuerca, convirtiendo la narración en una pesadilla de alusiones indefinidas, dobles y triples sentidos, suposiciones y sobreentendidos, relativismo psicológico y cotilleo malicioso a partes desiguales, que conduce la historia hasta el puro absurdo.

 

Baile de sociedad, pintura de Hal Hurst (hacia 1900)

 

No ocurre así en La casa del vampiro, donde si bien Viereck juega también con ciertas dosis de ambigüedad y misterio en torno a la personalidad y capacidades de Reginald Clarke, este no tarda en revelarse como la peculiar criatura vampírica que realmente es. Y digo peculiar porque, si en James el supuesto vampirismo psíquico está vinculado, sobre todo, al intercambio de energías eróticas entre amantes, aquí se trata de otra absorción tan sorprendente como inquietante: la del talento y el genio artísticos.

 

Clarke, esteta hedonista, ingenioso hombre de mundo, mecenas de los jóvenes artistas, saca, de hecho, todo el provecho que puede y más a sus entregados admiradores y seguidores: les absorbe las ideas, la imaginación, la creatividad. Y en el proceso, estos quedan profundamente tocados, despojados de aquello que les hacía diferentes, únicos y especiales. Clarke tiene siempre viviendo en su casa un nuevo discípulo, algún artista fresco, lleno de ilusión y talento, sea pictórico, musical o literario, sea hombre o mujer (aunque parece sentir cierta preferencia por los jovencitos), que presa de la fascinación que ejerce este hombre de genio, alabado por la sociedad elegante tanto como por la más bohemia, se entrega voluntariamente a sus manejos sin sospechar que en este caso el maestro aprende -aprehende, en realidad- mucho más de sus alumnos que a la inversa. Por supuesto, cuando Clarke ha “vaciado” a su víctima, atrapada en la tela de araña de su cómoda y elegante mansión, la expulsa con pocos miramientos, sustituyéndola por otra nueva. Ahora es el turno de Ernest Fielding, quien, sin embargo, está a punto de descubrir que las capacidades vampíricas de su supuesto amigo y mentor, van mucho más lejos y más allá de lo que sospecha. Y de lo que sospecha el lector.

 

En su brevedad de nouvelle, utilizando sin grandes excesos un estilo elegante y decadentista, que pese a su clara inspiración en Wilde y quizá en Huysmans y los franceses está positivamente atemperado por cierta sobriedad germana, La casa del vampiro consigue suscitar interesantes reflexiones en torno a ese fenómeno, real o figurado, del vampirismo psíquico y, en este caso, artístico e intelectual. No en vano, como en algún momento se defiende Clarke, todo artista es, en mayor o menor medida, un vampiro que se alimenta del arte creado por otros antes que él (o incluso a la vez) y es difícil, si no imposible, distinguir dónde termina el plagio y comienza la inspiración.

 

Pero lo verdaderamente interesante es tratar de adivinar si para Viereck su vampiro es realmente un villano o más bien una suerte de héroe o antihéroe de nuevo cuño. Por un lado, no cabe duda del efecto pernicioso y cruel que el vampirismo de Clarke ejerce en sus víctimas, a las que deja deprimidas, despojadas de ideas e ideales, aunque más o menos puedan superar después el trauma. Por otro, sin embargo, Clarke se presenta como un depredador natural, por encima del bien y del mal, que no puede evitar ser como es, acumulando en sí un poder intelectual y artístico que algún día le permitirá, quizás, influir en el curso de la Historia. Rodeado por bustos y retratos de los personajes que admira ―Balzac, Napoleón, Shakespeare―, Reginald Clarke puede ser un ególatra ávido de poder, un loco dotado de una monstruosa capacidad depredadora casi sobrenatural, pero también un nuevo paso en la evolución hacia el übermensch. Un amoral superhombre intelectual, dios y demonio a la vez, por el que Viereck, fascinado siempre por genios únicos como Freud, Einstein o Tesla, pero también por Hitler, Mussolini o Henry Ford, hombres tan poderosos como crueles, cada uno en distinto grado y manera, por supuesto, parece sentir si no afinidad, sí una admiración pánica, un terror casi sagrado y reverencial.

 

Dos de los más célebres e infames entrevistados por Viereck


La casa del vampiro es una joya del fantástico, que lleva el vampirismo no sólo al territorio menos trillado y más enigmático del vampirismo psíquico o energético, sino que incluso dentro de este lo hace de forma inusualmente original y sorprendente. No cabe duda, como señala una vez más Frank G. Rubio, que Hanns Heinz Ewers debió inspirarse, al menos parcialmente, en la novela de Viereck para su propia El vampiro, tercera y última entrega de la trilogía dedicada al personaje de Frank Braun, publicada en 1921 y editada en nuestro país por Valdemar en su colección Gótica, si bien el vampirismo que aparece en ella adquiere tintes más rojos y, de acuerdo con la personalidad de su autor, es más erótico y sexual que intelectual. Por supuesto, Ewers y Viereck se conocían, habían pertenecido a la misma fraternidad estudiantil en Berlín, y el autor de Mandrágora fue también agente alemán, detenido en 1918 en Estados Unidos a causa de sus actividades pro-germanas, permaneciendo en un campo de internamiento hasta 1921, cuando fue liberado, regresando a Alemania. Como Viereck, Ewers simpatizaría también con el partido nazi, con nefastas consecuencias para su obra y pocas, si alguna, ventajas para su persona.

 


Sin embargo, el concepto del vampirismo psíquico no acabaría de calar en la cultura popular, pese a estos y otros antecedentes tan peculiares como el cuento Vampiro (1901) de Emilia Pardo Bazán o los relatos Las vampiras (1912) del modernista peruano Clemente Palma y El claro del bosque (1922) del gallego Wenceslao Fernández Florez, hasta que en 1930 la ocultista y escritora Dion Fortune (Violet Mary Firth) publicara su ensayo Autodefensa psíquica, suerte de manual para combatir el vampirismo psíquico y energético. Desde entonces, esta variante menos sangrienta pero más peligrosa (¿por real?) ha tenido valedores tan interesantes y singulares como Anton LaVey, Colin Wilson (véase su fundamental Los vampiros del espacio) o Michelle Belanger. Hoy, puede decirse que, quien más quien menos, todos hemos conocido a algún vampiro psíquico. O hemos sido el vampiro psíquico de alguien.


Viereck, con La casa del vampiro, se nos presenta como otro eslabón más entre la modernidad incipiente del siglo XX y los estertores del Simbolismo decadentista del XIX, tanto como de estos con la literatura fantástica y de terror e incluso con la pulp fiction, que de alguna manera recogieron también su testigo. Como tantas novelas olvidadas de las primeras décadas del siglo pasado, sorprende descubrir que resulta si no superior, sí tan interesante o más que muchas otras, dentro y fuera del género fantástico, que son conocidas de sobra y quizá incluso demasiado. Reiteremos pues la gran y necesaria labor que editores como Arellano realizan al rescatar estos oscuros clásicos que, de lo contrario, se borrarían para siempre de la memoria del nuevo milenio. Quizá, el mayor vampiro psíquico de todos.

 


Porque también nosotros, hijos de otro tiempo, podemos ver en el personaje de La casa del vampiro la oscura premonición de un mundo cultural donde todo, absolutamente todo, no es sino plagio, copia, repetición, robo e iteración de lo anterior. En ese sentido, el vampiro de Viereck sería encarnación y ominoso presagio del zeitgeist de esta nuestra nueva era en la que toda creatividad se ha convertido en vampirización del verdadero genio creador y original de las anteriores. Un monstruo sin moral ni escrúpulos, que absorbe y consume todo lo ya escrito, pensado y creado, para vomitarlo en un caos sin forma, vaciado de contenido y esencia, con la misma perversa y sádica delectación triunfal con la que Reginald Clarke convierte a sus víctimas en zombis sin cerebro, imaginación ni personalidad.

 

Jesús Palacios 😈





 

Comentarios

  1. Espectacular articulo! Millon de gracias por compartirlo.

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  2. Qué maravilla de artículo. Es imposible expresar tan certeramente reflexiones tan lúcidas y sabias en tan poco espacio. Enhorabuena y gracias por compartirlo, maestro.

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