En los tiempos de lo correcto, no quiero ser correcta - Primera parte | Rakel S.H.
Por Rakel S.H.
Los que crecimos en los ochenta asistimos
al amanecer de una era de libertades por descubrir. La cultura salía a
borbotones hasta de las alcantarillas y la vida era un canto punk —en España
todo llegaba más tarde— contra cualquier tipo de represión. Eran tiempos en los
que se podía opinar sobre dios, la política o la madre que te parió sin
que todos sus hijos vinieran a por ti con sus antorchas.
En aquellos
días, no había trolls sino en los cuentos y no nos enterábamos de las
sociopatías y taras mentales de los demás en las redes. Había alguna pelea de
bar, se perdían algunos amigos, nada grave... Podías tener razón o ser un
completo imbécil, pero nada de lo que dijeras o no dijeras importaba tanto. Al
fin y al cabo, estamos aquí de paso y a todos nos comerán los mismos gusanos.
Ahora ya dios no
se toca, ninguno de ellos —creo, aunque no estoy segura, porque de momento no
me he topado con ninguno para preguntarle—. Los suyos se ofenden y no pueden
soportar la vida un día más si no te denuncian. La política... Casi mejor no
tocarla tampoco. Nadie es lo suficientemente de izquierdas ni lo
suficientemente de derechas. De alguna parte, te vendrá la hostia. Ahora
retorcemos el lenguaje hasta lo incomprensible para no decir esto o aquello,
para decirlo todo a la vez aunque suene de pena o al contrario, destacamos la
diferencia por encima de todas las cosas para parecer más cool y megacorrectos. No
me acostumbro a este control sistemático y social sobre lo que sale por mi boca
o de las teclas. Los niños y jóvenes de los 80 no entendemos lo políticamente
correcto y, es más, tampoco queremos entenderlo.
Palabras, palabras, palabras...
Y pezones.
Aterrorizados
estamos al ver un pezón en las redes o —¡dios mío!— en el arte. Adónde irán los
pezones que se pixelaron para no volver... Nunca pensé que vería a La
maja desnuda con emoticonos en sus pálidos senos, Don Goya nos
perdone. Cada vez que me miro, tentada estoy de taparlos angustiada ante la
impía aureola y pienso en pintarme unos naturales y estéticos caretos
en su lugar.
Pezones.
El diablo creó
los pezones. Malditos pezones —los femeninos, claro—, son el Mal.
Las películas
antes lucían pezones sin pedir permiso. ¿Sexismo? Quizá, pero las mujeres
tenemos pezones y sexualidad y —¡sorpresa!— también practicamos el sexo.
Convertirnos en personajes etéreos y asexuados tampoco creo que sea algo muy
sano para la sociedad ni la mente. Llamadme loca, pero a mí me gustaría ver más
hombres en bolas en las pelis y lo de taparse después de una escena de sexo
siempre me pareció ridículo.
Pienso que tal
vez hemos perdido un poco el norte en estas cuestiones y que
abordarlas desde una moral de colegio de monjas no resulta ser la mejor
solución. El sexo existe —¡menos mal!—. Las tetas también existen, no tienen
nada de malo y deberían verse cada vez más, con mayor naturalidad, para acabar
quizá como sucedió con las rodillas, por ejemplo, tan sexuales y pecaminosas a
principios del s.XX. La religión lo estropea todo, como siempre. Que la tierra
gira alrededor del sol... ¡A la hoguera! Que el sexo es placentero... ¡Fuera
sexo! Todo lo placentero debe ser inmoral. Las mujeres debemos taparnos y no
ser criaturas sexuales, salvo para nuestros maridos claro... Sin embargo, ahora
la religión presenta otra cara inesperada. Mentando al progreso, retrocedemos
paradójicamente varias décadas y son los grupos supuestamente menos
conservadores los que sujetan nuestras riendas de la corrección y la censura.
Sinceramente, como feminista de izquierda de toda la vida, no estaba preparada
para esto. Los dolientes ofendidos —y ofendidas— y los furiosos detractores —y
detractoras— del pensamiento divergente se multiplican como en La
invasión de los ultracuerpos, señalándote con el dedo y odiándote con toda
la ira malsana del mundo por atreverte a ser crítico con los tuyos,
por cuestionarte las máximas y los eslóganes repetidos hasta el aburrimiento,
por no sumarte sin objeciones a la verborrea que acaba siendo sólo ruido sin
razonamientos… Parece que hemos perdido el enfoque de las cosas importantes, de
los problemas reales por resolver, y que hayamos naufragado en un océano de
nimiedades, resentimientos y dogmas vacíos de contenido que no conducen a
ninguna parte y que, además, nos alejan del camino de las soluciones.
Nunca imaginé
que el puritanismo regresara tan fuerte en el siglo XXI y, si les soy franca,
me da canguelo pensar hacia dónde nos llevará todo esto en el futuro. Ni
siquiera hablo de los tiempos del destape en España en comparación con la
actualidad, sino de series más recientes como Juego de Tronos que se vio obligada a ir reduciendo su contenido de
desnudos progresivamente. "Es la moral americana", diréis como si por
ser europeos fuéramos diferentes y eso no nos afectara, pero no podemos
abstraernos de la influencia del pensamiento americano ni en sus cosas buenas
ni en sus cosas más rancias y menos aun cuando hablamos de cine. Por otro lado,
vivimos en un país muy particular en cuanto a la moral y sus preceptos, por
mucho que nos creamos avanzados y progresistas. El qué dirán y el aparentar nos
enseñaban antes lo que era la corrección política; ahora nos instruirán al
respecto las asociaciones de variada índole en las redes sociales, los partidos
—me tienen pasmada, ahora les toca a los de izquierda— y los medios de
comunicación.
Son tiempos en
los que tienes que pensar antes de opinar sobre casi cualquier cosa si ofendes
a algún colectivo, si alguien puede tener la mala leche y el mucho
tiempo libre para denunciarte pese a la libertad de expresión —esa de
la que tanto se habla y tan poco se practica—, si alimentas los odios de
conocidos o desconocidos por plantear alguna cuestión a debate o alguna
reflexión discordante. Tiempos en los que tienes que encajar a la perfección en
la imagen que tienen los demás sobre ti, en los parámetros de un pensamiento
único, en los límites precisos de una tendencia.
Son tiempos en
los que un pezón es inadmisible y en los que se tapan las obras de arte que
hemos admirado a lo largo de la Historia como expresión de la belleza y el
talento humano. Tiempos en los que el amor no tiene sexo, ni la vida pasión, ni
tenemos derecho al placer y el disfrute de nuestros cuerpos. Tiempos en los que
los cuentos de hadas pierden sus hadas y sus sirenas, como también sus lobos y
sus bestias, para ser dulcificados y asexuados olvidando que el vivir cuenta
con sus incontables peligros. Tiempos de palabras estrujadas, censuradas y
maltratadas, en los que cualquiera se permite erigirse en adalid de verdades
supremas y supremacistas y nos dice lo que debemos decir y pensar. Tiempos de
guerra entre hombres y mujeres que no entienden que esto no se construye solo
ni sin la otra parte.
Son tiempos en
los que la mayoría de las películas de los 70, los 80 y los 90, que tanta
nostalgia nos inspiran, no podrían estrenarse por no corresponder a la
corrección política de hoy. Tiempos en los que el cine y las series sacrifican
su libertad creativa, modifican sus personajes e historias, su lenguaje, para responder
a la presión interesada de los grupos y los medios y a los convencionalismos
disfrazados de vanguardia.
En medio de una
especie de rococó contemporáneo con sus muchos delirios,
desajustes y contradicciones, esto no pretende ser más que una reflexión, ni
siquiera llega a opinión, mucho menos a sentencia —que no se sofoque nadie—.
Nunca pretendí decirles a los demás lo que deben pensar, como no acepto que
nadie me lo diga a mí. Lo siento, va en contra de mi naturaleza obedecer porque
sí y no hacerme mil y una preguntas sobre cualquier tema. Sí les digo que no
sigo modas, no pretendo ya encajar en nada ni con nadie —estoy mayor—, me crié
con libertad de pensamiento y eso no se quita, y detesto las masas con antorcha
sean del color que sean; tras las llamas, todo son sombras.
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