DE HOMBRES Y BESTIAS | Jesús Palacios


¡Atención! Contiene algún que otro mordisco de spoiler.

Libros 📚

 

LOS CAZADORES DEL REY. Rodolfo Santullo. Dolmen. Colección Stoker, 2022. 220 págs.

 

Uno de los síntomas más desalentadores del cine de aventuras, acción y suspense actual es cuando vemos aparecer un perro, habitualmente compañero fiel del —o de la— protagonista y adivinamos que, por mucho peligro que corra, no va a morir de ninguna de las maneras. Antes morirá el padre, el hermano (como de hecho ocurre en la reciente Predator: la presa [Prey. Dan Trachtenberg, 2022], blandurria precuela de la saga depredadora, a mayor gloria de una inclusividad sin respeto alguno por la verosimilitud o la inteligencia del espectador), el mejor amigo o la pareja del héroe (o heroína, y hasta aquí hemos llegado con la paridad) que el simpático perrete.

 


En estos tiempos de literalidad descerebrada en los que el arte imita la moral más elevada e impostada, es como si matar una mascota en pantalla viniera a ser despiadada afirmación por parte del director y los guionistas de su odio hacia los animales. De su falta de sensibilidad y desprecio por los sentimientos del espectador, en mucho mayor medida, por supuesto, que si mostraran la muerte de un niño o de cualquier otro ser humano más o menos inocente (con la salvedad, quizás, de la violación de una mujer, que está relativamente al mismo inquietante nivel que matar un perro).

 

Digo esto, siendo plenamente consciente de que yo mismo lo paso fatal cuando veo dar muerte a sangre fría al perrillo de John Wick, a la simpática mascota de Ethan Hawke en El valle de la venganza (In a Valley of Violence. Ti West, 2016), al extraño cánido alienígena de Vin Diesel en Riddick (David Twohy, 2013), al viejo y querido Calcetines de Bailando con lobos (Dances with Wolves. Kevin Costner, 1990), o incluso cuando muere accidentalmente el gato de Cementerio de animales en cualquiera de sus versiones, por más que sepamos que pronto volverá de la tumba (como un gato zombi diabólico, lo sé, pero a mí me vale). Lo confieso: yo también sufro cuando muere una mascota querida en una película o novela. Pero es que de eso va en buena medida el contrato entre el espectador o lector y la ficción.

 

 

Empieza a ser un rasgo narrativo de importancia distintiva si en un momento u otro de una trama o argumento el compañero animal del protagonista muere o, simplemente, puede llegar a morir. Denota si la historia está destinada a un público adulto, maduro emocionalmente, capaz de distinguir entre realidad y ficción, o a ese nuevo mundo de espectadores infantilizados para quienes todas las historias se han convertido en episodios de Disneylandia, de aquellos en los que al final el delfín, el perro, el caballo o el chimpancé que parecían haber muerto heroicamente reaparecían en el último minuto, para alivio de todos, vivitos y literalmente coleando. Yo mismo recuerdo perfectamente respirar aliviado en ese esperado momento postrero que siempre, siempre, parecía tardar demasiado en llegar… Cuando tenía cinco años. Es un truco que funciona muy bien a esa edad, por mucho que se repita una y otra vez. Y está bien que así sea. Pero entonces, un día, ves Bambi (1942) y creces. O, al menos, eso se supone que debería pasar.

 


Esta obsesión rayana en lo patológico por evitar en las obras de ficción (recalco: en las obras de ficción) la violencia contra los animales en general, los domésticos en particular y los perros en especial, nos hace olvidar ciertos aspectos de su realidad animal: no todos son siempre simpáticos y amistosos. No todos son “el mejor amigo del hombre”. Y me da lo mismo si el motivo es la maldad de sus amos, las condiciones de la vida salvaje o algún rasgo genético que se torció. Hay perros malos. Y pueden dar mucho, mucho miedo.  

 

Posiblemente, cada vez seamos menos los que podemos recordar cuando grandes ciudades como Madrid se veían recorridas, en sus barrios periféricos, zonas marginales y a menudo todavía asilvestradas o en construcción, por numerosos perros vagabundos, abandonados y prácticamente salvajes. Es, por supuesto, una suerte y un rasgo de auténtico progreso que esta circunstancia sea cada vez más rara, hasta prácticamente haber desaparecido en la experiencia de la mayoría de chavales que hoy en día juegan por las calles de la ciudad (siempre que haya alguno haciéndolo en la era de internet y los videojuegos).

 

Sin embargo, quienes tenemos cierta edad y pasamos nuestra infancia en barrios como Carabanchel, Usera, Vallecas o Ventas, por poner algunos ejemplos, hoy totalmente urbanizados e integrados en la capital pero que en los años 70 y primeros 80 eran aún territorios fronterizos, con viva conciencia todavía de haber sido pueblos no mucho tiempo atrás, repletos de descampados, ruinas, polígonos industriales, parques semi-salvajes, poblados de chabolas y sucios lodazales, aún podemos recordar el pavor y el peligro muy real de tropezarte con un perro vagabundo, sucio y agresivo, siguiéndote a pocos pasos de distancia y midiendo tu miedo con su olfato. O, peor aún, una jauría de tres, cuatro e incluso bastantes más canes igualmente sucios, feos, ladradores y muy, pero que muy mordedores, marcando su territorio y turnándose para asediarte hasta echarte fuera del mismo, quizá a mordiscos.

 


Raros son los niños de mi generación y ámbito urbano (por no hablar del rural, donde estas situaciones aún existen, por cierto) que no sufrieran en alguna ocasión el mordisco de algún perro sin dueño o propiedad de ciertas gentes de malvivir que le habían enseñado a ladrar, acosar y hasta atacar a los extraños, siendo extraño cualquiera que pasara por los poco claros límites de su supuesto territorio. Las vacunas contra la rabia estaban entonces tan al día entre la chavalada como aquellas contra el tétanos, típicas también de juegos un tanto brutales con palos llenos de clavos, barras de metal y similares. Por supuesto, no estaría bien silenciar cómo muchos chiquillos y algunos no tan chicos perseguían a su vez a culpables e inocentes animales a pedradas, llegando a apalearles brutalmente hasta causarles heridas serias o la muerte. Había entonces una guerra no del todo declarada entre perros silvestres y niños no menos asilvestrados, de consecuencias a veces sangrientas e incluso mortales. Pues bien, para todos aquellos que vivimos semejantes circunstancias, que han pasado a formar parte de nuestra memoria singular y colectiva, Los cazadores del rey de Rodolfo Santullo posee sin duda un plus de terror y angustia, que nos retrotrae a tiempos más salvajes, primitivos y feroces.

 


Novela histórica de aventuras, ante todo y sobre todo, survival de suspense exótico y trepidante, Los cazadores del rey es una obra que parece escapada también de otro tiempo. El de pulps como Argosy, The All-Story Magazine o Adventure, donde Rider Haggard, Jack London y Conan Doyle se codeaban con Edgar Rice Burroughs, Robert E. Howard o Talbot Mundy. Atrevida historia ambientada en los territorios españoles del Río de la Plata, a finales del siglo XVIII, ateniéndose con dignidad a la realidad de su tiempo está exclusivamente protagonizada (de ahí lo de atrevida) por un puñado de hombres buenos, malos y regulares. Solo una mujer asoma brevemente a sus páginas, como una pincelada de romance que, diría yo por fortuna, no llega a cuajar, cayendo pronto en el olvido del lector. No podía ser de otra manera en una ficción que arranca de una sólida base histórica —el hallazgo casual por parte de un monje dominico de los restos paleontológicos de un entonces desconocido megaterio, que hoy puede verse en el Museo de Ciencias Naturales de Madrid—, para arrastrarnos después rápidamente a una loca cacería en busca de una quimera que se transformará rápida y contundentemente en lucha a vida o muerte, en el agreste interior del salvaje monte próximo a la histórica villa de Luján, en la provincia de Buenos Aires.

 

El esqueleto del megaterio de Luján, 
expuesto en el Museo de Ciencias Naturales de Madrid en 1892


No le tiembla el pulso a Santullo para trazar con verbo ágil, estilo gráfico, rápido y preclaro, un relato de acción, misterio y supervivencia llevado exclusivamente a hombros de un par de monjes dominicos, un cazador experto venido de los aristocráticos madriles y un sobrio guía vasco con su silencioso hijo, quienes por encargo del rey naturalista, Carlos III, y seguidos por una partida de mal encarados bandidos de también diversa catadura, se internan en lo profundo del monte a la caza y captura de un animal extinguido, sin saber que les espera un terror sin nombre, acechando en la oscuridad de la noche y bajo tierra. Son personajes dibujados de un plumazo magistral, sin más complicaciones de las necesarias para que nos sumemos a su aventura. Los conocemos ya de sobra y sobran presentaciones. Son viejos amigos de quienes crecimos y seguimos creciendo en compañía de Stevenson, Salgari, Fenimore Cooper y Robert E. Howard. Puedo imaginarme perfectamente Los cazadores del rey como un fascículo de Joyas Literarias Juveniles e incluso veo a sus protagonistas retratados por Mort Künstler, convertidos en portada de True Men, Man´s Life, Men´s Adventure o cualquiera de aquellas maravillosas revistas herederas del pulp, que triunfaron entre las décadas de los 40 y 60 del siglo pasado, con sus truculentas hazañas viriles de acción y supervivencia. Sin querer faltar al respeto a la estupenda portada de Matías Bergara para el libro, de espectacular aroma gráfico y cinematográfico.

 

Mort Künstler: “I Was Captured by a Baboon Army


Santullo, experto y conocido guionista de cómic, aplica a su estilo el carácter sintético, poderoso y solo aparentemente simple del narrador visual que domina la escritura. Los cazadores del rey es una novela que se lee y se ve como una película, como un serial, clifhanger tras clifhanger, como un álbum de historieta francobelga o una Serie B matinal de apenas setenta intensos minutos. Ideal para el viaje en tren o avión, para la noche insomne o la pereza playera, nos recuerda cuales son las mejores virtudes de la literatura de evasión y por qué nos gusta evadirnos. Ajeno a vacíos juegos intelectuales, post o hipermodernos, su autor renuncia gozosamente a la metaliteratura tan de moda —y en realidad tan demodé— para ofrecerse desnudo de manierismos, con la sencillez de quien solo tienen un objetivo: entretener y emocionar durante doscientas páginas.

 

Detalle de un cartel de El pacto de los lobos 
(Le pacte des loups. Christophe Gans, 2001) 


Y no es que Santullo no evidencie síntomas de cinéfago y lector curtido, bien consciente de sus deudas y querencias. Los cazadores del rey arranca como arrancan los clásicos del género, de Tiburón (Jaws. Steven Spielberg, 1975) a El pacto de los lobos (Le pacte des loups. Christophe Gans, 2001). Posee una estructura que remite tanto al survival moderno como a la tradicional aventura de exploración y cacería exótica, entre Depredador (Predator. John McTiernan, 1987) y Las minas del rey Salomón. Sus mimbres de novela histórica remiten a las leyendas sobre la Bestia de Gévaudan, pero también a las obsesivas aventuras equinocciales de Lope de Aguirre y otros conquistadores conquistados por la ambición, la locura y los abismos del Nuevo Mundo. El vasco Aguerrebere y su hijo portan hechuras de Ojo de Halcón y Calzas de Cuero. Los bandidos Sánchez y Pedro el Negro poseen, por su parte, trazas de piratas salgarianos, mientras Don Bedoya nada tiene que envidiar al mismísimo Alatriste, con quien no dudaría en cruzar aceros si la cosa se terciara (fuera en Flandes o en los Andes). Los frailes Torres y Mendoza no estorbarían al Zorro en San Juan de Capistrano, quien sin duda encontraría en ellos fieles compinches, mientras el cobarde Oloizola tiene un algo de Zacarías Smith, al menos para quienes tenemos edad suficiente como para recordarlo perdido quizá no en la selva, pero sí en el espacio.

 

Los demonios de la noche (The Ghost and the Darkness. Stephen Hopkins, 1996)

Finalmente, cuando el terror explota, nos sumergimos en una angustiosa peripecia de supervivencia, suspense y terror animal, cuyos cazadores cazados nos traen a la mente desde clásicos del género como “Leiningen contra las hormigas”, el relato de Carl Stephenson publicado en 1938 que inspiraría Cuando ruge la marabunta (The Naked Jungle. Byron Haskin, 1954), hasta ese injustamente infravalorado y tardío ejemplo de aventura clásica africana que es Los demonios de la noche (The Ghost and the Darkness. Stephen Hopkins, 1996), basado en hechos reales. Sin olvidar, por supuesto, la moda del terror animal y ecológico de los años 70, que, por cierto, llega hasta nuestros días con más de un título, desde la pura exploitation de Aullidos (The Breed. Nicholas Mastandrea, 2006) hasta la justamente prestigiosa película polaca Perros de presa (Wilkolak. Adrian Panek, 2018). A lo que viene a sumarse un subterráneo aroma épico en la línea de Robert E. Howard y su América hueca, plagada de amenazas inhumanas ancestrales.

Ilustración de Virgil Finlay para una reedición del relato “Gusanos de la Tierra”,
de Robert E. Howard


Todo esto y más está presente en Los cazadores del rey. Pero, y he aquí la mejor de sus virtudes, elípticamente. Sin subrayados, sin guiños, ni meta-referencias. Está porque Santullo es un fanático del género, que asume añadir humildemente su granito de sangre y arena a la tradición del mismo. Sin subterfugios, trampa ni cartón. Sin pretensiones. Quizá también sin la esperanza de ser merecidamente adaptado al cine o a una serie, a lo que su ausencia de mujeres empoderadas, exclusivo reparto viril y masculino, amén de carencia de denuncia social rampante, no la condenan quizás tanto como el hecho —ojo: spoiler— de que aquí sí que mueren muchos, pero que muchos, muchos perros. Porque las peores pesadillas, a veces, tienen los afilados dientes no del mejor amigo del hombre, sino de su más ancestral, hambriento y salvaje enemigo. 


Jesús Palacios 😈     

 



 

 

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