WHITE MEN DIES - Sacrificios humanos y "angst" juvenil en California | Jesús Palacios
SMILEY FACE KILLERS. USA, 2020. 96 m. Color. D.: Tim
Hunter. G.: Brett Easton Ellis. I.: Ronen Rubinstein, Mia Serafino, Crispin
Glover, Garrett Coffey, Daniel Covin.
Según los detectives de Nueva York, retirados, Kevin Gannon y Anthony Duarte, apoyados por el profesor de criminalística legal de la St. Cloud State University de Minnesota, Lee Gilbertson, desde mediados de los años 90 del siglo XX hasta finales de la década pasada, más de 40 jóvenes universitarios han aparecido ahogados a lo largo de varios estados del Medio Oeste, probablemente víctimas de un grupo o banda de asesinos en serie, bautizados mediáticamente como los Smiley Face Murderers, Smiley Face Killers o Smiley Face Gang. ¿El motivo de este nombre? Que en más de una docena de casos, en las cercanías de las masas de agua donde se encontraron los cadáveres apareció también un graffiti representando la típica cara sonriente (smiley face), esquemática e infantil, que fuera popular símbolo durante los años del Acid House de la nueva sensibilidad feliz, poliamorosa, espiritual y de hermandad universal en la era del MDMA, el technopaganismo, la Internet global, democrática y gratuita, las Rave Parties y el Festival del Hombre de Mimbre. Solo que ahora podría haberse convertido en la firma dejada por los asesinos ―o asesino― en serie más astutos, escurridizos y siniestros del cambio de siglo y de milenio en Estados Unidos.
Los investigadores reales de los Smiley Face Killers: Kevin Gannon, Lee Gilbertson y Anthony Duarte
La Teoría de los Smiley Face Murders hizo
correr mucha tinta, pero, sobre todo, llamó la atención cuando alcanzó las
pantallas televisivas, primero a través de una emisión del Larry King Live
en 2009 y, después, de una miniserie documental de seis episodios, emitida en
USA por Oxygen Television en 2019: Smiley Face Killers: The Hunt for Justice.
Las autoridades de algunos de los estados afectados reabrieron los casos, pero finalmente
tanto los departamentos de policía implicados como el FBI concluyeron que no
existía relación entre las diferentes víctimas, que la mayoría eran muertes
accidentales producto del consumo de alcohol y que el indicio de los
“rostros sonrientes” pintados en la escena del crimen era irrelevante, ya que
el símbolo del Smiley es ubicuo a todo lo largo y ancho de los Estados
Unidos en muros, playas, paredes y edificios. Los Smiley Face Killers
pasaron al ámbito de la leyenda urbana, la conspiranoia y la cultura del apocalipsis,
sirviendo de inspiración para novelas y thrillers televisivos.
Graffiti encontrado en St. Cloud, Minnesota |
Víctimas o no de un asesino o asesinos
reales, los jóvenes encontrados muertos en las circunstancias descritas,
ahogados o presuntamente ahogados en lagos, desembocaduras de ríos y presas
artificiales, tenían en su mayor parte un rasgo común: eran populares en sus
universidades, atléticos, destacados en los estudios tanto como en las
competiciones deportivas así como mayoritariamente blancos. Y a nadie, salvo a
sus familias y amigos, parecía importarles que hubieran muerto teóricamente
borrachos o suicidándose repentinamente en las aguas más próximas y profundas.
A nadie, salvo a Brett Easton Ellis.
Brett Easton Ellis |
No es difícil suponer qué pudo atraer al
autor de Menos que cero, American Psycho y Blanco, entre
otros libros indispensables del cambio de siglo y de milenio, de esta historia,
más allá o más acá de la realidad de teorías criminales y mitos urbanos. La victimología
de los asesinos en serie ha sido característica a lo largo de la Historia:
colectivos marginales y marginados de la sociedad. Prostitutas,
homosexuales, especialmente aquellos dedicados al comercio sexual, vagabundos
sin techo, emigrantes o trabajadores itinerantes, a veces de color, y, por
supuesto, conjuntos poblacionales físicamente más vulnerables como mujeres y
niños. Incluso los cultos asesinos o suicidas, como los articulados en torno a
gurús de la muerte como Charlie Manson, Jim Jones, David Koresh y otros,
encuentran casi siempre a la mayoría de sus víctimas/seguidores entre estos
mismos grupos demográficos, inestables económica o psicológicamente,
procedentes de familias desestructuradas y zonas depauperadas. Pero lo
fascinante de los Smiley Face Killers, asesinos o no, es que sus
víctimas son justo todo lo contrario.
Varias de las supuestas víctimas reales de los Smiley Face Killers |
Jóvenes universitarios de clase media y
media alta, queridos por sus familias, con excelentes calificaciones, miembros
destacados de los equipos deportivos de su campus, con novia y amigos, sin
conexiones conocidas con actividades criminales o historial delictivo más allá
de conducir con una cerveza de más o alguna detención por consumo de drogas
ocasional (marihuana o éxtasis), a veces, ni eso. De repente, como si de una
epidemia se tratara, sus cuerpos hinchados, a menudo deformados hasta
dificultar la identificación de la verdadera causa de su fallecimiento (uno de
los motivos que esgrimen los seguidores de la teoría de los asesinatos para
exigir la revisión de los casos), empiezan a aparecer flotando, mes sí, mes no,
durante un lapso de tiempo de veinte años, sin que en buena parte de los
incidentes padres, compañeros o amigos puedan explicarse el motivo de sus
muertes. Al final, poco importa si han sido víctimas de uno o varios asesinos
en serie, si se han convertido en inverosímiles “vírgenes suicidas” masculinos
o han perecido accidentalmente, cayendo a las aguas borrachos o drogados,
cuando nada en su comportamiento anterior parece avalarlo. La realidad es
que alguien o “algo” está matando chicos blancos buenos en los Estados Unidos
de América.
Imagino que de repente Ellis se topa con
esta historia, con la serie documental o algún libro sobre el tema, si no ambas
cosas. Imagino su asombro y fascinación por el caso, por las teorías, por el
simbolismo del Smiley, pero, sobre todo, por las víctimas. En sólo un
par de décadas, los protagonistas de Menos que cero, Las leyes de la
atracción o Los confidentes, han pasado de depredadores a víctimas.
De vampiros metafóricos ―o reales―, que vehiculan su ennui de clase
privilegiada, su angst adolescente de pijos abandonados en la
abundancia, a través del sexo salvaje, las sesiones de snuff movies, el
tráfico y consumo de drogas más duras que blandas y el consumismo como una de
las Bellas Artes, mientras esperan abusando de compañeros y novias a
convertirse de mayores en Patrick Bateman, aunque sólo sea en su imaginación, el
siglo XXI les ha transformado en jóvenes autistas e impotentes,
sobreprotegidos, medicados desde la cuna a la tumba, presa de neurosis,
depresiones y estrés crónicos, dependientes de sus móviles y portátiles,
indecisos y débiles bajo una capa de músculos bien aceitados, sobresalientes en
los exámenes y una modélica vida estudiantil con novia, mejor amigo, equipo
deportivo y ceremonia de graduación incluidos. Se han convertido en grupo de riesgo,
en víctimas fáciles del impulso suicida de una noche… o de cualquier asesino en
serie bien organizado.
Ronen Rubinstein |
En Smiley Face Killers, Ellis se
lleva a los personajes de esta historia “real” a su territorio de caza
predilecto: las playas, avenidas y autopistas de California. Una distopía
con sabor a Gótico Americano de la Costa Oeste, de colores suaves y
arquitectura funcional, perspectivas horizontales y carreteras hasta el
infinito y más allá, bungalows bajos y campus abiertos, por donde deambula Jake
Graham (Ronen Rubinstein, de aquí a participar directamente en el piloto de Less
Than Zero producido por Ellis para Hulu en 2019, que aún no hemos podido
ver pero al parecer no dará lugar a la esperada serie). Un guapo y atlético estudiante
de quien, en breves diálogos con su novia Keren (Mia Serafino) y su mejor amigo
Adam (Garrett Coffey), sensible y obviamente enamorado de Jake, vamos sabiendo
que padece algún tipo de trastorno bipolar, ha sufrido pérdidas de memoria y
tenido comportamientos agresivos
ocasionales, pese a lo cual ha abandonado la medicación y las consultas con el
psicólogo, lo que, dicho sea de paso, parece no estarle yendo mal del todo. El
problema es que se ha convertido en el próximo objetivo de los Smiley Face Killers,
quienes nos han sido introducidos antes en un breve prólogo casi documental que
(aviso a hipersensibles) no ahorra en violencia animal (especialmente con un
nada silencioso corderito). Por desgracia para Jake, su perfil psicológico no
es de los más fiables, como comprenderá cuando intente comunicar a sus amigos,
novia y compañeros sus sospechas.
Ronen Rubinstein y Mia Serafino |
Para convertir en imágenes su primera
incursión pura y dura en el terror slasher, Ellis ha contado con el
veterano Tim Hunter, uno de esos talentos de los 80, hoy prácticamente
desterrados a las series de televisión (ha dirigido episodios de Carnivale,
House, Deadwood, Breaking Bad, Mad Men, Sons of
Anarchy, Dexter, Nip/Tuck, Glee, American Horror
Story, Hannibal, Scream, Wayward Pines o Bosch,
por citar algunas), pero que en la última década dorada de Hollywood nos dejó
títulos tan resultones como Tex (1982), adaptación de una novela juvenil
de Susan (Rebeldes, La ley de la calle) Hinton, con Matt Dillon y
Meg Tilly; Sylvester (1985), agradable wéstern contemporáneo familiar,
con Melissa Gilbert, Richard Farnsworth y el hermoso caballo bronco que le da
título, o, sobre todo, la injustamente olvidada Instinto sádico (River´s
Edge, 1986), pieza clave del Gótico Americano adolescente, gemela perversa y
superior de Cuenta conmigo (Stand by Me. Rob Reiner, 1986),
con un notable reparto que incluye a Crispin Glover, Keanu Reeves, Dennis
Hopper, Joshua Miller y Leo Rossi, y que aparte del joven Ellis posiblemente
viera también en su momento David Lynch, antes de pergeñar Twin Peaks (para la que, precisamente, dirigió también algunos de sus mejores capítulos). Si
algo es seguro, es que Tim Hunter tiene buen ojo para los adolescentes.
Instinto sádico (River´s Edge. Tim Hunter, 1986) |
Y de ojo se trata. Toda la primera y más
extensa mitad de Smiley Face Killers consiste en largas miradas que
siguen al personaje de Jake a lo largo de poco más de dos días con sus noches
de su vida cotidiana, capturando sus problemas y relaciones personales con
cámara desapasionada pero estilizada y sensual, que se funde y confunde poco a
poco con la mirada calculadora del asesino(s) acosador y con la del voyeur
espectador, subrayando la incómoda pero fascinante sensación de violar la
intimidad de una persona a través de un curioso desdoblamiento, que nos
convierte en víctimas del acoso al tiempo que en cómplices del acosador. El
truco casi hitchcockiano de Hunter y Ellis consiste, de hecho, en
hacernos conscientes en todo momento de que Jake está siendo vigilado,
observado y convertido en objeto y objetivo por el asesino, mientras que él
sólo percibe vagas amenazas, leves desajustes en el tejido regular de la
cotidianidad de su existencia, que poco a poco le van envolviendo en una
telaraña de la que difícilmente podrá escapar. La cámara, con mirada
esteticista y ritmo lento pero intenso, juega con nuestro deseo inexpresable de
que de una vez por todas el martillo del asesino golpee a su víctima. De
que pase algo, aunque ese “algo” entrañe el peor destino posible para el
inocente protagonista.
Ellis, como genuino amante y conocedor del
género (léase el primer y sabroso capítulo de Blanco o recuérdese su
entretenido ejercicio en tono de King menor Lunar Park), juega a
pervertir e incluso invertir las reglas del juego, pese a saber que ello
conlleva su condena frente al aficionado tradicional al terror, haciendo que
todo gire en torno a la presencia tremendamente física de su hermosa víctima
designada que, albricias, no es una rubia tonta ni una morena lista o una final
girl empoderada, sino un chico. Amigos y enemigos de la tan llevada y
traída misoginia machista, teóricamente omnipresente en el slasher, con
su consabida cosificación de la mujer, reducida a cuerpo erotizado para el
consumo y la masacre, bienvenidos y bienvenidas a la cosificación con
premeditación y alevosía del cuerpo masculino, exhibido, acariciado y torturado
después por la cámara con la misma sensualidad y violenta delectación dedicada
habitualmente a las víctimas femeninas en el género. Si sois capaces de
soportarlo claro. Nada asusta tanto a un típico aficionado al cine de terror
como la belleza masculina, mucho más que cualquier monstruo o asesino psicópata,
y las injustamente bajas puntuaciones de la película en IMDB dan buen
testimonio de ello. Fans de El monstruo de St. Pauli (Der
goldene Handschuh. Fatih Akin, 2019), abstenerse, por favor.
Tampoco el ritmo de Smiley Face Killers
es fácil o, mejor dicho, típico, porque, en realidad, es fácil dejarse arrastrar
por el realismo mágico de ese paisaje californiano nocturnal, mientras
deambulamos por intrascendentes y pacíficas fiestas universitarias que parecen
la versión domesticada de los monster parties y sus party monsters
de los 80 y primeros 90, seguimos al protagonista desde nuestra propia
furgoneta espía por las calles vacías o le observamos escondidos como el
monstruo en el armario (sí: existe). La fotografía del premiado Michael Marius
Pessah, experto en el medio documental; el deslizante y suave montaje de Kristi
Shimek, al envolvente ritmo de la más que apropiada música electrónica de Kristin Gundred,
miman una atmósfera amenazadora y tensa, a la par que elegantemente Costa
Oeste, que evoca, sospecho que voluntariamente, el estilo ritual y ceremonioso
de los primeros y mejores filmes de Michael Mann o el William Friedkin de los
80, con un toque de Lustig y Carpenter, retratando un paisaje entre urbano
y rural, playero y desértico, de gasolineras aisladas, campus universitarios,
arboledas umbrías, chalets bajos, residencias estudiantiles, carreteras
bordeadas de palmeras y ominosas mareas oceánicas, combinación de David Hockney
o Hiroshi Nagai con un toque oscuro a lo Edward Hopper, que encaja
perfectamente en el siniestro mosaico californiano del Bruce Wagner de Wild
Palms y Maps to the Stars o del propio David Lynch y su Mulholland
Drive (2001).
Pero esto es Brett Easton Ellis y cuando
estalla la violencia, es violencia de verdad. El juego con las convenciones del
género no sería justo si no incluyera, por supuesto, una segunda parte o, si se
prefiere, un tercio final netamente splatter, al límite del torture
porn. Pero no sólo la ordalía sangrienta es agradecida y disfrutable, sino
(ojo: spoiler) la idea totalmente bizarre de Ellis de transformar
al supuesto asesino o asesinos no en una banda de gamberros sociópatas o en un
psicópata sexual al uso, sino en una suerte de culto esotérico milenarista de
encapuchados, más o menos dirigido por un deforme Crispin Glover (viejo amigo
del director), y compuesto por otros dos tarados con pinta de amantes del Black
Metal, feos como el demonio, como si la belleza apolínea de sus víctimas
fuera un desafío o incluso suficiente motivo para acabar con ellas. Nos tiramos
de cabeza a la pura exploitation, al mismo tiempo que este grupo de
adeptos poseídos por un oceánico delirio religioso no deja de resultar
perfectamente creíble en un país, Estados Unidos, y un estado, California,
donde los desvaríos místicos crecen como algas a la orilla del mar,
recorriéndolo de costa a costa como estepicursores atravesando una nación
fantasma. Ellis no se resiste a dar unas cuantas gozosas pinceladas de
genuino terror pulp: encapuchados satánicos, páginas web esotéricas,
grabados cabalísticos y oscuras referencias herméticas a un misterioso (¿e
inventado?) culto al agua o al océano, al que son entregados como sacrificio
humano aquellos martirizados por el trío infernal.
Por supuesto, poco o nada de esto tiene un
sentido literal, y lo que subyace bajo el discurso de película de género es el
nihilismo habitual de Ellis. Su pesimista visión del mundo y, sobre todo, su
retrato implacable de la contingencia de la existencia humana, siempre a
expensas de un azar que no se deja interpretar o predecir. De repente, las
preocupaciones de Jake, un guapo estudiante con problemas psicológicos,
medicación crónica, tendencia a la depresión, que no habla con su madre, a
quien su pareja no comprende, celoso del ex-novio de esta, Rob (Cody Simpson),
siempre a broncas con su compañero de piso Devon (Daniel Covin), preocupado por
llegar con retraso al entrenamiento de su equipo de baloncesto o por salir de
fiesta hasta muy tarde, cuya impotencia puede ser producto de la medicación y
el estrés o ―como parece sugerirse a veces― de no tener del todo clara su
orientación sexual (casi más a gusto con su amigo Adam que con su chica, y es
que Ellis puede ser muy mala)… Estas cuitas juveniles que parecen un mundo,
quedan reducidas a nada cuando, sin motivo racional alguno, se convierte en
objetivo de los Smiley Face Killers.
“¿Por qué te han hackeado el móvil?”,
le pregunta Adam a Jake cuando intenta explicarle que está siendo acosado, “¿Qué
has hecho?”. La respuesta es: nada. No ha hecho nada. No hay otra razón que
estar en el lugar equivocado, en el momento equivocado, delante de la furgoneta
equivocada. Mientras él mismo intenta convencerse de que el acosador es Rob,
mientras su novia Keren está casi segura de que, simplemente, se ha vuelto
paranoico otra vez, cayendo en un nuevo periodo de psicosis, y quizás se está
mandando a sí mismo los mensajes amenazadores (¡qué bonito es el amor!), de lo
que además intenta persuadirle, en realidad un grupo de fanáticos adoradores de
vaya usted a saber qué ha decidido secuestrarle, extraerle la sangre y
arrojarle a las aguas del mar. “¿Por qué yo?”, grita desesperadamente
Jake a sus captores, “¿Por qué yo?”. “Porque eres Galiel”,
contesta uno de ellos. Por un momento parece que, al menos, su elección tiene
algún sentido, quizá mesiánico, un significado… Pero entonces el mismo
secuestrador añade: “Todos sois Galiel”, refiriéndose al resto de sus
incontables víctimas pasadas y venideras. No hay respuesta satisfactoria, no
hay un por qué fuera de las mentes perturbadas de sus acosadores, inspiradas
tal vez por ver demasiados episodios de la serie de dibujos animados australiana
The New Adventures of Ocean Girl, donde Neri, princesa del planeta
acuático Oceana, lucha contra el malvado brujo del espacio Galiel, para
restaurar el equilibrio natural. A saber, por cosas más tontas ha muerto mucha
gente.
Smiley Face Killers,
primera película slasher escrita por Brett Easton Ellis es un bocado
exquisito para degustadores de Gótico Americano posmoderno, curtidos tanto en
el splatter como en el porno softcore gay. Satisface por
completo las expectativas de los amantes del universo de su autor, aunque
seguramente pocas o ninguna del fan habitual del género. Y como todo
buen slasher, tiene moraleja sin ser moralista.
En el siglo XXI, sin que, por supuesto,
hayan desaparecido las víctimas tradicionales, ha venido a sumarse a ellas un
nuevo grupo de riesgo que durante mucho tiempo, justa o injustamente, fue
considerado precisamente victimario por excelencia: el joven universitario
blanco de clase media. Más sólo que nunca entre iguales, conectados todos
por las redes sociales y los móviles en un mundo virtual inmaterial, al tiempo
que desconectados por completo de la realidad física que nos rodea amenazante.
Esclavizado por la medicación a fin de adormecer sus miedos, angustias y
pasiones, en lugar de luchar con ellos o por ellos. Incapaz de controlar en lo
más mínimo su entorno, de responder a una amenaza, confundido por signos que no
sabe interpretar correctamente, controlado al mismo tiempo que abandonado a su
suerte.
Solo hay una cosa peor, parece decirnos Ellis, que una juventud alienada destinada a convertirse en sociópatas depredadores como Patrick Bateman: una juventud alienada destinada a convertirse en víctima de sociópatas depredadores de toda clase y condición. Una juventud dorada de Apolos emasculados, sacrificados al océano disolvente de Dioniso, bajo la mirada sonriente de una carita redonda dibujada con trazos infantiles. El nuevo rostro del caos reptante, que acecha a cada instante bajo la superficie aparentemente límpida y segura, bajo la máscara profiláctica y aislante, de la Nueva Normalidad.
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